Vox debe desaparecer
«La España política tiene una ley de hierro: no eres nadie sin una imponente implantación territorial o hasta que no estableces potentes redes de clientes»
El PP actual es, en esencia, el mismo PP de hace más de una década. Un cuerpo sin figura, sin tono muscular, tan inmenso como fofo. Más que un partido, un aparato de poder con una implantación territorial que ya quisiera para sí la logística de Amazon. Una corporación parafuncionarial que aplacó sus espasmos marianistas, pero no las dolencias, eligiendo en petit comité a otro funcionario como líder.
Sólo a una corporación de funcionarios en excedencia podía ocurrírsele el eslogan «derogar el sanchismo»; esto es, presentarse ante los votantes como unos señores (y señoras) con puñetas que resuelven los problemas tapando con típex los renglones torcidos del BOE. Tal vez esto tenga algo que ver con los resultados imprevistos.
Sea como fuere, mientras las perspectivas fueron muy favorables, el PP no vio en Vox un problema catastrófico. Al contrario, lo contemplaban sotto voce, casi salivando, como un saco de votos definitivo que, de una forma u otra, les iba a asegurar el gobierno. Ha sido con el duro despertar a la cruda realidad que el PP ha concluido que Vox debe desaparecer o, mejor dicho, debe ser desaparecido porque mientras siga existiendo el centro-derecha jamás conseguirá una mayoría suficiente.
De la sentencia contra Vox emanan a su vez otros argumentos. Por ejemplo, que los pactos territoriales han sido catastróficos, porque han vinculado al PP con la extrema derecha. Pero esta es, como mucho, una verdad a medias o, mejor dicho, escrita del revés. El problema no son los pactos, sino la incapacidad de ambos partidos de colaborar con normalidad y discreción, poniendo el énfasis en lo que pactan, no con quién, y siempre a hechos consumados. Tanto despreciar a Sánchez y todavía siguen sin aprender de él, por ejemplo, su capacidad para convertir los cambalaches con los comunistas y separatistas en el epitome de la democracia.
«Para las cúpulas de los partidos, la autocrítica no es un signo de fortaleza, sino de debilidad»
Fue inútil advertir la celada que Sánchez ocultaba en el adelanto de las elecciones generales inmediatamente después del 28-M: la intención de explotar las contradicciones del PP y la posibilidad de que PP y Vox, en vez de ser prudentes y discretos en sus pactos, acabaran dando la nota.
Así sucedió en Extremadura, cuando a María Guardiola se le calentó la boca, le dio una patada a la mesa y, como guinda del pastel, se envolvió en la alerta antifascista para dar una estupefaciente rueda de prensa, para después tener que recular y acabar pactando con Vox, porque era eso o marcharse a su casa. Y María, que seguro tiene estupendos principios, antes muerta que sencilla.
Aquello fue definitivo. Guardiola colaboró para establecer la idea de que Madrid la obligaba a pactar con el diablo y que, por lo tanto, Feijóo era la extrema derecha con piel de cordero. Una pifia colosal que, lejos de resolverse con diligencia, estuvo coleando y con fuerza durante buena parte de la campaña.
Sin embargo, en Génova, a la hora de hacer su análisis de lo sucedido, parecen haber olvidado por completo este episodio. ¿Por qué? Porque, para las cúpulas de los partidos, la autocrítica no es un signo de fortaleza, sino de debilidad. Y está prohibida. El PP jamás se equivoca. No lo hizo ni con el innombrable, por más que cinco millones de votantes se empeñaran en demostrar lo contrario, menos aún lo iba a hacer ahora.
Los fracasos siempre son culpa de un tercero. Un día es Ciudadanos, al otro, Vox, y al siguiente, la abuela que fuma. Frente a estos culpables oficiales, es del todo irrelevante que el principal argumento electoral del PP haya sido ese voto útil que emociona tanto a los votantes, sobre todo después de una década recurriendo a lo mismo. Tampoco, por supuesto, es alarmante que los dirigentes del PP parezcan creer en el mito de las mayorías naturales, como los antiguos griegos creían en los designios de los dioses. A lo mejor las mayorías caen del cielo. Nunca se sabe.
«La clave del fracaso: la incapacidad para normalizar la relación PP-Vox»
En un breve vídeo de 90 segundos, explicaba en este diario la que para mí era la clave del fracaso del bloque de centro-derecha en estas elecciones: la incapacidad para normalizar la relación PP-Vox. Incapacidad que se ha hecho carne en dos errores garrafales. El primero, cargar de razones al Partido Socialista estigmatizando a un socio que, le gustara o no al PP, era la llave de su futurible gobierno. Y el segundo, acabar relativizando las tropelías de Pedro Sánchez precisamente por ese empeño en situar a Vox como principal amenaza.
En 90 segundos sólo es posible señalar lo que consideras más relevante. Y aunque lo mantengo, ahora que tengo más espacio, también señalaré el principal error de Vox, que se parece demasiado a una de las mayores pifias del PP, exactamente aquella en la que el innombrable conminó a macharse del partido a liberales y conservadores. Vox ha hecho lo mismo con sus liberales, pero de tapadillo.
Así es, ha depurado a casi todos los que de alguna manera expresaban una sana desconfianza hacia el poder o no veían en el estatismo ninguna panacea. Y el vacío que han dejado lo han llenado una serie de tribus, desde los falangistas, pasando por los fan boys de Ana Iris Simón, hasta los distributistas cristianos que, para colmo, se llevan a partir un piñón con una suerte de nacional marxistas que, si pudieran, nos fusilaban a todos.
Es evidente que Vox se ha escorado hacia un lado y, en consecuencia, ha reducido su capacidad de representación de manera muy significativa. Y eso, se quiera ver o no, se paga en votos. En mi opinión, deberían rectificar a la carrera si quieren tener algún futuro que no sea ser una Izquierda Unida de la derecha. Y quizá ni eso, porque Vox puede desaparecer perfectamente si todos se ponen a ello. Ya sucedió con UPyD y con Ciudadanos. La España política tiene una ley de hierro: no eres nadie sin una imponente implantación territorial o, dicho de forma más directa, no eres nadie hasta que no estableces potentes redes de clientes. Tanto vales cuanto tienes y tanto tienes cuanto vales.
Así, entre unos y otros, el centro-derecha sigue siendo un vasto terreno sin cultivar, un desierto poblado por millones de votantes que, como cactus, tratan de sobrevivir conservando un mínimo de humedad en sus cuerpos. El cultivador que cultive ese desierto buen cultivador será. Y quizá, quién sabe, algún día gobierne.