THE OBJECTIVE
Jorge San Miguel

Estados de excepción

«Existe en España una industria concertada del entretenimiento político, cuya misión aparente es promover estados alternativos de pánico o sedación social»

Opinión
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Estados de excepción

La ministra de Igualdad, Irene Montero. | Europa Press

Cuando éramos jóvenes e ingenuos y aún discutíamos en Facebook, tuve un intercambio con un economista del PSOE en torno a la efectividad de la Ley Integral de Violencia de Género, que por entonces ya llevaría cuatro o cinco años en vigor. Al final resultó ser más del PSOE que economista -esto pasa mucho- y no nos pusimos de acuerdo. Es cierto que, aunque los números no permitían suponer que la ley hubiera traído un gran cambio a mejor, cuatro o cinco años podrían no haber sido suficientes para formarse un juicio. Pero si hoy, década y pico después, los mira uno de nuevo, sigue sin aparecer una pauta inequívoca. Desde luego, no una a la altura de la dimensión que supuestamente tiene el asunto en la vida política española. Un malpensado podría sospechar que importan no tanto los resultados de la legislación o de unas políticas concretas, sino los efectos sobre el juego político de la mera evocación del problema. Policy vs politics, en jerigonza politóloga.

He recordado esta discusión a cuenta del temita de la semana, ya saben ustedes, lo del colegio mayor. Que el comportamiento de los venados colegiales justifica con creces la existencia -y, claro, el presupuesto- de un Ministerio de Igualdad ha sido una de las líneas de guión más repetidas. Es imposible no sospechar que hay una coordinación mañanera por vía argumentario o telegram entre nuestros traficantes de narrativas, pero la realidad seguramente es más prosaica; no se necesita ningún demonio de Maxwell porque se mueven como bandadas de estorninos o cardúmenes de besugos. Pero a lo que íbamos: el Ministerio está en funcionamiento desde 2008 (¡el 14 de abril!). Son catorce años y medio, un tiempo que, aunque modesto respecto a la longue durée histórica o las eras geológicas, quizás sí da para evaluar algún resultado. Si tan mal está la cosa, si este tipo de comportamientos representan ese enorme fracaso colectivo al que aluden nuestros juglares gubernamentales, igual estamos a tiempo de analizar qué ha hecho, o qué no ha hecho, el Ministerio en cuestión en estos casi tres lustros.

Parecido sucede, se diría, con la pobreza infantil. La semana pasada Sánchez volvió a exhibir el número de criaturas en riesgo de pobreza en nuestro país para afearle a la oposición el racaneo fiscal. Los niños pobres tienen la costumbre de aparecer o desaparecer según interese, y se ve que el presidente del Gobierno solo pasaba por ahí. Pero la apuesta por la lucha contra la pobreza infantil fue uno de los asuntos de los que Pedro Sánchez quiso hacer bandera cuando llegó al poder, al punto de crear un «Alto Comisionado». Cuatro años después resulta que aquí tampoco se discierne más patrón en los porcentajes que, quizás, el ciclo económico. Y el presidente blande como espantajo contra la oposición -¡en una sesión de control!- un problema que se comprometió a resolver, a sabiendas de que todo da igual y nadie le va a pedir cuentas de nada.

«Se reproducen los organismos cuya función parece ser gestionar alarmas públicas en beneficio de agendas concretas»

Hay más ejemplos, desde la corrupción y la separación de poderes a la atención a la salud mental, pero es ocioso seguir. Como ocioso es señalar que se reproducen los organismos cuya función real parece ser no solucionar el problema de partida, sino perpetuarlo; o, al menos, gestionar alarmas públicas en beneficio de agendas concretas. Más o menos igual que los procesos por brujería no pretendían tanto acabar con las brujas cuanto producirlas mediante la extracción de confesiones.

Existe de hecho en España una industria concertada del entretenimiento político, cuya misión aparente es promover estados alternativos de pánico -«estados de excepción comunicativos», como los ha llamado Josu de Miguel- o sedación social sin relación apenas con los riesgos reales para la población. En vano buscará el ciudadano-consumidor alertas tempranas sobre la inflación, la crisis energética o la primera ola de covid; pero todas las semanas hay ciclos paranoicos de relato y comentario en torno a pinchazos en discotecas -ni un indicio de «sumisión química» entre 200 denuncias analizadas-, berreas estudiantiles o fantasmales enésimas olas del virus, que hacen imprescindible mantener la mascarilla donde y cuando ningún país europeo lo exige ya.

Parte fundamental han sido no solo las televisiones privadas y el aún principal conglomerado progresista del país, sino el ecosistema de digitales nacido del zapaterismo y la implosión del primer Público, que llevan diez años fungiendo como voceros y servicios de prensa in pectore, mucho antes de que existiera, de la coalición informal que hoy manda en España. Coalición que cuenta además con la simpatía del estrato sociológico al que pertenece buena parte del periodismo de tropa en todos los medios, sea cual sea su línea editorial: universitarios precarizados. Pero nada sería posible sin la absoluta desconexión -deliberada, vocacional en muchos casos- que la derecha política y mediática mainstream tiene con la realidad del país, que la condena a percibirlo y relacionarse con ella sólo a través de los ojos y el lenguaje del adversario. Por eso es magro consuelo que la industria esté de capa caída respecto a sus mejores tiempos: porque no se vislumbra alternativa desde el propio sistema a este estado de cosas. Tan solo el aburrimiento de un público que va desconectando.

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