Elogio a las redes y de los ojos de Aurora
«Lo más curioso de envejecer es que te adentras en los años llevando de la mano al niño que fuiste»
Parece de buen tono despotricar contra las nuevas tecnologías en las redes sociales. Obviamente, como las redes sociales se han convertido en la nueva plaza pública, es inevitable que en ella siempre se esté despellejando a algún vecino y, además, al alcalde. Todo aquel que pone un pie en la plaza está expuesto, entre otras cosas, a las burlas del tonto del pueblo. Nada nuevo bajo el sol.
Son ahora mismo las 11 de la mañana. A esta hora mi padre hacía un alto en su faena en el campo para almorzar al abrigo del ribazo, donde guardaba la bota de vino al fresco, y aprovechaba para compartir un trago y un cigarrillo con el vecino del otro lado de la linde. A esta hora me he puesto en contacto ya con 13 personas de diferentes lugares de España, a los que hay que sumar un mexicano, un argentino, un uruguayo, una francesa y un ruso. Indudablemente ya no vivo en el mundo en que vivía mi padre. No negaré que, de vez en cuando, siento un pellizco de melancolía, porque por mi pasado, ciertamente, pasó la vida con sus charangas, pero no sé muy bien si lo que me asalta en estas ocasiones es la nostalgia o ciertas imágenes felices que se resisten a la caducidad. Lo más curioso de envejecer es que te adentras en los años llevando de la mano al niño que fuiste.
A lo largo de los meses de confinamiento fui una persona conectada al mundo. Di conferencias telemáticas para diferentes instituciones de México, Colombia, Venezuela, Bolivia, Perú, Argentina, Chile… y hasta de Hungría y participé en no sé cuantos eventos digitales españoles. Me considero con suerte por vivir en estos tiempos que, indudablemente, traen como todos, ganancias y pérdidas, pero cuyo saldo neto, para mí, es claramente positivo.
Sí, ya sé que las nuevas tecnologías tienen sus detractores. Algunos dicen que nos están alterando las conexiones neuronales y que están transformando nuestros cerebros, pero todo lo que hacemos de alguna forma nos hace. Y, puestos a alterar mi cerebro, prefiero la pantalla al arado. Tenía 14 años cuando en casa me mandaron por primera vez a aparejar la yegua para ir, solo, a labrar una viña, por la sencilla razón de que en mi familia siempre se había hecho así. Yo, la verdad, estaba tan feliz cumpliendo con mi ritual de paso. A pesar del cierzo helado que barría el valle del Ebro aquella mañana, era preceptivo que el sol, al salir, me pillara en el tajo. Esto formaba parte de la educación en el orgullo del pundonor.
Sin Internet no podría haber escrito ninguno de mis últimos libros. Gracias a Internet soy amigo de mi entrañable amiga B., parisina. Y aunque solo fuera por poder lucir una amiga parisina -una amiga de verdad- ya me hubiera merecido la pena mi exposición a la pantalla. Pero podría añadir una larga lista de personas, tanto españolas como extranjeras, a las que hoy considero amigas que descubrí por los digitales lares. Gracias a Internet reconocí a Aurora Nacarino Brabo, con la que me encontré casualmente -cosas del azar amigo- en el anochecer de una desolada calle de las afueras de Madrid. Gracias a Internet y a sus ojos, que brillaban en la penumbra.
Gracias a Internet una historiadora alemana, especialista en la III Internacional me explicó cómo dirigirme por mail a la persona que me podría abrir las puertas de un determinado archivo de Moscú. Gracias a Internet he viajado a Puebla, a Bogotá, a Montevideo… y he vivido la Pamplonada, el encierro que se celebra en Huamantla Tlaxcala en el mes de agosto.
Sí, por ahí andan pululando los tontos del pueblo, pero si los miramos bien, son un regalo que el Señor nos hace para muscular nuestras virtudes morales, especialmente la paciencia y la templanza.
El hombre es un animal tecnológico. Lo era antes de internet y lo seguirá siendo con lo que venga después. ¿Y qué son las tecnologías, sino prótesis antropológicas que amplifican lo que ya somos? El pornógrafo vive, con las nuevas tecnologías, su edad de oro, pero si te gusta el arte etrusco, la poesía bizantina, el cultivo de la rúcula en Indonesia o buscas una exótica receta de cocina para innovar en el arte de cocer un huevo, internet te lo ofrece con solo apretar una tecla.
Algo tendrá la pantalla que el jesuita Pedro de Montengón propuso en sus Frioleras eruditas y curiosas (1801) que, para endulzar el aprendizaje de las primeras letras se pusiera a los niños «en un cuarto a oscuras y presentarles en la pared un lienzo o papel con las letras o sílabas iluminadas, lo que se consigue poniendo una luz detrás del papel dado en aceite».
No creo ser el único, querido lector, que en su adolescencia huroneaba por los diccionarios buscando las acepciones escabrosas de determinadas palabras. La verdad es que acababa revisando medio diccionario sin aclararme mucho. Pero hoy, si un niño de 10 años busca algo semejante por Internet, el alud de imágenes que le cae encima lo dejará sepultado por la sobreinformación más explícita. Por supuesto, de cualquier tecnología se puede hacer un uso perverso. El cuchillo de cortar jamón puede convertirse en arma blanca y con la Iliada le puedes partir la cara a alguien si le das un buen revés.
Mi habituación a la pantalla no ha disminuido mi pasión por el libro de papel. Ahora, gracias a Internet, estoy comprando más libros que nunca. Tampoco tecleo desde el reclinatorio, porque niego, rotundamente, que el conocimiento esté en internet. En internet lo que hay es un batiburrillo de informaciones polícromas en las que la verdad se mezcla con la mentira y el prejuicio, el rigor con la ocurrencia, la alabanza con el insulto, la ciencia con la pseudociencia, etc. Lo que tiene valor hoy no es la información en sí misma, sino la capacidad para convertirla en conocimiento. Para ello se necesitan, al menos, dos cosas: atención y conocimientos. La capacidad atencional se ha convertido en el nuevo cociente intelectual y los conocimientos no viven en las pantallas. Su ecosistema vital es nuestra memoria a largo término. Para llevarlos hasta allí, es preciso subjetivar, haciéndola nuestra, la cultura objetiva, todo esa riquísima herencia que los grandes hombres del pasado han puesto a nuestra disposición. La cultura objetiva está ahí, a nuestro alcance, pero no vive ni en Internet, ni en las bibliotecas, ni en las aulas, ni en los museos, ni en los teatros… solo cobra vida cuando me la apropio y la hago, de manera siempre parcial y fragmentaria, mía.
Aunque me gusta lo nuevo, procuro no caer en la novolatría, ni olvidar que las miradas que de verdad te detienen son las que te encuentras inesperadamente en la calle. Las pantallas están llenas de «bites», mientras que en las calles se pasea lo inesperado.
La concreción misma de lo concreto, de lo singular e irrepetible, de eso que los escolásticos llamaban «haecceitas» (hay que volver a ellos para oxigenar nuestras mentes modernas) es siempre lo transeúnte. La tecnología que de verdad me da miedo es la ideología que se hace pasar por verdad incuestionable. Pienso en la manera como se están diseñando los nuevos currículos escolares. Se supone que las competencias necesarias para el futuro de nuestros alumnos ya están dadas en la «Agenda 2030» y en ellas se estabulan los conocimientos que se adaptan a los moldes competenciales preestablecidos. Algunos, por lo visto, han viajado al futuro y, a pesar de que no han sido capaces de ver llegar ni la Covid ni sus consecuencias, están convencidos de que saben todo lo que hay que saber sobre nuestras necesidades futuras, pero son incapaces de entender la preminencia de la teoría en el hombre libre. Y lo más curioso es que si les dices que no acabas de entender por qué la historia del arte ha de promover un arte comprometido con los logros del desarrollo sostenible, te responden que estás a favor de la desaparición de la vida en la Tierra y del maltrato a las mujeres. Lo experimenté recientemente.