THE OBJECTIVE
Sonia Sánchez Díaz

El diluvio que pilló sin paraguas a Israel: ¿hibris o uróboro?

«Israel no puede permitirse el lujo de perder una guerra, ni tampoco que sea muy costosa en número de víctimas civiles o militares»

Opinión
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El diluvio que pilló sin paraguas a Israel: ¿hibris o uróboro?

Una mujer coge de la mano a una soldado israelí herida a su llegada a un hospital de Tel Aviv. | Contacto Photo

La invasión en toda regla efectuada por Hamás sobre Israel este sábado 7 de octubre ha sido una sorpresa que recuerda, y no por casualidad, a la operación conjunta lanzada por Siria y Egipto en octubre de 1973 y que se popularizó, dependiendo del espectador, como la Guerra de Yom Kipur o Guerra del Ramadán. Esa fue, tal vez, la primera de las guerras árabe-israelíes a la que se engalanó con símbolos religiosos y esta ha sido la última. Si aquella guerra puso de relieve la falta de previsión y las brechas de las fuerzas de defensa y de los servicios de inteligencia de Israel, imbuidos aún del espíritu triunfalista de la Guerra de 1967, ésta ha sido su cámara de resonancia 50 años después. 

La batalla por la apropiación de los símbolos en una guerra dice mucho acerca de las intenciones de sus actores y tanto el tiempo como el modus operandi han sido calculados para dejar claro quién reclama la legitimidad de la lucha frente a Israel: Irán y sus ejércitos representantes en la región. Como siempre, las informaciones sobre una operación por sorpresa son grandilocuentes y si Mohamed Deif, el jefe militar de Hamas en la Franja de Gaza, denominaba al asalto «el Día de la Gran Revolución«, en clara alusión a la otra gran revolución ocurrida en Irán en 1979 y que cambió para siempre el mapa de fuerzas en Oriente Medio, el nombre que ha aparecido posteriormente en los medios, el «Diluvio de Al-Aqsa», muestra esa conjugación de elementos religiosos y políticos con el que se desea impregnar la narrativa de un conflicto con ramificaciones regionales e internacionales que van más allá de sus trágicas repercusiones locales.

Lo que ha ocurrido este sábado en Israel, un ataque armado que ha provocado más de doscientos muertos, varios secuestros y más de 1.400 heridos justo en el último día de las fiestas de Sucot conocido como Simjá Torá, (irónicamente «la alegría de la Torá»), admite, al menos, cuatro claves interpretativas: una de carácter táctico, otra intra-palestina, otra en clave regional e internacional y por último una en clave intra-israelí.

En clave táctica, tanto las dimensiones del ataque como su despliegue en una operación conjunta sin precedentes y perfectamente coordinada por tierra, mar y aire, implica un nivel de sofisticación en las comunicaciones, en el ámbito operacional y en el financiero, que Hamás no habría podido conseguir sin el respaldo financiero y táctico de Irán. La llamada a la rebelión de los árabes israelíes, de los palestinos de Cisjordania y de los Estados vecinos de Israel (léase Líbano y Siria) no es más que una advertencia a Israel de su debilidad en caso de que uno de los mejores ejércitos de cuantos lo bordean, Hezbolá, principal peón de Irán en la región, decidiera entrar en guerra. Israel teme esto más que nada, recordando aún las dificultades que supuso la guerra que lo enfrentó a Hezbolá en el 2006 y que costó la renuncia del general que dirigió las tropas de tierra en aquella ocasión, Udi Adam, y su jefe de Estado Mayor, Dan Halutz. Aunque la operación conjunta Hamás-Hezbolá no se llevara a cabo, la mera amenaza obliga a Israel a abrir un frente preventivo al norte y a desplegar su armada para proteger de un ataque los pozos de gas situados frente a las aguas territoriales libanesas y que ya han sido objeto de algún ataque.

En el sur del país, en los kibutz y pequeñas poblaciones cercanas a Gaza, Sderot o Ashkelon, la táctica israelí parece dirigirse hacia una política de tierra quemada, a fin de contrarrestar cualquier ventaja táctica de la que se pudiera servir Hamás, lo que obligará a desplazar a las poblaciones israelíes de esas áreas. Por otro lado, la respuesta que dará Israel en la Franja de Gaza, con ataques aéreos dirigidos contra infraestructuras de Hamás en la zona con mayor densidad de población del mundo, causará, sin duda alguna, la destrucción de viviendas, infraestructuras y vidas de cientos de civiles palestinos. Se avecinan días duros y en los que sin duda habrá que aplicar la contención para evitar un nuevo desastre humanitario en la Franja. Y seguirá pendiente la cuestión de si los ataques israelíes conseguirán al final su objetivo de acabar con la infraestructura militar de Hamás en Gaza. 

En clave intra palestina, la ofensiva debe leerse como una respuesta conjunta de Hamás y de Irán al proceso de normalización de relaciones entre Israel y Arabia Saudí, que contemplaba la necesidad de avances en materia de concesiones a los palestinos y en el que la Autoridad Palestina de Mahmoud Abbas (Al Fatá) estaba erigiéndose como portavoz en los acuerdos, presentando a través de su negociador, Hussein al-Sheikh, hace poco más de un mes, un documento con seis puntos donde esgrimían sus peticiones a las autoridades saudíes. Entre esas peticiones se encontraban gestos simbólicos como la reapertura del consulado estadounidense en Jerusalén o la apertura de un consulado saudí, junto a otras más sensibles para Israel, como el cambio de estatus de territorios en Cisjordania, pasando de C (bajo el control absoluto de Israel) a B (territorios bajo control civil palestino, pero con la seguridad en manos de Israel). Hamás disputa a la Autoridad Palestina desde el 2007 la representación legítima del pueblo palestino, y la intención de dejarlo fuera del mapa en las negociaciones y que Abbas pudiera hacer concesiones renunciando a los derechos legítimos del pueblo palestino, era un escenario intolerable para Hamas, que aún mantiene como objetivo en su carta fundacional, la destrucción del Estado de Israel.

En clave regional, el ataque representa una postura manifiesta de anti-normalización de relaciones entre Israel y Arabia Saudí. En una región caracterizada por la política de hechos consumados que ha permitido a Israel mantener el estatus quo desde la Intifada de Al-Aqsa y la defunción de los Acuerdos de Oslo, los Pactos de Abraham, firmados con el auspicio de la Administración Trump en 2020 y que abrieron el camino hacia la normalización de relaciones con Emiratos Árabes Unidos, Bahrein, Marruecos y Sudán, han supuesto para Irán, la principal amenaza a su intento de extender su influencia y modelo político en la región; y a los palestinos, el principal obstáculo para conseguir sus objetivos políticos eliminando el único incentivo que le quedaba a Israel para cerrar un acuerdo de paz atendiendo a sus reclamaciones territoriales. Para Irán, la entrada de Arabia Saudí en los Acuerdos de Abraham, supondría además la culminación de una alianza regional anti-iraní, además de representar un serio desequilibrio geoestratégico, puesto que los saudíes han condicionado su entrada en los pactos a la firma con Estados Unidos de contratos billonarios en materia de seguridad, en el que los drones y la ciberdefensa juegan un papel protagonista, incluyendo la venta del F-35, el avión militar más avanzado del mundo y el más codiciado por los países de la región.

Además de ello, Arabia Saudí demanda la colaboración estadounidense para desarrollar tecnología nuclear con fines civiles, cuestión a la que Irán se opone vehementemente, ya que su propio programa le ha costado billones de dólares en sanciones. Para Estados Unidos, por su parte, el bloqueo de la normalización de relaciones entre Arabia Saudí e Israel supondrá la culminación del mandato de Joe Biden sin que pueda vender un gran éxito diplomático en Oriente Medio, como han hecho la mayoría de presidentes anteriores y la propia China, al conseguir cerrar un encuentro entre Arabia Saudí e Irán en Beijing el pasado mes de abril. Y ello a pesar de haber conseguido apoyos significativos en el Senado para cerrar un acuerdo con los saudíes, como los de la senadora Joni Ernst (Iowa) y el Comité de los Acuerdos de Abraham en el Congreso, frente a los más de 20 congresistas demócratas que se manifestaron abiertamente en contra de un acuerdo de seguridad de estas características con un régimen tan cuestionado y poco fiable, como el saudí.

Por último, en clave interna israelí el ataque supone la mayor prueba para la fracturada y débil coalición de gobierno que dirige el país. Aunque la guerra pueda suponer, mientras dure, un alivio a la presión a la que estaba sometido el Gobierno de Netanyahu por su reforma judicial y las políticas anti-liberales que han sacado a la calle a cientos de miles de israelíes desde el pasado mes de febrero y en el que los reservistas han tenido un papel protagonista amenazando incluso con no cumplir con su deber si eran movilizados por este Gobierno, la permanencia de la coalición depende ahora de su desempeño en la guerra y de los resultados de la misma. La gran incógnita que este gobierno tendrá que responder es: ¿cómo ha podido fallar tan estrepitosamente la inteligencia israelí a la hora de prever y prevenir un ataque semejante? ¿Por qué no ha habido la suficiente coordinación entre los servicios del Shin Bet (inteligencia exterior), Aman (inteligencia militar) y Mossad (inteligencia exterior)? ¿Cómo es posible que uno de los sistemas anti-misiles más sofisticado del mundo, la Cúpula de Hierro, no haya sido suficiente para prevenir las dimensiones que ha tenido este ataque?

Lo cierto es que Israel no puede permitirse el lujo de perder una guerra, ni tampoco que sea muy costosa en número de víctimas civiles o militares. Su seguridad ha sido su ethos y símbolo de identidad nacional desde su fundación en 1948 y, aunque esta guerra haya supuesto un duro golpe a su mito de invencibilidad en la región y a su hibris como potencia militar y ocupante, de la gestión de este Gobierno fracturado y de su capacidad de unir de nuevo a la antigua «nación en armas» dependerá la resolución que ponga fin a esta guerra más temprano que tarde. Esta vez el diluvio ha pillado sin paraguas a Israel. La cuestión es si Israel aprenderá la lección para no acabar convirtiéndose en un uróboro que se devora a sí mismo en un eterno retorno desde 1973, o si será capaz de dominar su hibris y aceptar, de una vez por todas, que cualquier normalización en la región pasa por intentar devolver la normalidad a la vida de los palestinos. 

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