THE OBJECTIVE
Miguel Ángel Quintana Paz

¿Por qué desprecia el papa Francisco a España?

«Enclaustrado en una ‘teología del pueblo’ que diviniza a éste, Bergoglio desprecia a cualquier nación grande justo por aquello que la hizo grande e influyente»

Opinión
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¿Por qué desprecia el papa Francisco a España?

El papa Francisco. | Europa Press

Imagine vuesa merced, amigo lector, que tras mucho hacerme de rogar, tras una y mil invitaciones por su parte, por fin, un buen día me digno visitar su casa. Usted me recibe encantado: desconecta el teléfono para que nadie nos moleste, me brinda su mejor vino y sus más suculentas viandas, me acomoda en el sillón más mullido. Y luego se sienta a escuchar atento cuanto yo desee contarle.

En ese momento yo abro la boca y lo primero que digo se oye alto y fuerte: «Vengo a visitarte, sí, pero no a tu casa, que ya prometí que no visitaría nunca. Considera más bien que solo vengo a tu sillón y a este cojín concreto en que reposan mis posaderas. Que solo visito este trocito justo de alfombra que ahora pisan mis pies. ¡Ni se te ocurra darte por visitado en tu hogar como tal, mi amigo!».

Tanto usted como cualquier otro que contemplara la escena colegiría sin dificultad que algo extraño sucede: o bien subsiste entre ambos un agravio imperdonable —un agravio que me lleva a despreciarle a usted con palabras tan severas—, o bien soy yo un petimetre maleducado. Tal vez, incluso, se dé una mezcla de ambas opciones. ¡Algo grave debe de pasar, para comportarme yo de modo tan grosero!

Pues bien, la escena que acabo de describir, y que le garantizo a usted que jamás llegará a suceder entre nosotros (soy un hombre que respeta lo que le enseñaron sus padres: si visito alguna vez su casa de usted, trataré por todos los medios de evitar toda descortesía), es sin embargo la escena que los europeos, y más en concreto los franceses, hubieron de padecer hace solo unos días durante la visita que el papa Francisco hizo a tierras galas. ¡Perdón!, acabo de contarlo como lo contaría cualquiera que sepa de geografía. Me corrijo, lo contaré como lo querría contar el propio Francisco: eso es lo que sucedió hace unos días cuando el papa visitó Marsella, pero no Francia, no, no, fue solo Marsella el lugar visitado, que Francia no la quiere visitar y él mismo negó haberla visitado.

¿Cómo es así? El propio papa lo ha explicado varias veces: no quiere viajar a ningún gran país europeo «hasta que no haya acabado con todos los pequeños». Andorra, Liechtenstein y quién sabe si Gibraltar siguen en la cola; Italia presuponemos que está excluida de los países no visitables, aunque sea grande, por el detallito de que hablamos del obispo de Roma; así que las «grandes naciones” que aún deberán esperar son Francia, Alemania (donde además hay mucho lío «sinodal») y España (donde por añadidura, según el papa, no estamos «en paz», y él no quiere venir hasta que la haya).

«¡No hay nada que un buen argumento jesuita no sepa remediar!»

Esos deseos del papa, claro, chocaron con la evidencia de que el pasado 22 de septiembre aterrizó en la segunda ciudad más poblada de Francia, Marsella. Pero ¡no hay nada que un buen argumento jesuita no sepa remediar! De modo que el papa insistió que no, que no estaba incumpliendo sus anunciados propósitos; que aunque todos le estuviésemos viendo pisar el de una gran nación, la francesa, en realidad nos engañaban nuestros sentidos: era solo Marsella, exclusiva y únicamente Marsella, el lugar visitado, como urbe mediterránea, como puerto de inmigrantes, como la antigua Massalia griega, como cualquier cosa menos como una ciudad francesa auténtica. El también francés Blaise Pascal se satirizó en su día los jesuitismos de su época; se echa en falta hoy un cristiano de su talla.

¿Cuáles han sido las reacciones a estos jeribeques argumentales de Francisco? La más inesperada para él habrá sido la de ciertos grupos antiinmigracionistas, que le han dado encantados toda la razón. En efecto, argumentan estos, Marsella hace tiempo que ha dejado de ser Francia, «invadida» como está de poblaciones que no se sienten francesas, de masas que viven aparte de la institucionalidad francesa, de barrios enteros donde no rige la ley francesa. Si Marsella no es Francia, como Francisco y estos grupos comparten, habrá que reconquistarla, añadiría un Éric Zemmour: de ahí el nombre que ha puesto a su partido, ¡Reconquista! (Reconquête!).

Otras reacciones a las alambicadas palabras de Francisco han sido más dolidas. Un pensador tan católico y comedido como Pierre Manent no podía sino expresar su desconsuelo en el artículo que hace poco escribió para Le Figaro: «El papa Francisco lo ha vuelto a decir: no ha venido a Francia, sino a Marsella. (…) No importa que el primer ministro y el presidente de la República Francesa le reciban calurosos e ilusionados, que la policía, la gendarmería y el ejército franceses le protejan a cada segundo, no importa que la ciudad de Marsella sea hoy la ciudad de Francia más dependiente de la buena voluntad del gobierno y de los recursos del Estado: para él esta nación, como otras naciones europeas, no puede ser objeto de sus cuidados ni destinataria de sus intenciones, por lo que a él respecta no existe. ‘Marsella y el Mediterráneo’ es la circunscripción de la que emerge la verdad del mundo actual, y de la que debemos extraer los principales motivos de nuestras acciones».

Esta última frase de Manent nos permite profundizar en los razonamientos de Francisco. No es ya solo que desprecie a las grandes naciones de Europa negándoles toda hospitalidad, incluso cuando de hecho, como en el caso marsellés, se la prestan. (No hace tanto que el propio papa anunció que, si visitaba Santiago de Compostela, tampoco sería España la visitada, sino solo Santiago: cuando uno aprende una acrobacia argumental, tiende a repetirla). No, el desafío de Francisco a las grandes naciones históricas, como Francia o España, es mayor. Lo dejó claro, una vez más, en esta última visita a Francia… ¡perdón, Francisco!, a Marsella sola, solita, sola, que allá es adonde ha ido Su Santidad.

Allí el papa insistió en una parte de la doctrina católica: la importancia de dar un trato humano al inmigrante y acogerlo. Bien está. No obstante, hemos dicho «una parte de la doctrina» porque no es esto lo único que dice el Catecismo de la Iglesia sobre el complicado asunto de la inmigración. El papa anterior, Benedicto XVI, fue bien consciente de ello, y a menudo insistió también en «la otra parte». Esa «otra parte» que el papa Francisco, ¡ay!, siempre olvida.

«Regular la inmigración no solo está lejos de ser pecado, sino que puede ser aquello que una nación exija a sus gobernantes»

Recordémosle al papa (si por azar leyera un periódico tan suculento como THE OBJECTIVE) y a todos nuestros lectores interesados esa «otra parte». Basta acudir al parágrafo 2241 del citado Catecismo para conocerla. Allí se afirma que las autoridades de un Estado «pueden subordinar el ejercicio del derecho de inmigración a diversas condiciones jurídicas», si así lo aconseja «el bien común». Dicho de otro modo: regular la inmigración no solo está lejos de ser pecado, sino que puede incluso ser aquello que una nación exija a sus gobernantes. Pues estos tienen el deber de buscar su bien.

Nada hay, pues, en la doctrina católica (ni en los discursos de los últimos papas, antes de Bergoglio) contra las grandes naciones europeas. Ni contra su derecho a regular la inmigración. Ni, claro, su derecho a hacer cumplir tales leyes. Tampoco hay nada contra su derecho a sobrevivir. Esto es lo que el papa Francisco, empero, encuentra dificultades a la hora de difundir urbi et orbi, como es su misión.

Aquí reside un problema para él como papa, sin duda: igual que un director de cine que dejara siempre las películas a la mitad, o un profesor que nunca terminara de explicar un tema de examen, a un pontífice que no explica completo el mensaje cristiano le queda un tanto por mejorar en su labor. Pero aquí reside un problema también para nosotros, los nacionales de los grandes países europeos. El papa, por ejemplo, advirtió en Marsella que nunca deberíamos considerar a los inmigrantes, sean cual sea su número o sus intenciones, como invasores. Suponemos que Francisco piensa que la Marcha Verde de 1975 fue un evento ecologista. Y que si el rey de Marruecos vuelve a inundar los territorios de Ceuta o Melilla con sus súbditos, deberíamos resignarnos a ello, pues la principal virtud cristiana ahí no sería la legítima defensa o proteger el bien común de los que habla el Catecismo, sino solo una pía, pacata e inactiva resignación.

Es verdad que muchos podrían contraargumentar al papa que, de ser esto así, ¿cómo es posible que el único Estado europeo rodeado completamente de muros de varios metros de grosor sea… el Vaticano? En vez de discursos en Francia, perdón, en Marsella, o en cualquier otro paraje, ¿no sería lo más ejemplarizante aplicar las políticas que Francisco quiere para otros Estados a ese Estado concreto en que él es nada menos que soberano absoluto? ¡Obras son amores y no buenas razones!, sabe el católico refranero español. Y no vale ahí la respuesta de que la Iglesia ya ayuda mucho a muchos inmigrantes en oenegés por todo el mundo: también los Estados nación a los que el papa increpa dedican miles de millones a ayuda al desarrollo de los países depauperados. Si el papa les pide que, aparte de eso, no pongan trabas a recibir millones de sus habitantes tras sus fronteras, entonces eso mismo debería ser lo aplicado en el Vaticano, ¿no? Jesús no dijo demasiadas cosas sobre regulación fronteriza, pero sí dejó una y otra vez claro cuánto le repateaban los dirigentes religiosos hipócritas que imponían a otros normas que ellos ni soñaban en aplicarse a sí.

Esta objeción al papa, sin embargo, tiene las patas cortas. Pues olvida aquello que hemos empezado subrayando en este artículo: el desprecio del papa no se dirige a todas las naciones del mundo y su supervivencia, sino solo a las grandes. Así que bien podría refugiarse en ese matiz Francisco para defender al país más pequeño del mundo, al microEstado de su Santa Sede, y aun así seguir exigiendo a los grandes otro comportamiento.

Ahora bien, justo entonces tocamos, en esta distinción entre grandes y pequeñas naciones, el meollo de la actual ideología papal.

«Los analistas más afines al sumo pontífice reconocen que está marcado por la llamada ‘teología del pueblo'»

Pues incluso los analistas más afines al sumo pontífice reconocen que está marcado por la llamada «teología del pueblo», de autores como Alberto Methol Ferré o Juan Carlos Scannone. No es este el lugar para diferenciar este pensamiento, típicamente argentino, de la teología de la liberación como tal; digamos solo que su categoría clave es la de «pueblo», a quien atribuye una importancia capital. Por eso, a diferencia de los teólogos de la liberación, no desprecia la religiosidad popular, que estos veían (al igual que Marx) como alienante: por el contrario, los teólogos «del pueblo» ven en esa religiosidad a ese pueblo mismo, que ellos han elevado al rango casi de sagrado, en todo su esplendor.

Ahora bien: si el pueblo, para esa teología de la que Bergoglio bebe ya desde antes de ser papa, es el dechado de toda excelencia, ¿cómo se explican los males y sus sufrimientos que sufren justo las clases populares, en especial las de países tan problemáticos como los de Iberoamérica? La respuesta es que hay un enemigo que les llegará siempre desde fuera: el imperialismo, el capitalismo, las grandes potencias, las ideologías extranjeras (modernas, europeizantes, alienantes), las burguesías traidoras ante las élites foráneas. Es normal, dentro de esa mentalidad, deducir que las grandes naciones europeas cargamos un fardo de pecados enormes a nuestras espaldas. Y el hoy papa Francisco no va a hacernos la vista gorda (no pun intended) ahí.  

Como suele ocurrir en filosofía, una vez que hemos captado ese marco general, se vuelven mucho más comprensibles los hechos concretos. Así, por ejemplo, que el pontífice alabara este verano el Imperio ruso o ensalzara el Imperio mongol, pese a que el fundador de este último, Gengis Khan, sea uno de los personajes más sanguinarios de la historia. Pero Francisco puede alabar ese Imperio por reconocer «lo mejor de los pueblos que lo componían» y ponerlo «al servicio del desarrollo común» (pese a suponerles 40 millones de víctimas) porque, al fin y al cabo, Mongolia es hoy una nación de poca importancia. Y nadie puede vincularla con los males que asolan Iberoamérica. No así el Imperio español, claro, al que Francisco jamás alaba y muchas veces condena. Pese al no pequeño detalle de que, de no ser por tal Imperio, hoy su importancia como pontífice quedaría bastante capitidisminuida: un 48 % de los católicos actuales viven en América, y la inmensa mayoría de ellos habla en español o portugués.

Terminemos, pues, con una respuesta clara a la pregunta que encabeza este artículo. El papa Francisco desprecia a España, sí, pero no solo a España, sino a cualquier nación grande. Y nos desprecia justo por aquello que nos ha hecho grandes e influyentes. Esto no debería llevarnos, empero, a franceses, alemanes, ingleses o, en especial, a los españoles a pagarle con igual moneda. «Desdén con desdén se paga y amor con amor se logra», escribió Luis Mariano de Larra. Pero el principal perjudicado por esta mentalidad pontificia es el propio pontífice: obligado a ringorrangos argumentativos ridículos cuando por fin visita una gran nación sin haberse pasado antes por Mónaco; enclaustrado en una «teología del pueblo» que diviniza a este y por tanto le impide analizar sus problemas reales; ayuno de los placeres que disfrutamos sin complejos los que admiramos el rico legado hispano y sabemos que, a través de él, se nos dio a su vez la capacidad de reverenciar la inmensa herencia grecorromana.

Aprendamos pues de esa herencia a tener lo que los griegos llamaron «megalopsyjía» (gran alma) y los latinos «magnanimitas»: seamos magnánimos con las carencias del papa. Y roguemos porque algún día también logre él un alma grande. Que le permita amar todo lo grande, incluidas nuestras viejas naciones europeas. «Apreciad todo lo que sea verdadero, todo lo noble, todo lo recto, puro o amable, todo lo que es digno de admiración» recomendó en su día San Pablo a los Filipenses; no parece tampoco mal consejo hoy.

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