Volver a entonces
«Muchas veces pensamos que la tecnología nos hace mejores, es cierto, pero no les quepa duda que son demasiadas las veces que saca lo peor de nosotros»
Volver a entonces ha sido la mejor decisión que he tomado en los últimos años. No se trata de desandar, ni siquiera de mirar atrás, al contrario, es la mejor forma de seguir adelante. Cuando todo era más fácil no perdía el tiempo mirando las cosas que hacen los demás. Creo que fue primero Myspace, aquella red social que pretendía ayudar a grupos de música a conseguir más público y repercusión. Después llegó el bandido de Harvard, aquél que copiando las ideas de un compañero se hizo dueño y señor de las vidas de medio mundo. Luego vino un tipo de San Francisco que apenas se duchaba y que tenía muy mal genio, que se las ideó para que la palma de la mano fuese un ordenador central, y emulando a Warhol en sus cinco minutos de fama, construyeron una sociedad en la que llamaron a las personas consumidores.
He abierto con la ilusión de un primer beso mi nuevo terminal, otrora celular, añora «inteligente». Por supuesto, no pertenece al grupo de la pantalla gigante y conexión perpetua, no recibo emails ni mucho menos accedo a redes asociales. Ese trabajo, que en mi caso elaboro para dar a conocer mis novelas y textos, lo dejo para el ordenador. Tan sólo puedo recibir llamadas e incluso mensajes de texto, no de aplicaciones roba datos, sino de los que se usan para consultar si puedo llamar a alguien para no violar el espacio de su tiempo. De un plumazo, he quitado la inmediatez de ansiedad de los demás, no contesto inmediatamente porque mi tiempo es mucho más importante que saciar al resto. Al encenderlo, no he viajado en el tiempo, sino que he vuelto a ser dueño del mío.
Se viene demostrando que los teléfonos inteligentes están haciendo a los jóvenes más tontos, muy poco tolerantes y, sobre todo, mucho más vulnerables. Pero nadie se pregunta en qué están convirtiendo también a los mayores, los que han confundido la conexión con eso de vivir pendientes de un nuevo like, un nuevo grupo de WhatsApp o de consultar las novedades de los que viven para contarse; el reflejo de la vida de los demás. La privacidad de no mostrar lo que haces, la libertad de no tener que hacerlo y la felicidad de no saberlo, son mi nueva religión.
«En estos 20 años en los que la tecnología se utilizó para embobarnos, todos hemos caído en sus códigos, permitiendo que hasta el más absurdo de los reflejos pueda estar al alcance de los dedos»
Por un momento, he creído estar mejor, pero después de algunas horas, me he dado cuenta que en realidad era mejor. Si alguien necesita contactar conmigo, puede llamarme, incluso escribirme un mensaje de texto si no contesto a su llamada. He recuperado una libertad que me habían robado unos «emprendedores» que generalmente están alejados de sus propios inventos, pues saben mejor que nadie el mal que hacen. No autorizo a ninguna aplicación a usar mis datos para sus fines, ni tampoco me la meten doblada con la letra pequeña para ver el tipo de consumidor que soy, porque antes que eso, soy persona. Y libre. Y mío.
En estos 20 años en los que la tecnología se utilizó para embobarnos, todos hemos caído en sus códigos, permitiendo que hasta el más absurdo de los reflejos pueda estar al alcance de los dedos. En ese tramo, hemos perdido la capacidad de no estar disponibles, de ser nosotros mismos, de aburrirnos o incluso de tener tiempo para mejorar en lo que quieran hacerlo. Los niños, los jóvenes, ya no tienen ilusión de una conquista, del reto; es mucho más fácil abrir cualquier página porno y después acudir al urólogo para que les recete las pastillas que consigan hacer lo que la naturaleza y el hartazgo les impide, lo que la tecnología les ha robado a fuerza de no tener sueños, porque todo es ahora para ellos. Incluso cuando quedan en grupo se hablan por mensaje en vez de mirándose a los ojos. Ya no hay capacidad de aburrimiento, ni de apurar la creatividad que nacía como consecuencia de eso; si un menor llora le plantan el robaingenios y así dejan a papá y mamá tranquilos mientras consultan sus miedos, que ahora radican en su nueva obsesión, en otro invento que enseguida se cambia porque todo lo nuevo ya es viejo. El postureo, lo llaman, esos expertos del humo incesante de estos nuevos tiempos.
Volver a entonces ha sido un regalo para mí. También para los míos, porque ahora estoy mejor cuando estoy con ellos. Muchas veces pensamos que la tecnología nos hace mejores, es cierto, pero no les quepa duda que son demasiadas las veces que saca lo peor de nosotros. Ya no tengo tiempo para perderlo, si acaso, para darme cuenta de todo el que he perdido mientras fui también preso de un teléfono «inteligente», esa cárcel del deseo que ha servido tanto tiempo para que unos se forren a costa de hacerme más pequeño.