THE OBJECTIVE
Antonio Elorza

Una rebelión constitucional

«La única vía posible es el esfuerzo público generalizado para deslegitimar sin violencia una investidura de fondo anticonstitucional. ¡Elecciones ya!»

Opinión
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Una rebelión constitucional

Ilustración de Alejandra Svriz.

«La intención de estas líneas es probar que no hay derechos sin garantías, ni garantías sin Constitución, ni Constitución sin división de poderes, ni división de poderes sin participación. En forma aun más breve: no hay derechos individuales sin la voluntad ciudadana de defenderlos». (Miguel Artola, Discurso de ingreso en la Real Academia de la Historia, 2 de mayo de 1982).

Una estampa muy frecuente en las secciones de humor de los años 30 era la de la Niña, esto es, la República, que aparecía cubierta de rasguños y esparadrapos, y frente a ella estaba otra niña mal encarada. Un señor le preguntaba a la primera qué la había ocurrido, por qué estaba malherida, y la niña agresora se adelantaba para responder: «¡Ha sido ella misma, por perjudicarme!».

El cuento es aplicable a la crisis presente. Un espectador que atienda solo a las declaraciones del Gobierno y a los medios bajo su control, podría pensar que la extrema derecha de raíz franquista (Vox), secundada por la derecha irrecuperable (Feijoó y el PP), ha emprendido sin razón alguna la cruzada contra la continuidad de un «gobierno de progreso», presidido por Pedro Sánchez. Previsible gobierno que cuenta con la mayoría progresista -Junts y PNV incluidos- de los españoles. Frente a ellos, pues, solo cabe encontrar a reaccionarios enemigos de esa mayoría, y como lógica consecuencia, de la democracia y de «la diversidad de España». 

Al ser tal la situación, desde este enfoque, ni por supuesto los portavoces del Gobierno ni los corifeos que se pronuncian a favor suyo en sus medios, caso de El País, por no hablar de RTVE o la SER, se detienen a examinar en qué consisten los acuerdos con independentistas que permitirán a Sánchez gobernar, y menos se asoman a rebatir los argumentos de quienes, de forma «estruendosa» a su parecer, tratamos de explicar por qué España se encuentra hoy en una situación límite.

«Lo que pasa ahora a estar en juego es la propia supervivencia del orden constitucional»

Situación límite, porque supone la culminación de una singular trayectoria de Gobierno. Arrancó de la formación de la alianza PSOE-Podemos en enero de 2020, clarificada con la retirada de la máscara de radicalismo prestada por Pablo Iglesias y que por fin alcanza su máxima concreción al verse Pedro Sánchez al borde del abismo tras su derrota electoral de mayo. Lo que pasa ahora a estar en juego no es el mayor o menor grado de autoritarismo en la actuación del presidente, sino la propia supervivencia del orden constitucional por efecto de su inevitable destrucción. La causa no es otra que la rendición sin condiciones del Estado, decidida por el presidente en funciones con el fin exclusivo de mantenerse en el poder

La caracterización del estilo de Gobierno de Sánchez se desliza así en ese recorrido, a partir de su innata propensión al caudillismo, hacia el sultanismo del tipo Erdogan, con la puesta en práctica de una estricta subordinación a su mando de los poderes Legislativo y Judicial, para desembocar en su desbordamiento, cuando asume reiteradamente un comportamiento gangsteril para imponer siempre sus mandatos, frente a leyes y jueces que se le resisten. El Tribunal Constitucional resultaría así degradado, al servicio del Gobierno, hasta el papel del abogado torticero que siempre figura en las películas clásicas del género negro.

En esta etapa final, no ha tenido lugar un repliegue, sino una exacerbación de semejante deriva. De un lado, jugando a fondo con su versión totalitaria de la información, consistente en el uso sistemático, digitalmente regulado, de la mentira, la ocultación y el engaño (más la descalificación) para que los ciudadanos asuman su visión maniquea del conflicto político. Este resulta privado de contenidos, salvo para resaltar el enfrentamiento entre su progresismo innato y el reaccionarismo del enemigo, ya no adversario. Nada de informar, ni de argumentar, ni de debatir. Por otra parte, en ese vaciado de los contenidos de la democracia, procede a asumir la lógica de destrucción del orden constitucional que buscan sus aliados, a quienes está dispuesto a vender uno tras otro fragmentos de Estado a cambio de un puñado de votos. En el caso de Sánchez, no se trata de «el Estado soy yo»; ya que por sus objetivos personales no duda en convertirse en el Antiestado, en lo que concierne a la preservación del Estado constitucional.

«El delincuente político se ha transformado en anfitrión de la democracia que trató de destruir»

El séquito intelectual de Sánchez tiene una sola cuerda en su violín: el acuerdo es la única vía, cualquiera que sea el juicio sobre su contenido, para establecer un clima de convivencia con Cataluña, léase con el independentismo. Cualquier otra opción supone perpetuar el conflicto. La primera objeción ante tal propuesta es que un grave problema político, surgido de la voluntad independentista de fracturar el orden constitucional, no puede encontrar solución sin que los sediciosos de 2017 asuman la necesidad de respetarlo en lo sucesivo. No importa cuales pudieran ser las concesiones por ellos alcanzadas. Y aquí el barco hace agua por todas partes. Para empezar, en el plano simbólico, la negociación del acuerdo tiene lugar en el domicilio del principal culpable de la secesión y bajo un cuadro que la exalta, reconociéndole una representatividad que no le corresponde (bastaría con tratarle de eurodiputado). El delincuente político transformado en anfitrión de la democracia que trató de destruir.

De este modo, el Estado se humilla a sí mismo de entrada, haciendo entrega de su propia dignidad, a modo de prólogo del establecimiento de un relato grotesco del proceso, perfectamente unilateral, sobre el origen de una crisis retrotraída a 1714. Algo así como si Estrasburgo reclamase a Francia por su integración en 1681 o Polonia protestara por su partición en el siglo XVIII. Más la inevitable culpa del PP y el no menos inevitable reconocimiento de la justa frustración catalana que llevó al 1-O. Claro que a partir de ahí se justifica la amnistía, con el pequeño inconveniente que ello equivale a asumir la culpabilidad de las instancias gubernamentales que a todos los niveles se limitaron a cumplir las disposiciones derivadas de la Constitución de 1978, incluido el voto del 155 por el PSOE. Más allá de la exoneración de responsabilidad de todos los implicados en el procés, Pedro Sánchez asume en su plenitud la humillación del Estado democrático y triunfa el héroe romántico que huyó oculto en un maletero. Más esperpento imposible.

Por vez primera en la historia europea, el sedicioso elabora la ley que garantiza su impunidad pasada y futura. Algo tan aberrante que resulta explicable la dificultad para entenderlo por parte de la UE. Por añadidura, con su siembra de engaños y mentiras, Pedro Sánchez está tratando de convertir esa pretensión de conocimiento en algo inalcanzable. Tal es siempre su táctica.

«Dictador es aquel que ejerce el poder por encima de toda la normativa vigente»

La amnistía es ajena a la Constitución, pero será impuesta por un hombre decidido a mantener su poder por encima de todo. Este es el centro de la historia y nos remite a que el trágala de la amnistía y del acuerdo pírrico con Cataluña, revelan la naturaleza del Gobierno de Pedro Sánchez. Hoy por hoy, estamos ante una dictadura montada sobre el decisionismo y la manipulación, dejando a la vida democrática vacía de contenido, porque al margen de que las instituciones no hayan sido abolidas, tal y como sucede también en la Turquía de Erdogan, y en otros países, de Marruecos a Rusia, dictador es aquel que ejerce el poder por encima de toda la normativa vigente, y del respeto tanto a sus valores como a los derechos políticos de los ciudadanos. La forzada fidelidad lacayuna de un partido, el PSOE, que perdió toda iniciativa política y se mantiene como simple soporte burocrático del decisionismo dictatorial, a modo de partido-Estado, cierra el círculo de la autocracia. Por si hubiera alguna duda del camino que toman las cosas, ahí está el invento trumpista del lawfare, el ataque a muerte a la independencia judicial, nueva prueba de que aquí manda Puigdemont, sacado de la miseria política para oficiar de hacedor de reyes.

Con el agravante de que esta vez esa deriva dictatorial no lleva a una construcción política centralizada, al modo de los fascismos, sino que por el enfeudamiento de Sánchez con los partidos independentistas y antisistémicos (el populismo de Sumar va por esa vía), crea las condiciones para la destrucción del orden constitucional y, a fin de cuentas, del propio Estado.

No solo queda abierta la puerta para la independencia catalana, moral y políticamente, sino asimismo, por rechazo, de la vasca. Por eso Bildu calla a favor de corriente. En ambos casos, no existen límites para las concesiones, ni para la anunciada restauración del pase foral del Antiguo Régimen (veto vasco a eventuales leyes españolas), la letra del Estatuto por encima de la Constitución, ni para la concesión de privilegios económicos a Cataluña que destruyen el principio de justicia fiscal y de solidaridad que hasta ahora rigió para las relaciones económicas en el Estado. Los pedazos entregados de la Constitución, tal y como sucediera con el tema de las lenguas en el Congreso, se dan al ritmo de rebajas de enero a cambio de votos, hasta para el escaño gallego. La conclusión nos lleva a la política del absurdo, como si alguien introdujera en el Código penal el delito de que niño muerde a perro: un presidente de Gobierno vende fragmentos de su propio Estado, con el concurso fraudulento de sus compradores.

«Resulta esperpéntico que sea legitimada la posibilidad de una repetición del 27-O»

No se trata de pensar que la crisis catalana de 2017 se resolvería solo con rigidez y condenas generalizadas. Lo que resulta esperpéntico, insisto, es que se inviertan las relaciones de responsabilidad generadas entonces, y sea legitimada la posibilidad de una repetición del 27-O. Entre tanto, los independentistas desmantelan paso a paso el orden constitucional y nuestro dictador posmoderno consigue lo único que quiere: seguir en el cargo.

Arcadi Espada ha subrayado el núcleo político del pacto, al mostrar hasta qué punto Sánchez ha hecho entrega de la soberanía que la Constitución adscribe a la nación española, en su punto 2: «Estos acuerdos deben responder a las demandas mayoritarias del Parlament de Catalunya, que representa legítimamente al pueblo de Catalunya». Al parecer, el Parlamento español no lo hace, y por si hubiese dudas ahí está la figura impuesta del relator, al servicio de las exigencias del hombre de Waterloo. En fin, el tipo que participa en la ceremonia en nombre de Sánchez, acepta que en el acuerdo figure la exigencia del referéndum de autodeterminación, al parecer amparado, según el texto, por el artículo 92 de la Constitución, reducida al papel de fantasma que solo se aparece en ese momento para avalar una mentira. Como diría un castizo, se han pasado.

¿Qué hacer? Ateniéndose a la distinción establecida por Octavio Paz entre «revuelta», movilización acéfala contra el poder, «revolución», cambio radical en las relaciones de poder, y «rebelión», movilización determinada contra una opresión y por un objetivo, esta última es la única vía posible, con una doble finalidad de cortar la deriva dictatorial de Sánchez y restaurar la vigencia de la Constitución de 1978. Habrá que repasar la lista de medidas sugeridas por Gene Sharp en su clásico De la dictadura a la democracia, y sobre todo darse cuenta de que la pelea política con este promotor de infamias es metafóricamente a muerte, en cuanto a restauración de la democracia frente a su lógica del decisionismo y de la deconstrucción constitucional. Movilización permanente, esfuerzo público generalizado para deslegitimar sin violencia una investidura de fondo anticonstitucional, establecimiento de alianzas con grupos sociales inseguros que aún no perciban lo que nos estamos jugando -entre otras cosas, evitar mediante la firmeza un enfrentamiento civil irreparable como el que este turbio personaje viene promoviendo. Feijóo ha acertado esta vez. El grito colectivo debe ser: «¡Elecciones ya!».

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