Eructos en el Congreso
«Solo con una sociedad polarizada, de trincheras y linchamientos, todo vale para apartar al adversario. Por eso los Óscar Puente reciben tantos aplausos»
La intervención de Óscar Puente en la sesión de investidura fue la demostración de que el sanchismo se ha atado a la polarización, y que cualquier medio es válido, incluidas las malas maneras, el macarrismo y los exabruptos. Tal y como hablaba el diputado Puente parecía que iba a terminar su intervención con un eructo y un agarre de la zona industrial en plan Rubiales. Cualquiera que viera a dicho diputado sin ser de izquierdas ni nacionalista podía sentir irritación y malestar, desagrado y vergüenza ajena. Solo los viejos socialistas mostraron alipori pensando en otros tiempos y formas. El resto aplaudió, tanto la grey socialista como la militancia, los feligreses anónimos de las redes sociales y los opinadores del movimiento nacional sanchista.
A los dos días, un patoso con ganas de popularidad se enfrentó a Óscar Puente en un tren. Sacó el arma blanca del siglo XXI, un móvil, y se puso a grabar. «¿Qué piensa de Puigdemont?». El tipo quería grabar al sanchista para colgarlo en las redes sociales y provocar que la gente se le echara encima. Buscar este tipo de ciberacoso es un elemento ya clásico de la política de cancelación, una forma ruin de hacer justicia popular contra alguien en las redes. Eso es violencia.
En 48 horas, además, asistimos a la agresión de un concejal del PSOE, un tal Daniel Viondi, al alcalde de Madrid en plena sesión. Vimos también la tensión agresiva entre Irene Montero, epítome de la bilis populista, y la presidenta de las Cortes de Aragón, Marta Fernández, de Vox. Y una semana antes, Baldoví, de Compromís, amenazó a una diputada de Vox en las Cortes valencianas. Todo esto se hace mientras de fondo, el Gobierno sanchista ha banalizado el terrorismo de ETA para congraciarse con su brazo político, Bildu, y está blanqueando la violencia del golpe de Estado catalanista de 2017. Esta violencia como elemento cotidiano y asimilable es producto de una vida política polarizada.
«La existencia de dos bloques obliga a cavar trincheras, a volver a la dialéctica amigo-enemigo»
Esta polarización se debe a que la política española, tras décadas de división consensuada entre izquierda y derecha, está anclada a la separación rotunda de constitucionalistas y rupturistas. La existencia de dos bloques obliga a cavar trincheras, a volver a la dialéctica amigo-enemigo, y a que el discurso y la acción política vayan en correspondencia a esa situación bélica. De hecho, la consolidación de Feijóo como líder del PP ha sido gracias a que en la sesión de investidura mostró firmeza, sin complejos, frente al PSOE, el PNV y Bildu. Esa dureza le ha hecho ganar autoridad interna. En suma, solo un tono alto, de combate, sirve para tiempos de enfrentamiento.
Ese choque se produce porque el consenso político ha muerto, y lo que se ve en el horizonte son proyectos de país muy diferentes. No se trata de una competencia por ver quién agrada más a los pensionistas, o a los jóvenes sin casa, y ganar así su voto. Esto va mucho más allá. Tenemos dos concepciones distintas de cómo debe ser el país.
Ese clima de polarización, de crispación en muchos casos, se debe también al carácter voluble del PSOE de Pedro Sánchez, que no resiste la hemeroteca y cuya palabra no vale nada. La sensación de traición, de falta de confianza, de mentira, que deja el presidente del Gobierno genera una animadversión muy grande en el electorado de la derecha. Por esto, sugerir que el PP ceda sus votos en el Congreso a Sánchez para que gobierne sin Junts es como abrir la ventana a Feijóo y decir: «¡Vuela!».
«La polarización es el ambiente idóneo para que la gente acepte salidas autoritarias»
Hay politólogos que aplauden la polarización, como Heltzel, Laurin o Singer, pero lo hacen sacralizando el voto ideológico y lo que llaman «compromiso social». Más claro: lo dicen porque en una sociedad polarizada gana la izquierda, que domina los medios de comunicación, las redes y la educación, y que cuenta con la natural moderación y la mal digerida razón de Estado de la derecha.
Los efectos negativos de la polarización, sin embargo, son numerosos, como la degradación de las instituciones que vemos desde 2016, el cuestionamiento de las reglas de juego, el desprecio a la vida política, el rechazo al adversario, o la puesta en duda de los resultados electorales.
Esa polarización es el ambiente idóneo para que la gente acepte salidas autoritarias, antidemocráticas o que quiebren el Estado de derecho con tal de vencer al enemigo político. Es una estrategia para adoptar iniciativas al margen de los juzgados y de la ley. Un buen ejemplo de los efectos nocivos de la polarización es la tragadera del PSOE y de su tropa ante la amnistía que exige Puigdemont. Saben que es quebrar el espíritu y la letra de la Constitución, pero da igual si con ello no gobierna la derecha. Esa ceguera la genera la polarización, porque solo con una sociedad polarizada, de trincheras y linchamientos, todo vale para apartar al adversario. Por eso los Óscar Puente reciben tantos aplausos.