THE OBJECTIVE
Antonio Caño

Hacia un régimen post-constitucional (o inconstitucional)

«Corremos el riesgo de que la interpretación caprichosa de la Constitución anule su papel cohesionador y limite su función reguladora»

Opinión
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Hacia un régimen post-constitucional (o inconstitucional)

Momento de la fallida investidura de Alberto Núñez Feijóo. | Ilustración de Alejandra Svriz

Aunque la última palabra la tiene Carles Puigdemont, que es quien alzará cuando le plazca el pulgar para decidir que Pedro Sánchez sea investido presidente del Gobierno -chantaje al que el propio Sánchez se ha prestado dócilmente-, las sesiones de la frustrada investidura de Alberto Núnez Feijóo perfilaron la creación de una nueva mayoría rupturista, que no sé si es ya abiertamente anticonstitucional, pero que como mínimo es post-constitucional, en la medida en que no contempla la Constitución de 1978 como marco y límite para consumar sus proyectos políticos.

Está por verse cómo se describen esos proyectos y qué plazos se le marcan. Parece claro que se prepara una operación por etapas y con gran originalidad semántica. La amnistía, con el nombre que se le dé, vendrá primero y luego se irán cubriendo con la denominación que corresponda las otras fases hasta una consulta en Cataluña y lo que vaya haciendo falta. Todo justificado por una mayoría parlamentaria que lo respalda. 

Esa mayoría no se puede decir que haya sido diseñada por Sánchez, por cuanto no es el resultado de una iniciativa madurada en el tiempo y discutida con la sociedad, sino la expresión de una mera necesidad aritmética para continuar en el poder. No representa lo mismo para los demás integrantes de esa mayoría -independentistas e izquierda radical-, que sí ven en esta plataforma que Sánchez les ofrece, la oportunidad que llevan años buscando para romper con el régimen heredado de la Transición y tratar de disgregar España para construirse sus repúblicas, dentro tal vez de esa confederación a la que a veces se refieren.

Se trata de una mayoría exigua, puesto que apenas supera en seis diputados a la mayoría constitucional -sin contar con el papel titubeante que tiene y tendrá todo el tiempo el PNVy una mayoría que, desde luego, no representa a la mayoría social del país, ya que es indiscutible que una buena cantidad de votantes del PSOE -y hasta de otros partidos de ese bloque- desconocían los verdaderos propósitos de las opciones que respaldaron en las urnas.

«Otro PSOE diseñó hace tiempo un modelo federal que hubiera esclarecido muchas cosas y hubiera revitalizado nuestra democracia. Razón por la cual los independentistas nunca quisieron ni hablar de esa propuesta»

Como ya han venido anticipando en las declaraciones públicas de estos últimos días, la intención de esta nueva mayoría es la de «hacer política» -así le llaman- para encajar en la legalidad las concesiones que Puigdemont y Esquerra Republicana han exigido para apoyar a Sánchez, lo que, como decimos, incluye de momento la amnistía y, en fases sucesivas, alguna forma de consulta en Cataluña y cualquier otra demanda política o económica que a los independentistas se les ocurra incluir en lo que el Gobierno llamará «agenda para la concordia» u otra patraña semejante. Agenda que, sin duda, habrá que llevar algún día al País Vasco.

La ocasión es perfecta para que otros derrotados en las urnas, empezando por Yolanda Díaz -que se ha demostrado aún más inescrupulosa en su ambición que el propio Sánchez-, el Partido Comunista y una amplia gama de grupos extremistas de índole regional intenten inclinar de su lado ideológico el discurso de esa nueva mayoría y desnaturalizar en lo posible el actual modelo político, cuestionando el pasado, aislando al Partido Popular, hasta llegar algún día, por qué no, a poner sobre la mesa la Corona.

Nos dirán que, con todo esto, lo que se pretende es modernizar nuestro sistema, que no podemos seguir viviendo de los méritos de la Transición, que no podemos quedarnos en el 78. Y, en parte, no les falta razón. Hace tiempo que nuestro sistema está necesitado de reformas profundas, incluido el apartado del modelo territorial. De hecho, otro PSOE diseñó hace tiempo un modelo federal que hubiera esclarecido muchas cosas y hubiera revitalizado nuestra democracia. Razón por la cual los independentistas nunca quisieron ni hablar de esa propuesta.

Hacen falta reformas, por supuesto. Pero reformas para robustecer nuestro Estado de derecho, no para debilitarlo o desarmarlo por completo, como pretende el independentismo con la complacencia del Gobierno.

En el fondo, sabemos que lo de la modernización del sistema, como casi todo, no es más que la excusa para cubrir las necesidades de Sánchez. Pero la modernización que planean, este «hacer política» del que hablan consiste, en realidad, en retorcer la Constitución para que diga lo que ellos necesitan que diga. Dejémonos de engaños, aquí no se trata de modernizar nada, sino de encajar por la fuerza en nuestro ordenamiento constitucional lo que los independentistas exigen.

Yo no sé si eso es un movimiento anticonstitucional y, por tanto, representa una transgresión de los principios democráticos. Es decir, no sé si, tras la operación política en marcha, España dejará de ser una democracia plena. Pero lo que es indudable es que esta nueva mayoría que se fragua está diseñando un nuevo régimen post-constitucional en el que toda la estructura sobre la que ha sostenido hasta ahora el sistema -la división de poderes, la independencia de las instituciones, el respeto adversario, la propia Constitución- está sometida al cumplimiento de un objetivo mayor que sólo está en manos de la política y los políticos.

De tal manera, que así como el objetivo de alcanzar presuntas conquistas sociales exige pisotear los principios de igualdad ante la ley o la presunción de inocencia, el objetivo de conseguir la concordia en Cataluña obliga a maltratar el Código Penal o rebasar la Constitución.

Insisto en que no sé si lo que se prepara será o no constitucional. Tampoco estoy seguro, desafortunadamente, de que el Tribunal Constitucional tenga hoy legitimidad suficiente para resolver esa duda ante la sociedad. Pero, si una Constitución se rige por unos principios tan laxos que permite su interpretación para una cosa y su contraria, es lógico dudar de su eficacia. Si nuestra Constitución consagra la unidad de España, pero, al mismo tiempo, permite su división, todos los derechos que esa Constitución protege caben ser puestos en duda. ¿Quién me garantiza que mi libertad de expresión no se verá un día amenazada por una interpretación política de la Constitución que exija, por ejemplo, la revisión previa de un texto por una futurista “comisión de sensibilidades”? 

No, nuestra Constitución no lo permite todo. Entre otras cosas, porque eso sería tanto como decir que no protege a nadie. Interpretar de forma caprichosa la Constitución para cubrir objetivos coyunturales anula su papel cohesionador de nuestra sociedad y limita extraordinariamente su función reguladora. Retorcer la Constitución por pura necesidad política es tanto como violarla. No se le llama así. Se le llama «hacer política». Política de alto riesgo. Política que puede acabar, incluso de forma involuntaria, en un nuevo régimen -¡disfrute Pablo Iglesias, usted habrá perdido, pero sus ideas triunfan!-, un régimen post-constitucional o inconstitucional.

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