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Juan Marqués

Sobre la literatura no-mala

«El 95% de los libros de microcuentos es literatura no-mala. ¿Son malos? No, no les da tiempo ni a eso. Son simplemente banales, dan exactamente igual»

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Sobre la literatura no-mala

Un montón de libros. | Unsplash

Cualquiera que haya leído Drácula (esto es, cualquier buen lector) recordará el ajetreo que se llevan allá con los vampiros, y probablemente haya retenido ese momento en el que alguien, aterrorizado, pregunta a Abraham van Helsing: «Pero entonces…, ¿están vivos?», a lo cual el viejo profesor responde: «No exactamente. Digamos que están no-muertos» (un-deads, en el original de Stoker).

Con la literatura de ahora pasa un poco igual. Cuando me preguntan, por ejemplo, por Annie Ernaux, suelo responder que sí, que claro que está bien, pero que es literatura fácil, lo cual, pensado hora, me parece monstruosamente inexacto. La próxima vez que me pregunten me acordaré de Transilvania:

– ¿Te gusta la literatura de Ernaux?

– No demasiado.

– ¿Cómo? ¿Te parece mala?

– En absoluto. Simplemente me parece no-buena. 

Antes de que los lectores no-buenos se escandalicen me apresuro a aclarar que en todos los libros que he leído de la última Premio Nobel (un premio que, por cierto, me parece muy acertado, pues la literatura ha de dar, siquiera indirectamente, testimonio de su tiempo, y al cabo la literatura de la francesa no deja de dar cuenta de un modo muy nítido y atinado de la egolatría, el egoísmo, la arbitrariedad universal y la total falta de grandeza de nuestros días) hay dos o tres momentos magistrales, brochazos de talento tremendo, pequeños pasajes o fragmentos donde se da en el clavo, y se acierta a expresar exactamente, con enorme inteligencia y «buena mala leche», algún aspecto. Lo malo es que esos detalles tan bien vistos suelen ser de una escandalosa falta de importancia, como en general todos los sucesos o recuerdos que sostienen esas narraciones, de trascendencia muy privada, de alcance exclusivamente personal, y donde lo único profundo, a mi juicio, es la trivialidad. Y por descontado que esto último es muy subjetivo: habrá (hay, al parecer) millones de personas a las que les interesan o incluso importan las pequeñas intimidades de esa mujer. A mí me gustan quienes, al escribir en primera persona, miran hacia fuera, quienes en sus diarios o en sus viajes o en sus memorias dan cuenta de un contexto, de un tiempo, de un «acontecimiento» verdadero, vistos, eso sí, a través de sus irrepetibles ojos y su particular sensibilidad. Quienes, en fin, quieren y saben enseñar algo, no exhibirse. Y, si se abren en canal, saben hacerlo trascendente, de todos, no intransferible ni rebosante de soberbia ni narcisista.

«No hay duda de que las letras están en una terrible crisis»

 Estoy seguro de que en Francia se tiene que estar escribiendo buena literatura, pero casi todo lo que nos llega (o al menos todo lo que nos llega envuelto en grandes promociones, elogios y fajas) es, desde hace muchos años, ínfimo. Ernaux es la reina de la literatura no-mala en la patria de la literatura no-mala: hasta Patrick Modiano, tan bueno antaño, lleva dos novelas (Tinta simpática y Chevreuse) ya no irrelevantes sino indignas, impublicables si no fueran de quien son. Y cada vez que leo grandes elogios a Jean Echenoz o Éric Vuillard no entiendo cómo no protestan las asociaciones de historiadores. Cualquier le darán a alguno de ellos un Princesa de Asturias, o un Nobel, cuando sus libros son como resúmenes escolares de las muy meritorias y exhaustivas obras de otros, recreaciones perezosísimas y sin demasiada gracia (aunque, una vez más, con un par de frasecitas medio inspiradas que sostienen la contracubierta). Si lo que la gente entiende por «Humanidades» son las «miradas» de Vuillard o Echenoz a, por ejemplo, la Primera Guerra Mundial, entonces no hay duda de que las letras están en una terrible crisis. Últimamente ando leyendo bastantes libros de ciencia divulgativa, y siempre he leído biografías y mucha Historia, y es definitivamente un síntoma preocupante que sean escritores como esos dos franceses quienes venden libros y reciban aplausos, cuando sus obras son, en el mejor de los casos, la Wikipedia con una pizquita de sal común, de la más barata.

(En esa misma línea, más o menos, pero ya no sólo muchísimo mejor que ellos sino realmente notable, es Sylvain Tesson: su estilo es un poco redicho y sobre todo bastante acelerado, pero tras los aciertos de Un verano con Homero (2019) acaba de publicar en España Un verano con Rimbaud, lleno de buenas ideas sobre el poeta). 

Y hablando de poesía, en todo esto queda un poco aparte, pues, como las familias infelices de Tolstói, cada poeta malo, como yo mismo, es malo a su manera, y a veces eso tiene su gracia, y hasta podría hacer su pequeña aportación a la cadena común. Pero todos los poetas no-malos son iguales, tanto las que hablan de «heridas» y «blancos» y «huecos» y «nadas» como los que, aún mucho más aburridos, hablan de bares y de copas y de polvos.

El 95% de los libros de microcuentos es literatura no-mala. ¿Son malos? No, no les da tiempo ni a eso. Son simplemente banales, dan exactamente igual y, como los números cantados en un bingo, se olvidan al instante. Lo mismo ocurre con los aforismos. ¿Malos? Muchas veces sí, la verdad, pero la mayoría son no-malos, es decir, casi peores. Me lo dijo una vez Félix Romeo, en Zaragoza, al verme con un libro de determinado escritor: «¿Qué haces leyendo eso? Es que, por no ser, no es ni malo». Y era verdad, y volvemos a lo de los poetas: si no pueden ser buenos, casi mejor que sean malos a no-malos. Al menos tendrán algo de carácter, algo de personalidad, algo de voz, y ante ellos no tendremos la sensación de estar leyendo grises fotocopias. 

«Qué gracia me hizo ese crítico que el otro día decía que le gusta mucho leer cuentos, pero que lamenta que siempre dejen ganas de más, que se hagan cortos»

También el género de los cuentos o los relatos es un territorio propicio para lo no-malo. Una novela que sin más esté bien, pues eso, está bien, se lee a gusto, se agradece… Pero un cuento que no esté muy bien no es casi nada. Por su propia naturaleza breve, ha de ser más autoexigente: al no poder desarrollar los personajes, al no poder permitirse páginas de transición, al tener que introducir sólo detalles o elementos que vayan a ser cruciales (incluso aunque no lo parezca)… ha de obligarse, si no a la genialidad, sí a la brillantez; si no a la exactitud, sí a la buena puntería. Y qué gracia me hizo ese crítico que el otro día decía que le gusta mucho leer cuentos, pero que lamenta que siempre dejen ganas de más, que se hagan cortos… Es como decir que te encanta la playa, pero que sería mejor sin arena y sin agua.  

Por supuesto, hay autores con altibajos. Mi amigo Álvaro Pombo, que tal vez por aquello de la fecundidad ha publicado varias novelas no-malas, este año ha publicado una excelente, Santander, 1936, la mejor suya desde al menos Contra natura. O Millás, que es el escritor más exageradamente irregular de nuestro panorama: cuando sus novelas no son buenas, son rematadamente malas, sin pasar por nuestra categoría, pero este año Solo humo me ha gustado muchísimo.

«No me cansaré de repetir que estamos viviendo un momento estupendo en la literatura en español»

No me cansaré de repetir que estamos viviendo un momento estupendo en la literatura en español, y que se publican muchísimos libros buenos, más que nunca. Lo no-malo abunda, sí, pero también lo bueno o lo muy bueno: sólo en 2023, y por improvisar un balance de este primer semestre, he leído nuevos libros buenos, muy buenos o incluso extraordinarios de prosa de (por orden alfabético…) José Antonio Abella, Azahara Alonso, Jon Bilbao, Juan Cárdenas, Luisa Castro, F.L. Chivite, Araceli Cobos, José María Conget, Unai Elorriaga, Greta García, Mar García Puig, Daniel Gascón, Juan Manuel Gil, Marta Jiménez Serrano, Ray Loriga, Ignacio Martínez de Pisón, José Mateos, el citado Millás, Jesús Montiel, María Elena Morán, Elvira Navarro, Julio José Ordovás, el citado Pombo, Eider Rodríguez, Ángela Segovia, Andrés Trapiello o Alejandro Zambra.

Y, como siento que hay libros que hay que recibir de una manera especial, lecturas que hay que preparar o «acolchar» o incluso merecer, ando releyendo los maravillosos tres libros de Irene Solà (el poemario Bestia y las novelas Los Diques y Canto yo y la montaña baila) a la espera de que, en pocos días, llegue el nuevo, y lo hago como quien construye un nido sabiendo que muy poco después se llenará de vida. Porque abunda, ya digo, la literatura buena, pero lo de Solà es algo muy especial y superior.

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