THE OBJECTIVE
José Carlos Llop

Sáhara, je me souviens

«Con el Sáhara siempre fue distinto: el recuerdo es que los saharauis eran amigos y nosotros de ellos»

Opinión
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Sáhara, je me souviens

Villa Cisneros (Sáhara Occidental), en la época en que era colonia española.

Me acuerdo de los nombres –Río Muni, Santa Isabel, Bata, Villa Cisneros, Río de Oro…– cuando en España estudiábamos geografía con el atlas de Salinas y todavía quedaban algunas colonias africanas: de Guinea al Sáhara (después le quitaron el acento al desierto y de esdrújulo pasó a llano). Hubo una guerra en sordina y ahí se perdió Ifni, como se pierde todo lo que no se cuida y más se iba a perder, pero cuando el régimen reabrió Las Cortes bajo el paraguas de la democracia orgánica –algunos nos preguntábamos cómo sería la inorgánica–, lo que hoy es el Parlamento español adquirió un colorido entre la Roma mussoliniana pasada por Fellini y una pintura orientalista. Guerreras blancas y negras, camisas azul-mahón, sotanas de ribetes encarnados, sombreros de teja, condecoraciones, guerreras militares, gorras de plato y amplias vestimentas blancas como de bereber a bordo de un dromedario. Solo faltaba la arena ahí donde trabajan los acelerados taquígrafos. Se le echaba humor y tal vez sea la mirada de la infancia, pero recuerdo que la visión de conjunto era tan solemne como espectacular

Al poco pasarían dos cosas que son una: se perdería la Guinea Española –donde situé uno de mis primeros relatos publicados, titulado «Pasaporte diplomático»– y se independizaría Guinea Ecuatorial, donde tomaría el mando un funcionario de la tribu de los fang –enemigos de los bubis– formado en la Administración colonial. Algo que sirvió de poco porque desde la independencia estuvo, si no de uñas, por lo menos esquinado y torvo respecto a la antigua metrópoli. Como su sucesor, formado en la Academia militar de Zaragoza –que lo mandó a la tumba y era su sobrino.

Con el Sáhara siempre fue distinto: el recuerdo es que los saharauis eran amigos y nosotros, de ellos. Las figuras de amplios caftanes blancos y turbante azul, con medallas en el pecho y la fusta para el camello en la mano, se diría que ennoblecían estéticamente las Cortes. Tenían tanto el paso como los movimientos de manos y de brazos muy parsimoniosos y armónicos. Callaban. No estaban incómodos ahí donde estaban y era fácil pensar que en un café de Villa Cisneros o en una jaima en el desierto se sentarían y moverían igual que lo hacían en la Carrera de San Jerónimo, aunque quizá hablarían un poco más. (Otro detalle orientalista del régimen fueron los integrantes de la guardia mora de Franco, con sus capas de dos colores y su casco con punta rodeado por el turbante. Pero estos, además de poner cara adusta y de pocos amigos, se quedaban en la calle y parecían salidos de una escenografía de Samuel Bronston, que entonces se inventaba en España el Pekín de los Boxers y las legaciones occidentales, o un Cid Campeador hecho a la medida de Charlton Heston). 

Cuando Marruecos organizó la Marcha Verde sobre el Sáhara se dijo que Franco –ingresado en la clínica por una tromboflebitis– había firmado, al enterarse, la declaración de guerra contra el reino alauí. Una declaración que se perdió por los pasillos del hospital y esto es una metáfora. Todo eso se dijo y parece que el gobernador general del Sáhara, el general Gómez de Salazar, estaba dispuesto a quedarse y defender la plaza hasta donde hiciera falta. Eso se dijo también. En aquellos días me hice un corte en la mano con una navaja barbera y como con métodos clásicos la hemorragia no cesaba, su hijo Federico –aquel año fuimos compañeros de residencia estudiantil–, me curó la herida con unos polvos amarillentos de piel de serpiente del desierto saharahuí, conservados en un tubito de vidrio: la sangre cesó instantáneamente. Aún tengo la marca de la navaja en el dedo y el buen recuerdo –je me souviens– de haber sido curado con un fragmento del Sáhara. 

El resto es historia y no recuerdos, pero se hace raro pensar que el último lazo que nos unía a aquel Sáhara lo ha deshecho estos días el presidente de Gobierno, nacido en 1972. Las pancartas en defensa del Polisario y compañía en el hemiciclo poco tenían que ver con la presencia de aquellos procuradores en Cortes por el tercio que fuera: familiar, colonial o vaya usted a saber. Pero la mayoría de españoles –empezando por el presidente y continuando por la mayor parte de diputados, con pancarta o sin– ya no tiene ninguna memoria real ni de lo que cuento ni de otras muchas cosas. Son escenas que se han perdido también por el pasillo de otro hospital donde llevamos internados desde el año 2008 –el estallido de la crisis económica– y del que no parece que vayamos a salir algún día. Y esto no es más que otra metáfora.

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