Un repugnante y espectacular autorretrato
«Los crímenes de Hamás sirven para retratar la mezquindad de quienes justifican la violencia no porque persigan la justicia, sino porque buscan el poder»
Si está usted inmerso en las redes sociales o atento a las televisiones y, a cuenta de esa organización terrorista que es Hamás, ha tenido que sumar a la contemplación de crímenes horrendos justificaciones igualmente repugnantes, no se angustie demasiado. El mundo no se ha vuelto loco. La inmensa mayoría de las personas piensa y siente lo mismo que usted ante la matanza de centenares de jóvenes que bailaban despreocupadamente en un festival, el asesinato de familias enteras a sangre fría, la matanza de bebés y la violación y secuestro de mujeres. Ocurre que el mal es extremadamente cínico, exhibicionista y hábil a la hora de proyectarse sobre el mundo. Y la llamada sociedad de la información se adapta como un guante a estas cualidades.
El terrorismo es el uso sistemático del terror, no ya para infligir daño, que sin duda lo hace, sino para lograr una difusión que de otra forma sería imposible, porque detrás del terrorismo a menudo lo que hay no es un pobre pueblo oprimido, sino una ideología, creencia, religión o fanatismo que aspira al poder. Por eso el terrorismo y la violencia en general son recursos especialmente empleados o justificados por organizaciones y políticos extremistas que no pueden aspirar a alcanzar sus fines por aclamación popular.
Friedrich Engels advirtió en The Peasant War in Germany (1850) que lo peor que puede sucederle al líder de un partido extremista es verse obligado a asumir el gobierno en una época en que la sociedad aún no está madura para la aceptación de su visión. Este dilema fue lo que llevó a Lenin a convertirse en apostata del marxismo en una Rusia zarista apenas industrializada, que distaba mucho de haber alcanzado una «conciencia proletaria», e idear lo que definió como «vanguardia revolucionaria». Si la sociedad no estaba madura para la asunción de determinadas ideas, sería conducida hacia ellas de grado o por fuerza mediante una élite de «luchadores de vanguardia». El convencimiento y la voluntad popular serían reemplazados por el convencimiento y la voluntad de una élite que impondría su revolución usando cualquier medio disponible, incluida la violencia psicológica y física.
Lo que hizo Lenin simplemente fue dejar a un lado la teoría («La práctica es cien veces más importante que la teoría») y convertirse en activista, un activista violento. Con él, la revolución prescindió del requisito del convencimiento de las masas y se convirtió en una materia reservada para mentes poderosas que sabían a dónde iban. La revolución ya no surgiría de la espontaneidad del pueblo sino de la vanguardia. Así, la catarsis revolucionaria no sería fruto del convencimiento mayoritario sino de una violencia organizada que haría visible la revolución, arrastraría a la gente y marcaría el camino.
«Sumar, Unidas Podemos, Bildu e Izquierda Unida no emplean ya la violencia de forma descarnada, pero la justifican»
Esta sigue siendo en esencia la estrategia de los grupos violentos y también de las organizaciones y partidos de extrema izquierda actuales, entre ellos, los que operan en España, como Sumar, Unidas Podemos, Bildu e Izquierda Unida, y otros menos nutridos de los que apenas se conoce su existencia pero que hacen una silenciosa labor de zapa. Estos partidos no emplean ya la violencia de forma descarnada, pero la justifican, incluso la alientan, en todas aquellas circunstancias que consideran favorables para sus propósitos.
Cuando afirmo que no emplean la violencia, me refiero a apalizar o asesinar directamente. Sin embargo, sí emplean otra violencia, la que consiste en coartar el pluralismo, en acosar, silenciar e imponer la muerte civil; es decir, la violencia política. Un ejemplo palmario del ejercicio de este tipo de violencia nos lo proporcionó recientemente la alcaldesa socialista de Getafe, Sara Hernández, al borrar el nombre del exfutbolista Alfonso Pérez del estadio de ese mismo municipio como represalia por sus opiniones.
En realidad, lo que hacen los políticos de extrema izquierda es buscar la manera de imponerse, no de convencer. Actúan como la vanguardia revolucionaria ideada por Lenin pero adaptada a una sociedad diferente, que ya no está sometida a una autocracia, sino que se desenvuelve con mucha más libertad dentro de los márgenes de la democracia. Lo que, en teoría, debería haber civilizado a estas formaciones.
Sin embargo, no ha sucedido así. Ocurre que el mundo ha experimentado grandes cambios desde que Lenin pusiera en práctica su estrategia. La vanguardia revolucionaria ha aprendido a fingir respeto por un orden democrático al que en realidad desprecia profundamente, porque es incompatible con su ambición totalitaria, y se ha engalanado de buenas intenciones. Pero su mejor aliado ha sido la revolución tecnológica porque ha puesto a su disposición nuevas herramientas con las que amplificar su influencia.
Esta influencia no es que sea realmente mucho mayor, en el sentido de haber ganado una gran cantidad de apoyos. Lo que las nuevas tecnologías han permitido a la extrema izquierda es proyectar la sensación de que es mucho más poderosa de lo que realmente es. Igual que el encuadre de una foto de una manifestación puede trasladar al público la impresión de que es multitudinaria, cuando en realidad un plano más amplio mostraría a unos pocos cientos de individuos, las nuevas tecnologías y sus entornos virtuales permiten que la extrema izquierda parezca muy nutrida. Ahora los grupos bien organizados y conscientes de los objetivos que persiguen pueden ser omnipresentes, aunque sean muy minoritarios.
«Llevamos demasiado tiempo atrapados dentro de una realidad virtual intimidante»
Con este súperpoder de la ubicuidad, la extrema izquierda puede crear la ilusión de que existe una verdadera controversia respecto de lo sucedido en Israel; que no todo el mundo coincide con nuestro sentimiento de repulsa, ni mucho menos, sino que hay una parte de la sociedad tanto o más numerosa para la que detrás de esos crímenes abyectos hay un mal mucho mayor que los justifica. En definitiva, que los adolescentes, jóvenes y bebés asesinados, las familias ejecutadas al completo, las mujeres violadas y secuestradas no son más que el dedo que oculta la Luna.
Sin embargo, que la extrema izquierda pueda proyectar sobre la sociedad una imagen de su influencia tan distorsionada no obedece sólo a la combinación de la vieja estrategia de la vanguardia revolucionaria y las nuevas tecnologías, también es consecuencia de una crispación interesada (recuerde, con la violencia se marca el camino) y la consiguiente normalización del disparate en que han caído demasiados izquierdistas moderados, que hoy consideran aceptable lo que no hace mucho habrían contemplado con disgusto, si a cambio la derecha jamás vuelve a gobernar.
También es hasta cierto punto comprensible que en un régimen totalitario el común agache la cabeza, no se atreva a levantar la voz, porque tal osadía puede costar la vida. En España, aunque la degeneración todavía no es comparable, tampoco lo son las consecuencias de ejercer la crítica, de desafiar la omnipresente y opresora corrección política. A lo sumo conlleva recibir insultos, ser vetado en determinados medios y entornos, quizá ver truncada la progresión profesional o, en el peor de los casos, una merma de los ingresos económicos. Pero es un precio relativamente asequible… comparado con las graves consecuencias de no hacerlo.
No me importa si usted, querido lector, se considera progresista o conservador. Lo que quiero advertir es que llevamos demasiado tiempo atrapados dentro de una realidad virtual intimidante, llena de reglas y castigos, con la que los extremistas nos han persuadido de que lo que nos conviene es ponernos de perfil, rendirnos al fatalismo o seguir la estela de la crispación. Sin embargo, hasta la vehemencia tiene límites. Y de igual manera que el asesinato de Miguel Ángel Blanco dejó a la extrema izquierda vasca desnuda, desprovista de sus artificios y mentiras frente a una sociedad puesta en pie y que hasta entonces había vivido intimidada, los horrendos crímenes de Hamás sirven para retratar la insoportable mezquindad y soledad de quienes azuzan el resentimiento y justifican la violencia no porque persigan la justicia, sino porque buscan el poder.