Viajeros y turistas
«La terrible contradicción del turismo, en la globalización, es otro signo de nuestro tiempo inculto»
Muchos diccionarios siguen enseñando como parasinónimos las voces «viajero» y «turista», que sin embargo la mayoría diferenciamos más cada vez. He conocido a algunos notables viajeros y como todos he visto y veo miles y miles de turistas. En general se considera que el turista viaja en periodos relativamente cortos -apenas más de un mes, una semana cada vez más frecuente- por vacaciones, por descanso y placer o en recorridos culturales tópicos y que el número de visitantes está degradando. Alguien ha dicho que el turista nunca duda de su país ni de su modo de vida, y que observa lo diferente como una mera curiosidad que apenas llega a entender o sólo de maneras más que superficiales.
Al contrario, el viajero (que no gusta de masas) hace o intenta hacer viajes de mayor duración temporal y desea conocer lo diferente a fondo, suponiendo que una nueva cultura o saber, distintos a los suyos, sólo pueden ofrecer riqueza. Estudiantes con mochila y largas vacaciones son hoy viajeros en mucha mayor y mejor medida que los grupos de turistas que siguen, un tanto gregariamente, los recorridos marcados por agencias de viajes o tour-operadores.
La terrible contradicción del turismo, en la globalización, es otro signo de nuestro tiempo inculto. Que todo el mundo tenga derecho a viajar es sin duda bueno, que se viaje de forma masificada opacando ciudades como el paso de la marabunta, es muy malo. Hace unos años llevé a unos amigos mexicanos a Toledo (era septiembre) pero el lleno y las colas kilométricas eran tales que, literalmente, no vieron nada. Lo comenté con un político que entendió -pero aún no he visto soluciones- que, en muchos lugares, y no sólo históricos, se impone un numerus clausus diario de visitas. Un número máximo -no enorme- infranqueable, para preservar la calidad total.
«La vulgaridad es un mal general de nuestro mundo y juzgan algunos que el siglo XXI -por hoy- sólo puede ser llamado ‘siglo de la vulgaridad invasiva’»
El turismo aún no masivo -años 50 o 60- podía tener y tuvo virtudes. Recuerdo que, siendo adolescente apenas y veraneando en la aún idílica Costa del Sol (Fuengirola era un pueblito de pescadores) las mujeres extranjeras enseñaron a las españolas lo anticuado y absurdo de llevar velo, cubrirse la cabeza, en misa. ¿Si ellas no lo hacían e iban a la iglesia, porqué lo íbamos a hacer nosotras? Y el velo femenino desapareció de las iglesias franquistas. La antípoda -ya en la vulgaridad gregaria de ahora mismo- puede ser el llamado «turismo de sol y borrachera», innoble práctica de muchos británicos mal educados. Uno puede tomar el sol y aún emborracharse, es cosa suya, pero sin molestar ni destruir. Esos bárbaros aúllan por las noches, ahítos de calimocho, y rompen o saquean lo que tengan a mano. ¿No habría que imponer multas o incluso hacer pagar una visa especial en la aduana a ese tipo de salvajes no tan difíciles de identificar? El turismo, que ayudó a abrir una España cerrada a una Europa más libre, ha terminado -baratura y mala educación- destruyendo muchas costas españolas. Francia sabe preservar la Costa Azul e Italia la muy bella Costiera amalfitana, al sur de Nápoles. ¿Porqué nosotros no hemos hecho casi nunca algo parecido? Claro que Venecia puede y suele estar tan abarrotada de turistas como Toledo.
Quien puede huye de la multitud, como ya aconsejara Horacio, y busca (más difícil cada vez) lugares con poca gente. Bien comenté otra vez que ese tono selecto, de natural excelencia -que debiera ser más habitual- sólo se halla hoy en lugares u hoteles de lujo. Hermosas islas volcánicas con playas y mar y el páramo como belleza -digo Fuerteventura- se mantienen como lugar de pocos, aunque al norte, cerca de Corralejo, ya hay pequeños focos de infraturismo: Todo igual, todo vulgaridad, todo de usar y tirar. Claro que la vulgaridad es un mal general de nuestro mundo y juzgan algunos que el siglo XXI -por hoy- sólo puede ser llamado «siglo de la vulgaridad invasiva». Todavía hay muchos lugares de la América hispana que no están masificados. No vaya a Cancún ni a Punta Cana, pues a pocos kilómetros hay lugares mejores sin manada turística. En Yucatán y no lejos de Cancún, Sisal por ejemplo. (No lo divulguen). Yo conocí México o Santo Domingo por motivos culturales primero, pero vi enseguida que había lugares que no eran el hormiguero turístico de nuestras costas…
Un viajero se iría a conocer el Chad o Mauritania (excluyo lugares de riesgo) o la Patagonia argentina. Al turista no se le puede pedir tanto, pero es inevitable -con la comparación- constatar cómo hemos envilecido el turismo y cuán otra cosa es el viaje. Sin necesidad de ser Bruce Chatwin o un raro francés, Michel Vieuchange, enamorado del desierto, que en 1932 publicó Smara, el libro que fascinó a Paul Bowles…