THE OBJECTIVE
Javier Benegas

Sobrevivir a la era del resentimiento

«La política ya no consiste en el noble arte de llegar a acuerdos que faciliten la vida a las personas, sino en escrutar la sociedad sin piedad para corregirla»

Opinión
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Sobrevivir a la era del resentimiento

Manifestación por el Día Internacional de la Mujer, 8-M.

Ya no son sólo los conservadores, también numerosos progresistas se muestran alarmados ante la penetración de la cultura ‘woke’ y su derivada, la «cultura de la cancelación», en los colegios, universidades y entornos culturales de todo tipo, ya sea la música, el cine, las plataformas digitales o incluso los museos. Hasta el mundo científico estaría siendo contaminado por un movimiento cuya naturaleza no es racional sino esencialmente emocional. 

Como sucede con la mayoría de fenómenos sociales actuales, la cultura ‘woke’ proviene de los Estados Unidos, pero estas tendencias que cristalizan ahora tienen un largo recorrido y su origen tiene bastante que ver con la vieja Europa. Ya advertía Milan Kundera en La inmortalidad (1989) que, aunque Europa tiene fama de ser una civilización basada en la razón, también es la civilización del sentimiento porque creó un tipo de hombre sentimental al que el escritor checo denominó homo sentimentalis. Kundera delimita su aparición a lo largo del siglo XII con los trovadores. Y argumenta que sus canciones eran tan apasionadas que quienes las escuchaban quedaban subyugados no por la dama que las inspiraba sino por la propia pasión del trovador.

En realidad, Kundera apunta más al sentimentalismo, a esa tendencia a ser extremadamente indulgentes con la bondad de las emociones, que al sentimiento auténtico. Porque, en su opinión, esta indulgencia emocional convierte el sentimiento en una mera sensación carente de razones o motivos. El sentimiento deja así de ser aquello que inspira nuestros actos para convertirse en un objeto de consumo, un fin en sí mismo.

Mal que nos pese, lo cierto es que el sentimiento, y no el sentimentalismo, está en el origen de todo, incluida esa Europa sobre la que Kundera reflexiona. Como escribe Richard M. Weaver en Las ideas tienen consecuencias (1948), cuando se afirma que la filosofía nace del asombro, lo que se pretende señalar es que el sentimiento antecede a la razón. Y que únicamente razonamos sobre cualquier cuestión si previamente hemos sido llevados a su esfera por un interés afectivo. Por lo tanto, el factor más importante en la vida cultural de los hombres es su postura ante el mundo. 

«A lo largo del siglo XX, impulsos bienintencionados derivaron en desastres humanitarios porque quienes los articularon optaron por despreciar la realidad»

Pero el sentimiento también tiene riesgos. Weaver advierte que nada bueno puede provenir de un impulso equivocado. Cuando esto sucede, la razón sólo contribuye a incrementar su capacidad de hacer el mal. Pero si es correcto, entonces la razón se encarga de organizar y fomentar el bien. Weaver añade además algo fundamental que muchos parecen haber olvidado, que no se pueden elaborar propuestas sociales o políticas si previamente se es incapaz de reconocer algún aspecto del mundo real.

Respecto al daño que pueden llagar a causar los sentimientos equivocados, una vez se convierten en monstruos de la razón, probablemente vendrán a nuestra memoria los acontecimientos más terribles del pasado siglo XX. Y también cómo, a lo largo de ese siglo, impulsos bienintencionados derivaron en desastres humanitarios porque quienes los articularon optaron por despreciar la realidad.

Es evidente que el siglo XX llevó el sentimiento a su máxima expresión. Y aunque el balance final de ese siglo fue positivo y los sentimientos correctos parecieron prevalecer, pues nunca antes la humanidad había progresado tanto en tan poco tiempo, quedó marcado para siempre como el «terrible siglo XX» y el sentimiento, a su vez, fue estigmatizado. Esto explicaría por qué el sentimiento ha perdido su carácter privado para convertirse en un asunto de interés público. El sentimiento debe ser vigilado desde el poder porque las emociones que se derivan de él, es decir, nuestro estado emocional, determina lo que sucede en la sociedad.

Así, se ha pretendido anteponer la razón a cualquier sentimiento mediante la aplicación mecánica de lo que se ha dado en llamar política basada en la evidencia (evidence based policy). Una definición utilizada en el campo de las políticas públicas para identificar las decisiones que se toman a partir de evidencias obtenidas de manera rigurosa y objetiva. Pero la pretensión de eliminar el sentimiento para que el mundo sea gobernado solo por la razón choca frontalmente con la realidad de que, en todos los hombres, ilustrados o no, el sentimiento siempre antecede a la razón. Incluso las personas más sabias y desapasionadas están condicionadas por una determinada postura frente al mundo, un ideal que tiende a distorsionar la realidad. Y quienes se dedican a planificar las políticas públicas recurren a menudo al sesgo de los resultados nulos; esto es, a la ocultación de las evidencias que contradicen sus políticas. Lo que al final conduce precisamente a lo que se pretendía evitar, que seamos gobernados o bien por ideas equivocadas, o bien por políticas que, aun con las mejores intenciones, desprecian la realidad.

Con todo, lo peor es que, cuando los ingenieros sociales fracasan, acaban recurriendo al pánico moral. Contraargumentan que no es que sus políticas estén erradas, sino que quienes se oponen a ellas lo hacen porque están dominados por sentimientos equivocados. Así, las ideas que dominan el presente, como la justicia social, la lucha contra las desigualdades o la redistribución de la riqueza, en realidad no atienden ni al sentimiento ni tampoco a la razón, sino al agravio. La política ya no consistiría en el noble arte de llegar a acuerdos que faciliten la vida a las personas, para que cada cual encuentre su lugar en el mundo, sino en escrutar la sociedad sin piedad para corregirla con mano de hierro.

Es la Europa sentimental de la que Kundera nos habla la que habría proyectado la idea de que la política no debe tener límites y que, por ejemplo, los estados modernos necesitan capturar el 50% de la riqueza para asegurar la paz social. Por supuesto, cuestionar esta ley de hierro solo puede obedecer a malos sentimientos, como el egoísmo, la insolidaridad o la falta de empatía. Esto poco a poco ha ido calando en la sociedad estadounidense para desde ahí volver a Europa como un bumerán, en formas todavía más irracionales.  

Así, en Occidente en general hemos acabado asumiendo que es injusto que alguien sea mucho más rico que la media, aunque lo haya logrado por méritos propios. Pero si, además, descubrimos que este enriquecimiento es producto del azar, cosa que sucede mucho más a menudo de lo que se piensa, entonces la injusticia se vuelve intolerable. A este respecto, resulta reveladora la amarga queja del ganador de un concurso televisivo al ver que la Agencia Tributaria le quitaba una gran parte de su premio. Argumentaba este concursante, que se tenía a sí mismo por progresista, que la retención practicada era excesiva y que debería tributar igual que los premios de la Lotería. En su opinión, no debía ser penalizado tan severamente porque su premio no era el resultado de una visión del mundo que, en la actualidad, es percibida como insolidaria y que, por supuesto, él no compartía. Su éxito era producto del azar.

¿Pero qué otra cosa sino el azar define en qué continente nacemos, el nivel de desarrollo del país en que lo hacemos, cuán ricos o pobres son nuestros padres, nuestro sexo, nuestro color de piel, nuestra belleza, nuestra inteligencia, nuestra propensión a sufrir o no determinadas enfermedades y dolencias…? Todo es producto del azar. Podemos tratar de establecer una red de seguridad para no dejar a nadie atrás, desde luego, pero de ahí a entender la política como una varita mágica con la que hacer tabla rasa y borrar toda injusticia, todo agravio, real o percibido, media un abismo. Al pretenderlo, no es solo que, lejos de eliminar las diferencias, las volvamos indelebles, es que incentivaremos la aparición de identidades, agravios y demandas que tenderán al infinito…. y al absurdo. La cultura ‘woke’ no es más que la culminación de este proceso.

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