THE OBJECTIVE
Andreu Jaume

Piopío de las Nubes

«El caso de la segunda vida de Imelda Marcos ilustra hasta qué punto la brutalidad del siglo XX puede revivir en nuestra época»

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Piopío de las Nubes

Imelda Marcos. | Rouelle Umali (Europa Press)

El pasado mes de mayo, Ferdinand Marcos júnior, conocido en su país como Bongbong, ganó las elecciones presidenciales de Filipinas tras muchos años de errática pero obstinada carrera política. En Filmin puede verse un excelente documental, Poder en la sombra (2019), de Lauren Greenfield, que cuenta la minuciosa y perversa labor de zapa que su anciana madre, Imelda, ha llevado a cabo en las últimas décadas para restituir el nombre de su familia y aupar a su niño hasta la más alta magistratura. La que fue durante nuestra infancia protagonista de uno de los más sonados escándalos internacionales de corrupción y despotismo, obligada a huir con el dictador de su marido en 1986 tras 20 años en el poder caracterizados por el saqueo, el abuso y la represión, es hoy una angelical madre de la patria que ha conseguido reescribir la historia de su linaje y resucitar a su marido en la figura de su hijo Bongbong, cuya catadura moral está a la altura de su simiesco sobrenombre. Esta Agripina moderna ha logrado zafarse de todas las causas abiertas contra ella y ha vuelto a ganarse el favor del pueblo. Una amplia mayoría del electorado más joven considera hoy que el siniestro periodo en que los Marcos gobernaron las islas fue algo así como una edad dorada a la que hay que regresar.

«El candidato ha seducido a una nueva generación de votantes que ya no lee ni discute ni contrasta información, sino que se deja llevar por el espectáculo»

El éxito de Bongbong es fruto de una campaña electoral posmoderna en la que el candidato ha esquivado la confrontación con el adversario –los debates y las entrevistas incómodas–, para centrarse exclusivamente en las redes sociales, donde ha campado a sus anchas y gracias a las cuales ha seducido a una nueva generación de votantes que ya no lee ni discute ni contrasta información sino que se deja llevar por el espectáculo. El fenómeno en sí no es nuevo y en todo el mundo ya hemos sufrido varios ejemplos de populismo virtual, pero el caso de la segunda vida de Imelda Marcos ilustra hasta qué punto la brutalidad del siglo XX puede revivir en nuestra época merced a una amnesia y a una analfabetización cada vez más extendidas. No hace mucho, en Tik Tok –da vergüenza tener que escribir el oligofrénico nombre de semejante engendro– aparecieron unos niños escarneciendo a las víctimas de la Shoah. En España hemos visto cómo aquel chico que sacó la mejor nota de selectividad en la Comunidad de Madrid ha sido masacrado en las redes por haber anunciado que quería estudiar Filología Clásica. En Francia, la escritora Sylvie German ha recibido amenazas de muerte porque un fragmento de uno de sus libros, incluido en la prueba de francés del bachillerato, resulta «muy difícil», según denunciaba Xavier Pericay en esta misma sección.

Hace poco una encuesta reflejaba que en nuestro país un 80 por ciento de los jóvenes ya no lee periódicos y tan sólo se informa a través de las redes sociales. Muchos de ellos aducían que el léxico de la prensa les parecía demasiado complicado. Así las cosas, es posible que Bongbong sea nuestro futuro. Como observó Hannah Arendt (dicho sea en memoria del inolvidable Richard J. Bernstein, pace tua dixerim, Arcadi Espada), Peitho, la divinidad de la persuasión, tenía un templo en el ágora porque los atenienses se enorgullecían de que ellos, a diferencia de los bárbaros, dirimían sus asuntos mediante el discurso y sin coacción. El verbo peithein –ese persuadir que se combinaba con otro verbo maravilloso y único, agoreuein, hablar en público, parlamentar– constituía por ello la esencia de la democracia.

Pero Atenas terminó por sucumbir. El pleito entre Sócrates y la ciudad obligó incluso a Platón a descreer de la persuasión. Y entonces apareció Aristófanes para registrar el momento cómico de la democracia, que vuelve a ser el nuestro. En Las aves, una obra que debería representarse cada año en todas las capitales de Occidente, Aristófanes presentó a Evélpides y Pistetero, dos atenienses que abandonan hartos la ciudad y solicitan la ayuda de Tereo, un mortal metamorfoseado en abubilla –épops en griego, el mismo puput que veo estos días en Mallorca– como castigo por haber violado a Filomena. El caso es que los dos atenienses quieren que la abubilla interceda por ellos ante sus colegas para que todos los pájaros escuchen su proyecto de fundar en el aire una nueva ciudad a la que denominarán Nefelokokkugía, algo así como Píopío de las Nubes. La operación tiene como objeto impedir que el humo de las ofrendas humanas llegue hasta los dioses, debido a lo cual los celestiales, aquejados de inanición, no tendrán más remedio que capitular y entregar el poder a las aves, que pasarán a ser las nuevas deidades. Como ha visto mejor que nadie Felipe Martínez Marzoa, el proyecto de habitar el aire –el tránsito de la pólis al pólos, al movimiento– supone destruir tò metaxú, el espacio que media entre hombres y dioses y que hace posible que el cielo sea cielo y la tierra sea tierra. Al final todo termina en una disputa entre hombres, dioses y parásitos por la posesión de Soberanía, una bella joven que Pistetero acabará trayéndose de los cielos para desposarse con ella. En medio del caos, aparece incluso un dios idiota, Tríbalo, que habla una lengua absurda que no entienden ni los dioses. No hay ningún comediógrafo moderno que supere esas escenas. Todo es perfectamente extrapolable a nuestro tiempo. Ya dijo Flaubert que más que un Homero, la modernidad necesitaría un Aristófanes, como por otra parte demostró él mismo en Bouvard y Pécuchet, la gran comedia sobre el fracaso del conocimiento.

«Basta repasar el reciente y deplorable Debate sobre el estado de la Nación para constatar la degradación del parlamentarismo»

La democracia sucumbió en Atenas porque no fue capaz de cumplir su sueño de superar los vínculos de sangre y fundar el vacío común que la sociedad civil logrará conquistar en la modernidad. Pero esa conquista se produjo gracias a una serie de  límites, a una distancia establecida por un conjunto de nómoi, de leyes que hicieron posible el intercambio dentro de la propia comunidad y que constituían un trasunto secular del metaxú, del espacio intermedio entre hombres y dioses. La representación parlamentaria, la separación de poderes, el sufragio universal, la educación pública, la isonomía o la libertad de prensa eran algunos de los miembros de la bella y joven Soberanía que bajó de los cielos para desposarse con la ciudadanía libre. De un tiempo a esta parte, sin embargo, estamos viendo cómo la democracia moderna asiste a la creación de su propia pérdida y se afana en construir una ciudad en el aire, amurallando las nubes para que no haya ya ninguna distancia entre el poder y sus representados, que poco a poco se parecen cada vez más a los antiguos súbditos. En España, sin ir más lejos, basta repasar el reciente y deplorable Debate sobre el estado de la Nación para constatar la degradación del parlamentarismo. O leerse la abyecta Ley de Memoria Democrática para comprobar hasta qué punto la relación oficial con la propia historia está manipulada y puesta al servicio de la propaganda. Gracias a esa ley, los muertos, todos los muertos, están otra vez en peligro. Estamos, en pocas palabras, erigiendo nuestra propia y nueva Piopío de las Nubes, a la espera de nuestro Tríbalo y nuestro Bongbong. 

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