THE OBJECTIVE
Miguel Ángel Quintana Paz

¿Estamos ante el fin de la Cristiandad?

«Nuestra civilización cristiana, nacida de una fusión de lo griego, lo romano y lo judío, hija de Atenas, de Roma y de Jerusalén, se está convirtiendo en otra cosa»

Opinión
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¿Estamos ante el fin de la Cristiandad?

Patrik. | Flickr

Además de sus 246 clases de queso y sus mucho más numerosos chistes sobre belgas, otra cosa caracteriza a los franceses: su afición a los debates intelectuales. Y hay uno que florece entre ellos desde hace un año.

Todo empezó con el libro de la filósofa Chantal Delsol El final de la Cristiandad: la inversión normativa y la nueva era, publicado en octubre de 2021. Allí se planteaba una duda que, en forma novelística, llevaban meditando autores como Michel Houellebecq desde hace tiempo: ¿qué es lo que le sucederá a Europa cuando deje de lado su inspiración cristiana?

Aquí es precisa una aclaración. Cuando Delsol y otros autores hablan (hablamos) de final de la Cristiandad (una civilización), no nos referimos a que se haya acabado el cristianismo (una religión). De hecho, el cristianismo como fe goza en el mundo actual de una cierta lozanía. Se cifra en prácticamente un tercio de nuestros congéneres el número de los que la profesan, lo que la convierte en la religión con más adeptos de nuestro planeta. Y las proyecciones de futuro tampoco con malas: según el Pew Research Center, para el año 2050 seguirá gozando de tal posición, con más de 3.000 millones de creyentes.

¿Qué es entonces esa Cristiandad, diferente al mero cristianismo, de la que sí preocupa su posible final? El modo más rápido de explicarlo es decir que se trata de una civilización: aquella en que las ideas cristianas tienen la hegemonía, y por tanto marcan a rasgos generales la política, las costumbres, la moral, el arte, las tradiciones… Uno puede ser (de religión) cristiano sin vivir en una civilización cristiana (sin vivir en la Cristiandad), sino en una cultura islámica, china, hindú… Y, a la inversa, una civilización puede ser cristiana sin que todos, o ni siquiera muchos, de sus miembros lo sean: basta con que sus leyes, sus fiestas, su literatura, sus virtudes se vean iluminadas por los principios de tal fe.

Esto es lo que, según Chantal Delsol y otros, ha dejado de ocurrir a nuestro derredor. Nuestra civilización cristiana, nacida de una peculiar fusión de lo griego, lo romano y lo judío, hija de Atenas, de Roma y de Jerusalén, se está convirtiendo en otra cosa.

«Los fundamentos del judeocristianismo se han derrumbado» escribía hace poco esta filósofa en Le Figaro. «El primero es la fe en la existencia de la verdad, que nos llega de los griegos». En tiempos de relativismo, de posverdad, en que recurrir a la verdad en una argumentación resulta «antidemocrático», esta diagnosis no parece desatinada.

También hemos perdido, según Delsol, «la idea de progreso», típica de la mentalidad judeocristiana (la inmensa mayoría de civilizaciones ven el tiempo como algo cíclico, repetitivo, no como algo que evoluciona hacia un mejor fin). El anuncio de catástrofes climáticas, pandémicas, la progresiva destrucción de la clase media, la falta de un futuro ilusionante para nuestros jóvenes, la sucesión de crisis económicas… todo ello corroboraría, asimismo, el balance de nuestra autora. El progreso ya solo es un fantasma para muchos.

«Tu vida vale tanto como unos políticos digan que vale»

«Por último», añade ella, «se ha borrado la fe en la dignidad sustancial del ser humano, para dar paso a una dignidad conferida desde fuera, social y no sustancial, como ocurría antes del cristianismo». Los seres humanos ya no tenemos un valor absoluto por nosotros mismos, sino el que nos dé el Estado: las leyes sobre el aborto, a juicio de Delsol, son bien significativas a este respecto. Tu vida vale tanto como unos políticos digan que vale. También las leyes de eutanasia son ilustrativas: si eres un tipo sano y en la flor de la vida, productivo, no te ayudaré a suicidarte, nos dice el Estado; espabila y vuelve a trabajar. Ahora bien, si andas pachucho y quizá eres ya un tanto viejo, si me supones un enorme gasto, entonces ¡tranquilo! Te daré todas las facilidades posibles para que te quieras morir. Y luego te daré el empujoncito final (un empujoncito de jeringuilla) para rematarte.

¿Qué es lo que viene tras la Cristiandad, entonces? Para Delsol, a diferencia de Houellebecq, no es el islam: en su opinión, con el tiempo, los musulmanes europeos estarán tan secularizados como sus pares cristianos.

Lo que llega es más bien una nueva forma de paganismo (algo que, por cierto, ya advirtiera Joseph Ratzinger tiempo ha). Por ejemplo, poco a poco la Madre Naturaleza se está convirtiendo en una nueva diosa que exige nuestros sacrificios (reduzcamos nuestra población, hagamos pasar frío a la que quede, empobrezcámonos para dañar lo menos posible al medioambiente). Nuestro mundo presente se hace sagrado y nos exige que le paguemos un precio. El ser humano ya no es especial, sino un animal más; acaso un virus que, de hecho, resulta demasiado destructivo dentro de esa Naturaleza sacra. Y como tal merecerá ser tratado.

Otro rasgo de nuestro nuevo entorno pagano, según Delsol, es su politeísmo. Algo que acarrea que plurales sean los mitos, las narrativas, los «relatos». Todo está permitido, ¡salvo pretender que tu mito sea una verdad válida para todos!

Bien es cierto que al final habrá que aplicar una política u otra: a veces el poder verá necesario imponer un relato por encima de los demás, y entonces se recurrirá a la fuerza. En el mundo pagano antiguo, la fuerza de las armas; en el paganismo actual, la fuerza de los votos. Cuando Felipe González aseveraba hace unos días que «en democracia, la verdad es lo que los ciudadanos creen que es verdad», reproducía fielmente la epistemología de nuestro tiempo. Por eso resulta ridículo llamar una y otra vez «mentiroso» a Pedro Sánchez. En nuestro mundo de «múltiples perspectivas», lo que él hace es solo darnos una más, con el plus que le otorga ser el que manda y, por tanto, el que puede imponerla.

Adiós a la Cristiandad, hola al neopaganismo: este es el diagnóstico de Chantal Delsol que se está debatiendo en Francia y, desde hace unos días (recién traducido allí su ensayo), en Italia. Y lo primero que cabe decir es que sin duda atrapa rasgos bien genuinos de nuestro tiempo.

«El fin de la Cristiandad complacerá sobremanera a lo que podríamos llamar ‘cristianos burgueses’”

Pero ¿tiene toda la razón? ¿Podemos dar ya por muerta la Cristiandad, y prepararnos para un tiempo en que el cristianismo sobreviva, sí, en sus iglesias y sus grupos de catequistas y sus retiros espirituales, pero haya dejado de marcar esa Europa que lleva marcando los últimos 1.700 años? ¿Debe el cristianismo ser ya solo una cosa de a quién rezas? ¿De si llevas o no una cruz al cuello? Y eso, ¿en vez de unas ideas que marquen la mentalidad, la política, la cultura, el arte de nuestros países?

Lo primero que hay que decir es que esta hipótesis del final de la Cristiandad complacería sobremanera a muchos cristianos. Lo segundo que queremos decir es que somos muchos (cristianos y no cristianos) los que nos querremos oponer a ella. Vamos por partes.

El fin de la Cristiandad complacerá sobremanera a lo que podríamos llamar «cristianos burgueses»: esos que se conforman con que les dejen rezar a Dios en sus capillas y llevar a sus hijos a coles católicos, para que no les enseñen demasiadas de las barbaridades que los gobiernos europeos están imponiendo. Para estos cristianos, dar la batalla cultural más allá de las verjas de sus chalés les parece demasiado belicoso y, por qué no decirlo, un tanto cansadete. Se vive mucho más tranquilo en tu jardín, leyendo encíclicas papales y hablando del amor universal. Al fin y al cabo, como ironizaba Mingote, al cielo seguiremos yendo los de siempre. Por eso es para ellos una buena nueva lo del fin de la Cristiandad: ya no deben ensuciarse con el barro de fuera de sus urbanizaciones y sus parroquias, ya no deben intentar cambiar las leyes de su país y, ¡ay!, arriesgarse a caer mal a sus amigos progres; si la Cristiandad ha acabado, el cristianismo vuelve a ser una cosita privada que tan reconfortante resulta en las tardes de otoño junto a la chimenea.

El fin de la Cristiandad complacerá sobremanera también a los «cristianos progres»: esos que creen que la Iglesia es, sobre todo, una ONG más, desde la cual abundar en los mismos proyectos que la nueva civilización que viene nos impone: ecologismo, feminismo, inmigracionismo, animalismo, elegetebeismo, wokismo… en suma, progresismo. Para estos cristianos, plantear lo cristiano como una civilización alternativa a la que se está imponiendo resulta absurdo: ¡es tan buenona esta que hoy se nos impone! De hecho, es la vieja Cristiandad (la de Constantino y Recaredo, la de los Reyes Católicos y Felipe II) la que les da un poco de vergüencita a estos cristianos progres: ¡eran tan belicosos todos esos señores! O, mejor dicho: ¡todos esos señoros! Qué bueno que por fin se ha acabado ese anhelo cristiano de crear una civilización diferente (con todo lo que implica: leyes, instituciones, castigos, defensa, armas…) y podemos por fin someternos a una civilización inclusiva y tolerante. Hace ya cerca de un siglo que Vladímir Soloviov o Robert Hugh Benson nos advirtieron de que muchos cristianos acabarían pensando así; más de reciente, otro francés, Philippe Muray, nos avisó de lo mismo.

Por último, y no está mal recordarlo a dos años de inaugurado entre nosotros el debate en torno a «dónde están los intelectuales cristianos», el fin de la Cristiandad parece que complacerá sobremanera también a nuestros obispos. Nuestros obispos, esos que siguen manteniendo unas clases de Religión donde se enseña mucho a hacer murales por la paz, pero poca religión; esos que siguen promocionando unos colegios católicos en que se enseña mucho la importancia de la resiliencia, pero poca historia del cristianismo; y esos que siguen financiando unos medios de comunicación en que se nos cuenta mucho lo mal que va la economía con el PSOE, pero se aprovecha poco su inmenso alcance para comunicar el legado cristiano. ¿No parece nuestro episcopado convencido de que la Cristiandad se ha terminado y, por tanto, su misión no es algo tan elevado como sostener una civilización cristiana, sino cosas más prosaicas? Cosas como pagar su sueldo a los profes de Religión, sostener una red de centros educativos, y dar trabajo a periodistas que nos cuenten quién es el nuevo arcipreste de alguna diócesis remota, para pasar luego a retransmitirnos algún partido del Mundial de fútbol lleno de tacos. En este marco, la tesis de Delsol resultará episcopalmente reconfortante para limitarse a tan tranquilitos empeños. De hecho, ya la avanzó el papa Francisco.

«¿Resta alguien que pueda mantener las constantes vitales de esa mezcla entre Atenas, Roma y Jerusalén que dio lugar a lo que somos?»

Si tantos cristianos se alegran, pues, del fin de la Cristiandad; si además, como es lógico, numerosos anticristianos se regocijan también de que una religión, tan nociva a su juicio, deje de marcar nuestra cultura; entonces, ¿resta alguien que pueda mantener las constantes vitales de esa mezcla entre Atenas, Roma y Jerusalén que dio lugar a lo que somos o, al menos, a lo que hasta ahora éramos? ¿O solo quedan ya bondadosos sanitarios dispuestos a practicarle la eutanasia a nuestra vieja civilización?

Lo cierto es que, así como hay traidores, también hay aliados inesperados en esta batalla. Pues no solo muchos cristianos, sino también copiosos no creyentes, están dispuestos a mantener esta creación maravillosa que ha sido la Cristiandad. Son compatriotas que van más allá de Benedetto Croce: así como este (agnóstico) filósofo italiano aseveraba que no podíamos sino llamarnos cristianos, son hoy muchas las personas que no quieren sino llamarse cristianas, al menos en términos culturales. Porque prefieren una civilización cristiana a una pagana, islámica, wokista o comunista. Porque piensan que Recaredo o Carlos V acertaron. Porque quieren conservar el aprecio griego por la verdad, el respeto romano por la sensatez jurídica, la convicción judía del valor inmenso de cada individuo. Y saben que eso debe plasmarse en leyes, instituciones, fuerzas públicas. No en meros sueños opiáceos.

Luego irán a misa o no; escucharán los discursos del papa o no; pondrán o no la X en la casilla de la Iglesia católica. Pero sabrán que la partida que hoy se juega es algo más elevado que todo eso.

Cuenta el libro de Josué que, para vencer a la ciudad de Jericó, los israelitas se vieron con la ayuda inesperada de la prostituta Rahab; una mujer tan importante para la preservación de su pueblo, que incluso será luego tatarabuela del rey David… o de Jesús de Nazaret.

Y es que no siempre son los más puros los que conservan una civilización. De hecho, el afán de pureza a menudo te recluye tras las vallas de tu jardín burgués, entre las oenegés de los bondadosos o dentro de los palacios episcopales.

No es pureza, sino valentía, lo que salva una civilización.

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