Desorientación de Núñez Feijóo en plena tormenta
«El shock postraumático causado por los resultados electorales no debería ser excusa para el comportamiento errático de nuestros conservadores»
Desde que se consumase la amarga victoria de Núñez Feijóo en las elecciones del pasado 23 de julio, es difícil evitar la impresión de que el líder popular —y por extensión su partido— no logra encontrar su sitio en el escenario poselectoral. Pero el shock postraumático causado por los resultados electorales no debería ser excusa para el comportamiento errático de nuestros conservadores, incapaces de emitir señales inteligibles acerca de sus movimientos tácticos y menos aún de aclarar cuál es la alternativa que quieren encarnar durante la inminente legislatura. No hace falta añadir que son malas noticias para la democracia española, necesitada como todas —de hecho más que otras— de una oposición bien articulada.
Conviene aclarar que el problema de Feijóo no está en su empeño por presentarse a una investidura condenada al fracaso, sino en lo que ha hecho y dejado de hacer bajo ese marco político y temporal que él mismo se ha esforzado en construir postulándose ante el monarca. La ocurrencia de ofrecer a Sánchez un gobierno liderado por el popular durante dos años puede disculparse como la torpe expresión de una idea razonable: la de mostrar a los ciudadanos que Sánchez tiene alternativas que no pasan por Waterloo y la consolidación del bloque confederal. Para que ese relato gane credibilidad, sin embargo, Feijóo debería ir más lejos y proponerse a Sánchez como apoyo gratuito para su investidura. ¿O es que serviría de algo exigir contrapartidas a quien puede hacer lo que le plazca una vez haya formado gobierno? Vaya por delante que esa mano tendida sería despreciada por Sánchez, como lo hubiera sido la de Rivera en su momento pese a la convicción generalizada —o interesada— de que si no hubo gobierno PSOE-Cs fue porque Rivera no quiso. Justamente para evitar otra alucinación colectiva, corresponde a Feijóo ofrecerse a Sánchez sin exigir contrapartidas. Sabemos que eso no conmovería a los votantes de Sánchez y Díaz; a cambio, nadie podría decirle en el parvulario español que él no arrima el hombro.
Ahora bien: si los populares han causado verdadero desconcierto estas semanas, es por otras razones. Mediante una serie de comunicaciones desconcertantes, el partido había anunciado estar dispuesto a hablar con Junts sobre la investidura —¿visitará a Puigdemont, como ha hecho la vicepresidenta del gobierno en funciones de manera inolvidable?— y a hablar de dinero con el PNV, entrando con ello de facto en la subasta confederal o amagando con hacerlo. A la vista de las condiciones impuestas por Puigdemont para votar una investidura, el PP anunció ayer que ya no se reuniría con Junts: el viaje y las alforjas. Y para terminar de descolocar a sus votantes, Feijóo dijo en algún momento de la semana pasada que los gallegos pueden entenderse bien con vascos y catalanes porque todos ellos —gallegos, vascos, catalanes— poseen una identidad histórica que los hermana recíprocamente. Se deduce de ahí que un gallego puede entenderse mejor con un vasco que con un andaluz o un extremeño, aunque en todos esos casos —salvo que hablemos de personas duchas en todas las lenguas peninsulares— tendrá que recurrir al español. Es natural que los ciudadanos se pregunten a estas alturas qué defiende Feijóo.
«No se trata de acabar con el Estado de las Autonomías, sino de frenar una inercia centrifugadora que rompe el marco creado en el 78»
Ocurre que el líder popular tiene ahora una excelente oportunidad para responder a esa pregunta: debe presentar un programa de investidura en el congreso. Y dado que ese discurso será pronunciado antes de que Sánchez logre ser investido o vayamos a nuevas elecciones, Feijóo podrá delinear con claridad cuál es su posición sobre la organización territorial del poder y sus consecuencias para la igualdad entre españoles. Siendo el PP un partido que ha votado sin protestar en favor del cupo vasco y que se inserta dentro de la tradición regionalista —a ratos foralista— de la derecha española, la jugada podría antojarse complicada. Máxime cuando postular la igualdad dentro del Estado de las Autonomías presenta dificultades conceptuales; como saben los marxistas, el federalismo es el primer enemigo de la igualdad.
En realidad, es más sencillo de lo que parece: se trata de presentar a los españoles una versión racionalista y cooperativa del Estado de las Autonomías, donde las competencias de las distintas comunidades estarían limitadas por la lógica funcional y solidaria inherente al federalismo. Se trata de garantizar la igualdad básica entre los ciudadanos, así como de proscribir el establecimiento de asimetrías tales que conduzcan en la práctica a una «España de varias velocidades». En buena medida, es demasiado tarde: todo eso ya ha pasado. Pero siempre se puede ir más lejos, como estamos comprobando. Así que no se trata de acabar con el Estado de las Autonomías, sino de frenar una inercia centrifugadora que rompe el marco creado en el 78 para beneficio de quienes más tienen y menos lealtad muestran al conjunto. Eso no gustará a los votantes de esas comunidades, acostumbrados a recoger las nueces del árbol que mueven sus representantes. ¿A quién le amarga un dulce? Sin embargo, estar conforme no es lo mismo que tener razón. Y conviene que alguien lo diga.