THE OBJECTIVE
Guadalupe Sánchez

La imparable degradación democrática española

«Es patético comprobar cómo el merecido tirón de orejas de ‘The Economist’ está siendo tergiversado por los acólitos gubernamentales»

Opinión
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La imparable degradación democrática española

Sánchez y Zapatero apoyan a Tudanca en un acto de campaña electoral. | Europa Press

En 2014, Pedro Sánchez afirmó que la regeneración democrática de España pasaba por la jubilación de Rajoy. Dos años después de formar el primer gobierno de coalición con la extrema izquierda radical a la que representa Podemos, España ha dejado de ser una democracia plena para formar parte del pelotón de las «democracias defectuosas», según el índice elaborado por The Economist. Para este medio, las causas que motivan el vergonzoso descenso de nuestro país en la clasificación giran en torno a la independencia judicial, el nacionalismo catalán y los escándalos de corrupción, aderezado todo ello con una creciente fragmentación parlamentaria.

En lo tocante a la justicia, apunta The Economist que se trata de un problema relacionado con las divisiones políticas en torno al nombramiento de los magistrados que integran el Consejo General del Poder Judicial, órgano que ejerce funciones de gobierno del Poder Judicial con la finalidad de garantizar su independencia. Recuerda que este órgano se encuentra en situación de interinidad como consecuencia de la falta de acuerdo para nombrar a los nuevos jueces, lo cual requiere una mayoría parlamentaria de tres quintos.

Resulta patético comprobar cómo este merecido tirón de orejas está siendo tergiversado por los acólitos gubernamentales habituales para responsabilizar a la oposición por negarse a perpetrar junto al Ejecutivo el reparto de sillones al que vergonzosamente hemos venido asistiendo desde la reforma operada en 1985. Cierto es que se desestimó su inconstitucionalidad en una resolución que, como tantas otras, pecó de ingenuidad y buenismo, aunque siempre viene bien recordar que el Tribunal Constitucional era muy consciente de cuál podría ser el resultado. Basta para ello recordar este párrafo de la sentencia:

«Se corre el riesgo de frustrar la finalidad señalada de la Norma constitucional si las Cámaras, a la hora de efectuar sus propuestas, olvidan el objetivo perseguido y, actuando con criterios admisibles en otros terrenos, pero no en éste, atiendan sólo a la división de fuerzas existente en su propio seno y distribuyen los puestos a cubrir entre los distintos partidos, en proporción a la fuerza parlamentaria de éstos. La lógica del Estado de partidos empuja a actuaciones de este género, pero esa misma lógica obliga a mantener al margen de la lucha de partidos ciertos ámbitos de poder y entre ellos, y señaladamente, el Poder Judicial» (STC 108/1986, de 29 de julio).

Resultando innegable que esta advertencia del Constitucional se ha materializado en una incontestable y deplorable realidad, no cabe otra que concluir que, si hay una propuesta del Partido Popular merecedora de todo el respaldo ciudadano al margen de las simpatías políticas, es precisamente la que aboga por reformar la Ley Orgánica del Poder Judicial para que los jueces miembros del Consejo sean elegidos por sus pares como forma de reforzar su independencia, en línea con lo manifestado tanto desde la Unión Europea como el Consejo de Europa.

Utilizar el informe de The Economist sobre este particular para exonerar de responsabilidad al Gobierno de Sánchez es burdo y mezquino, porque el problema al que señala no se agota en la mera renovación como ellos pretenden hacer creer, sino en que ésta redunde en una mayor garantía de la independencia de los Jueces y Tribunales en el ejercicio de su función judicial frente a todos, bien sea el resto de poderes del Estado o incluso respecto a otros órganos judiciales o al propio gobierno del Poder Judicial.

Y tanto la actuación del Ejecutivo respecto a este particular como los nombres que puso sobre la mesa iban en la dirección contraria a garantizar la independencia judicial, que es lo que se debe perseguir. No está de más recordar que entre los nombres propuestos por el gobierno de Sánchez se encontraban los de José Ricardo de Prada o Vicky Rosell. La segunda ha formado parte de la candidatura de Podemos y es alto cargo del Ministerio de Igualdad. El primero recibió un correctivo del Tribunal Supremo por excederse en sus afirmaciones sobre la existencia de una contabilidad B del Partido Popular en la sentencia que propició la moción de censura contra Rajoy. Ya me dirán si con estos mimbres era posible alcanzar un acuerdo de renovación del CGPJ que permitiese a éste desempeñar su función de garantía de la independencia judicial. Una auténtica broma.

Tampoco podemos olvidar que el Gobierno llevó al Congreso una reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial que perseguía eliminar la mayoría reforzada de tres quintos para elegir a sus miembros, transformándola en una mayoría absoluta. El objetivo declarado era no tener que contar con la oposición para renovar el Consejo, de forma que éste fuese un reflejo de la nueva mayoría ‘progresista’ en el Congreso, es decir, que la decisión quedara en manos de Sánchez y sus socios de investidura, ahora transformados en sus apoyos gubernamentales (ERC, Bildu, etc.). Y si la vergonzosa e inconstitucional reforma no se acometió, fue por las presiones de la UE, que ha supeditado el maná europeo al respeto de la división de poderes.

Lo que sí que sacaron adelante en marzo del año pasado fue la reforma que limitó las funciones que puede ejercer el CGPJ con el mandato caducado. Con la misma pretenden no sólo chantajear a la oposición, sino también apuntalar un Consejo totalmente dependiente del poder político, de forma que éste resulte inoperante si los partidos no consiguen ponerse de acuerdo para colocar a sus candidatos. Contra esta ignominia tanto el PP como Vox han planteado recurso de inconstitucionalidad, que esperamos se resuelva pronto.

Pero las ignominias del Ejecutivo en materia judicial no se agotan aquí: el nombramiento de Dolores Delgado como Fiscal General tras pasar por el ministerio de Justicia no lo reflejará The Economist en su informe, pero es también una de nuestras vergüenzas nacionales, amén de constituir la punta del Iceberg de la colonización institucional emprendida por Sánchez durante la peor crisis sanitaria de nuestra memoria reciente.

Tampoco se mencionan los indultos arbitrarios con los que el Gobierno premió a sus socios independentistas condenados por sedición con el único objetivo de aferrarse a su sillón en Moncloa. Éstos fueron anunciados a la opinión pública en uno de los discursos presidenciales más bochornosos que se recuerdan, con Sánchez acusando abiertamente a la justicia de ‘vengativa». Una lástima que el diario británico lo haya soslayado.

Quizá tampoco habría estado de más recordar que los dos estados de alarma decretados por el ejecutivo, así como el cierre pandémico del Congreso, han sido declarados inconstitucionales, pues fueron aprovechados por el Gobierno para sustraer su actuación del control de los contrapesos democráticos. Otro curioso olvido, ¿verdad?

El sanchismo y la pandemia han resultado ser una combinación letal para nuestro joven Estado democrático y de derecho. El miedo a la muerte y la incertidumbre ante lo desconocido han sido el manto bajo el que se ha emprendido un proceso de degradación institucional sin precedentes en nuestra historia reciente, con especial incidencia en la justicia. En nombre de la legitimidad democrática soberana, se ha iniciado un acoso y derribo sistemático contra el tercer poder independiente del Estado, el judicial, así como la transformación de las instituciones, que han relegado la neutralidad para transformarse progresivamente en organismos al servicio de las necesidades del Gobierno. La fiscalía, el CIS, la Presidencia del Congreso… La lista de tropelías suma y sigue, así que no descarten que nuestra clasificación en el ranking para 2022 iguale o empeore la de 2021.

Por último, quisiera referirme a una parte del informe a la que no se le está concediendo la importancia que se merece: en lo relativo a los derechos civiles, hemos bajado de un 8,53 en 2020 a un 8,24 en 2021. Este datos me hace rememorar noticias como la de los policías allanando domicilios sin la preceptiva orden judicial, la señora multada y expuesta en las redes sociales por pasear a su perro de madrugada en una calle desierta mientras al can se le pixelaba la cara, el helicóptero aterrizando en prime time en una playa desierta para detener a un señor que se saltó el confinamiento, el arresto de una surfera positiva en covid por cometer un delito contra la salud pública a pesar de que el tipo penal no contempla estos comportamientos, o el análisis de las heces de un chucho para determinar que su dueño infringió el cierre perimetral y era merecedor de una sanción.

Éstas son meras anécdotas de un trasfondo mucho mayor: se nos han impuesto restricciones y limitaciones burdas e ineficaces desde un punto de vista sanitario que, sin embargo, aún son aplaudidas por buena parte de la ciudadanía. Niños encerrados a cal y canto con menos derechos que sus mascotas, toques de queda, pasaporte covid o mascarilla en exteriores, entre otros. Como bien señala el informe de The Economist, las respuestas a la pandemia han sido autoritarias. Deja en el aire una pregunta: bajo qué circunstancias y durante cuánto tiempo los gobiernos democráticos y los ciudadanos están preparados para consentir el socavamiento de los derechos democráticos en nombre de la salud pública. Intuyo que la respuesta mayoritaria será desesperanzadora, aunque no sorprendente: las sociedades ignorantes de los fundamentos de los Estados democráticos de derecho están más predispuestas a renunciar voluntariamente a sus libertades. El autoritarismo de nuevo cuño se granjea cada vez más simpatías y parece estar ganándole la partida a la libertad. Algunos seguiremos predicando, aunque sea en el desierto.

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