THE OBJECTIVE
Enrique García-Máiquez

Las dos espadas

«La Iglesia se ocupa del bien moral, principalmente de sus fieles; y el Estado del bien común, en principio, de sus ciudadanos»

Opinión
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Las dos espadas

La presidenta de la Cámara de Representantes de EEUU, Nancy Pelosi. | Europa Press

El arzobispo de San Francisco, Salvatore Cordileone, ha prohibido la comunión a Nancy Pelosi, católica presumiente, por defender a muerte el aborto. No debería extrañar ni escandalizar a nadie. 

Hay dos fuentes de poder y autoridad, que Dante llamaba las dos espadas, y que tienen códigos distintos y aplican derechos propios. La Iglesia se ocupa del bien moral, principalmente de sus fieles; y el Estado del bien común, en principio, de sus ciudadanos. Este doble orden es, a la larga, una garantía de libertad. Tanto que la división de poderes del barón de Montesquieu es un remedo laico, una vez que la Ilustración ensombreció el brillo de la espada romana. Menos es nada y yo estoy por la división de poderes, qué remedio. La necesitamos para que limite las arbitrariedades de los autócratas aparentemente democráticos. Pero la fuerza teórica, práctica y estética de la doctrina medieval de las dos espadas era superior; y se ha perdido casi por completo.

Si el arzobispo Cordileone blande su espada aún, hay que agradecérselo. Pelosi, una política católica, por muy autoridad del Imperio que sea, no puede defender cosas tan contrarias a la fe y al mismo orden natural como el aborto sin que los pastores —que han de velar por el bien de su alma y del resto del rebaño— digan ni mu.

Medida sacramental aparte, ni la vida ni la libertad (al menos las temporales) de Nancy Pelosi corren peligro. Quienes protestan contra la iniciativa del arzobispo no aceptan un presupuesto básico de las sociedades complejas. Los distintos órdenes se superponen. Una misma persona puede incurrir en ilícitos para un ordenamiento que no lo son para el otro y viceversa. Yo, perfectamente, puedo cometer un delito según la ley civil que no lo sea según la ley religiosa o que incluso resulte una acción virtuosa o, todavía más, un acto obligado. Pensemos en el médico que se niega a practicar el aborto que la ley de Irene Montero le impone. O con un poco menos de dramatismo: en el profesor que se escaquea de adoctrinar a un alumno como le pide una programación oficial.

Sostener que siempre es ilícito lo que la ley estatal prohíba y que sólo está permitido aquello a lo que la ley obligue es un atajo directo al totalitarismo. Una sola espada, una sola ley, un solo pueblo unánime… Qué relativismo más raro y monocromático preconizan los postmodernos. Resulta mucho más seguro que convivan diversos órdenes jurídicos y sistemas morales que puedan apoyarse mutuamente y contradecirse con ímpetu y compensarse siempre. En los resquicios, arraiga la objeción de conciencia y, por tanto, la libertad personal. No tengo nada en contra de que haya una ley musulmana para la que yo resultaré un blasfemo, probablemente, y con toda seguridad un impuro comedor de cerdo ibérico y bebedor incontinente de vino de jerez. Si se queda en eso, lo celebro. Chin, chin. Del mismo modo, debería tomárselo quien está a favor de la eugenesia y la eutanasia, y se encuentra con que la Iglesia Católica (y los musulmanes, y los judíos, también) le recriminan. ¡Pues claro!

Desde luego, yo ya me sé ampliamente excomulgado por el credo progresista y me parece lógico. Siempre admiré e imité la actitud de don Leandro Fernández de Moratín cuando replicó a uno: «Tu crítica majadera/de los dramas que escribí,/ Pedancio, poco me altera;/ mas pesadumbre tuviera/ si te gustaran a ti». Ése es el espíritu del que está convencido de lo que hace.

Además de las dos espadas esenciales, hay un montón de órdenes menores con sus propios juicios sumarísimos y sus excomuniones: el estético, el social, el deportivo, etc. Exigir la impunidad absoluta o incluso el aplauso ferviente en todos y en cada uno de ellos a cualquier cosa que hagamos desarticula la sociedad y la hace monolítica, aburrida, victimista, hipócrita y peligrosa. Pensemos en las normas sociales de una determinada comarca o clase social. Algo que ni es pecado ni delito penal ni falta administrativa puede ser considerado un tremendo gaffe. Pues ea, muy bien, vale. Cuantas más reglamentaciones se crucen, se solapen, se contrarresten y se equilibren, más libre estará una sociedad de la obsesión y la monomanía.

Pretender que la Iglesia Católica acomode su credo, sus mandamientos y su doctrina al mundo contemporáneo y a la escala de valores que ahora mismo cotiza en el mercado (mañana lo hará otra) conlleva anular al menos dos mil años de historia y filosofía (sin contar el Antiguo Testamento). Una pérdida incalculable y, además, innecesaria. Si la Iglesia condena una actividad que el derecho positivo estatal permite o incluso propicia o hasta impone hemos de celebrar que las dos espadas, la clásica división de poderes, siga velando por el contraste, por la ironía, por la libertad y por la maravillosa complejidad —como de vidriera gótica— del alma occidental.

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