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Esperanza Aguirre

¡Viva Chile!

«Los chilenos han dado un magnífico ejemplo de conciencia política y han dejado al podemismo en una situación crítica, por no decir agónica»

Opinión
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¡Viva Chile!

Manifestantes a favor del 'no' a la Constitución de Chile. | Reuters

El pasado domingo los chilenos fueron llamados a las urnas para refrendar el texto de una nueva Constitución para su Patria que habían elaborado los miembros de una Convención que, en mayo de 2021, se había constituido ad hoc para redactarla.

Con una participación extraordinaria, el 86% del censo, 7,9 millones de chilenos (el 61,9%) rechazaron ese texto frente a 4,9 millones (el 38,1%) que expresaron su aprobación.

Este resultado certifica el fracaso absoluto de esa Convención Constituyente. Pero no sólo de ella, sino también del presidente de la República, Gabriel Boric, elegido en noviembre del año pasado, y de su gobierno, que se habían volcado en el apoyo al texto que ahora los chilenos han repudiado de manera radical.

Con su voto los chilenos han creado una situación política verdaderamente insólita, ante la que lo primero que hay que preguntarse es cómo se ha llegado a ella para después sacar consecuencias, que, desde España, pueden ser más interesantes de lo que a primera vista pueda parecer.

Todo empezó en octubre de 2019, cuando, frente a una subida de las tarifas del transporte público, comienzan una serie de protestas, cada vez más violentas, en las que se llegan a incendiar estaciones del metro de Santiago y múltiples establecimientos comerciales, lo que ocasiona la muerte de 15 personas en esos incendios provocados por los incontrolados. O relativamente incontrolados, porque, desde el primer momento, estos disturbios contaron con el apoyo y el aliento de los grupos y partidos chilenos de la misma familia que el Podemos español.

La extensión de estos disturbios colocó al presidente Sebastián Piñera ante lo que él consideró una disyuntiva crucial: o bien incrementar el uso de la fuerza contra los insurgentes o bien ofrecerles una salida institucional. Y tomó esta segunda opción. Para lo que ofreció la posibilidad de un cambio constitucional, reivindicación de cierta izquierda, que machaconamente pregonaba que la Constitución vigente, la de 1980, había sido elaborada durante la dictadura de Pinochet, sin tener en cuenta que había sido reformada múltiples veces, incluso bajo presidentes socialistas como Lagos y Bachelet.

Para llegar a una nueva Constitución, en noviembre de 2019, se convocó un referéndum, que tenía que celebrarse en abril de 2020, para preguntar a los chilenos si querían un nuevo texto constitucional y quién debía redactarlo. Esa convocatoria la hizo Piñera con el apoyo de la mayoría de los partidos políticos.

El referéndum no pudo celebrarse en abril por culpa de la pandemia y tuvo lugar en octubre de ese año. Participó el 50,9% del censo: un 78,2% aprobó la idea de redactar una nueva Constitución, y un 79% se inclinó por crear esa Convención ad hoc para ocuparse de la redacción.

Para elegir a los 155 miembros de esa Convención se convocaron elecciones, que también tuvieron que retrasarse, de nuevo por la pandemia, hasta tener lugar en mayo de 2021, con mucha población en cuarentena. La participación fue muy escasa, apenas el 41% del censo. Una derecha desmovilizada y una izquierda eufórica, junto a la existencia de una norma que reservaba 17 puestos a representantes de los pueblos indígenas (que fueron copados por izquierdistas), hizo que la composición de esa Convención no fuera verdaderamente representativa de la sociedad chilena, como ahora se ha visto claramente, hasta el punto de que los representantes del centro y la derecha no llegaban al tercio de convencionales, necesario para poder ejercer algún tipo de veto a las pretensiones de la izquierda.

Porque la izquierda, con Boric y su gente a la cabeza, creyó que su mayoría en esa Convención les permitía redactar una Constitución en la que plasmar todos los dogmas de su ideología postcomunista: un indigenismo mal entendido con la consagración de la plurinacionalidad de los pueblos indígenas, un ecologismo radical que algunos han llamado «extremismo ecológico», un estatismo socioeconómico absoluto y una consagración de las llamadas teorías de género.

Así, redactado por unos políticos, que en España podrían tener sus semejantes en los sanchistas-podemitas, se llegó al texto que el domingo pasado se propuso a los chilenos. Y que han rechazado por goleada.

Hay que saber que Chile ha sido una excepción de estabilidad en toda la América Hispana. Y quizás una de las causas de esa estabilidad estribe en la larga duración de sus textos constitucionales: desde la de 1833 sólo ha habido otras dos, la de 1925 y la discutida ahora de 1980. Y en todas ellas se consagraba Chile como una Nación de ciudadanos libres e iguales, principio fundamental que, ahora, con eso de la plurinacionalidad y del género, se iba a romper. Pero no ha sido así por la reacción de los chilenos que han dado un magnífico ejemplo de conciencia política y que han dejado al podemismo en una situación crítica, por no decir agónica.

Desde España podemos sacar algunas conclusiones de urgencia. La primera es la de felicitarnos por la grandeza de espíritu de los que tuvieron la responsabilidad de redactar nuestra Constitución de 1978. Que no se olvide que fue aprobada con el 92% de los votos. Y es que una Constitución no puede ser nunca la de una mitad de la población contra la otra mitad. Por eso un texto constitucional, como ocurre en el caso español, no gusta al cien por cien a nadie para poder gustar a todos.

La segunda conclusión rápida que hay que sacar de lo que acaba de pasar en Chile es que hay que vigilar la hipertrofia de la representación de las posiciones de la izquierda postcomunista, por más que cuenten con el apoyo de la mayoría de los medios de comunicación y de los centros de producción ideológica en España.

La última conclusión, pero no desdeñable, es la de estar atentos a las maniobras de esa izquierda española, que ha descubierto ahora que, si propone de forma radical y explícita sus concepciones políticas, económicas, culturales y sociales, lo más seguro es que sean rechazadas de plano por los españoles. Pero si lo va haciendo poco a poco y, sobre todo, si cuenta con un Poder Judicial adicto y un Tribunal Constitucional manchado con el polvo del camino, en algunos años pueden cambiar no sólo el espíritu de nuestra Constitución (roto desde el Pacto del Tinell en 2003 por Zapatero), sino también la letra. Y así llegar a la III República usufructuada por el Frente Popular del PSOE, Podemos, ERC y Bildu, con Sánchez de presidente.

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