Estado de excepción
«En España estamos viviendo una transformación del orden constitucional en un estado de excepción que pretende confundir los tres poderes en uno solo»
En otoño de 2017, quien esto escribe publicó en El País una tribuna titulada Estado de excepción. Estábamos entonces en vísperas de la aplicación del artículo 155 de la Constitución que iba a terminar con el «golpe posmoderno», en feliz expresión de Daniel Gascón. Se reflexionaba ahí acerca de lo que en realidad había supuesto la acción de los independentistas durante aquellos infaustos 6 y 7 de septiembre, el atentado más grave sufrido en las democracias europeas durante el siglo XXI. Puigdemont y compañía, ayudados por la siniestra Carme Forcadell, entonces presidenta del Parlament, intentaron imponer en Cataluña un verdadero estado de excepción que fundiera el poder legislativo, el judicial y el ejecutivo –recordemos la monstruosidad jurídica y moral que suponían las llamadas «leyes de desconexión»– en una sola instancia emanada de la decisión del pueblo catalán, cuya representación quedaba pulverizada en aras de una abstracción racial.
En aquel artículo se hablaba también de que el estado de excepción, de acuerdo con las teorías que Giorgio Agamben ha venido desarrollando en su obra a partir de Carl Schmitt, se estaba convirtiendo en la norma de las democracias parlamentarias, incapaces de mantenerse con vida en el nuevo magma populista de la época. Seis años después de aquellos acontecimientos, el problema se ha extendido a toda España. Como ha dicho Laura Borrás con satisfecha ruindad, ahora el problema no solo lo tienen los catalanes sino que ya anida en la sociedad española en su conjunto. La reelección de Pedro Sánchez como presidente ha sido posible gracias a la proposición de una ley de amnistía exigida por el autor del golpe en Cataluña, declarado enemigo de la España constitucional y perteneciente a un partido de ultraderecha que se codea con los más descarados xenófobos en el Parlamento europeo.
En la primera frase del preámbulo de la ley, aparece ya el verbo «excepcionar» como amparo de lo que ahí se va a legitimar. Está claro, por tanto, que el legislador pide suspender el efecto del poder judicial para exonerar de los delitos cometidos durante diez años por una organización supremacista que, con métodos en algunos casos calificados de terroristas, se propuso atentar contra la convivencia, fomentar el enfrentamiento civil y tratar de imponer un plebiscito que supondría la liquidación del principio de ciudadanía tal y como se ha defendido en Europa desde finales del siglo XVIII. La excepción, además, quiere aplicarse a unos delincuentes que han manifestado sin ambages su intención de volver a cometer los mismos delitos, exigiendo que ahora se lleve a cabo un «referéndum pactado» de autodeterminación.
La ley llega después de un acuerdo firmado entre el PSOE y Junts que, dejando de lado su vergonzosa redacción escolar, asume sin pudor el relato más pueril, mendaz y delirante de los agravios históricos del nacionalismo catalán, fundamento tanto del intento de sedición del año 2017 como de la amnistía que ahora se pretende dictar. Por si fuera poco, la ley de gracia se ha redactado con imperativos, cláusulas y advertencias que pretenden blindarla como una verdadera «ley de obediencia debida», condicionando la interpretación de la misma por parte de los organismos facultados para aplicarla y adaptando la práctica jurídica que de hecho Puigdemont había diseñado para su República catalana, con unos jueces designados por él mismo y puestos al servicio de la sacrosanta decisión de das Volk.
«Soberano es aquel capaz de dictar el estado de excepción», escribió Carl Schmitt. Por todo lo expuesto, está claro que en España estamos viviendo una subrepticia pero a la vez ostensible transformación del orden constitucional en un estado de excepción que pretende confundir los tres poderes en uno solo. Desde el momento en que algo tan palmario como es la conculcación del principio de isonomía consagrado en la Constitución por parte de los instigadores de la amnistía suscita un debate tan enconado entre juristas, convencidos unos de su impecable legalidad y escandalizados otros por su barbaridad, la excepción como norma se ha impuesto, desplazando a Hans Kelsen y el consenso y devolviéndole la razón a Schmitt y la soberanía.
Esta situación es fruto de un fracaso total de la democracia, desde los representantes hasta las instituciones y los ciudadanos. Pedro Sánchez es un político para cuya catadura moral no hay adjetivo peyorativo suficientemente preciso. La supuesta «izquierda radical» está en manos de una mujer, Yolanda Díaz, cuya claudicación frente a los postulados del nacionalismo más reaccionario bastaría para hundirla en el oprobio. Claro que hay que leer el prólogo que escribió para el Manifiesto comunista –un «libro mágico», según ella– para darse cuenta de su altura intelectual y de la calidad de su imaginación democrática. La vicepresidenta encarna el drama de la absoluta inanidad en que ha quedado el proyecto de renovación de la izquierda emprendido por Podemos en 2015 y que se ha diluido en una pléyade regionalismos a cual más tronado.
«Esta situación es fruto de un fracaso total de la democracia, desde los representantes hasta las instituciones y los ciudadanos»
También, por supuesto, los dos lamentables partidos de la derecha son responsables de todo lo que está ocurriendo. La desaparición de UPyD y de Ciudadanos supuso el naufragio de un necesario espacio liberal que hiciera de contrapeso tanto de la fatigada socialdemocracia como del conservadurismo ultramontano tan enquistado en nuestro país. Pero siguiendo la inercia de los tiempos, el voto descontento de la derecha ha terminado en un partido como Vox, un esotérico concentrado de esencialismos que también va camino de diluirse en su propia, grotesca y tóxica insustancialidad. Solo faltaban los militares jubilados con sus sanjurjadas para completar el cuadro. Por su parte, el Partido Popular no puede rasgarse las vestiduras ante un asalto a la justicia en el que él también ha participado muy a gusto cuando le ha convenido. El descrédito del Tribunal Constitucional, convertido de hecho en una tercera cámara cuyas resoluciones dependen de mayorías «progresistas» o «conservadoras», es obra tanto del PSOE como del PP, que asumió la práctica iniciada por los gobiernos de Felipe González en 1985 de controlar tanto el Poder Judicial como el Constitucional. Por no hablar de la obsecuencia que ambos partidos han demostrado con el rancio carlismo tanto en Cataluña como en el País Vasco a lo largo de toda la democracia, el huevo de la actual serpiente.
Poco después de llegar al poder, el 28 de febrero de 1933, Hitler firmó el «Decreto para la protección del pueblo y del Estado» que suspendía la Constitución de Weimar y que obedecía al plan, impulsado por los juristas nazis, de implantar un gewollte Ausnahmezustand, un estado de excepción deliberado. Pero el decreto no fue solo obra del dictador sino que en realidad supuso la culminación de un largo proceso de deterioro en el que colaboraron todos los poderes, un ejercicio de irresponsabilidad colectiva que poco a poco fue minando el consenso, la ley, la deliberación, la justicia y la convivencia hasta hacer prácticamente inevitable la aparición de un soberano que sustituyera la soberanía popular.
Aunque hay que cuidarse mucho de hacer burdas e irresponsables extrapolaciones, es inevitable recordar algunas de las crisis que se sufrieron en Europa hace ahora cien años, cuando casi todas las democracias representativas sufrían parecidos espasmos a los que estamos conociendo. En 1929, el filósofo Ernst Cassirer fue invitado a dar un discurso en el Senado de Hamburgo para conmemorar el décimo aniversario de la Constitución de Weimar. Cassirer fue eclipsado en su época por otras figuras filosóficas más seductoras y oraculares, pero cuyas ideas políticas, andado el tiempo, se demostrarían verdaderos disparates, como fue el caso de Heidegger o el de Benjamin, por mucho que sus meditaciones de fondo sigan sirviéndonos en otros asuntos. Cassirer, en cambio, fue un extraño caso de sensatez y mesura al que ahora volvemos en busca de consuelo, huyendo también de nuestros profetas revolucionarios de turno.
En 1929 ya prácticamente nadie creía en la Constitución de Weimar, una República que hacía agua por todas partes y que los extremistas de izquierda y de derecha querían transformar en su particular campo experimental para pasar cuanto antes al ansiado estado de excepción. Cassirer, en cambio, era de los pocos que aún defendía aquel texto y en su discurso se empleó a fondo en reivindicar que la Carta Magna era en realidad el fruto de una larga tradición filosófica, genuina de Europa y de Alemania, que había cristalizado en el proyecto político más noble y consecuente que cabía imaginar. Cassirer hizo un espectacular recorrido desde Leibniz, Kant y la Revolución francesa que hoy –especialmente en estos días difíciles, tristísimos, de nuestra democracia– nos suena a música celestial. Terminaba el filósofo diciendo:
«Pero también esta comprensión histórica quedaría como algo infructuoso e ineficaz si pretendemos entenderla exclusivamente como un saber del pasado, de lo que ha sido y está despachado. ‘Lo mejor que tenemos de la historia –dice Goethe– es el entusiasmo que suscita’. Así pues, zambullirse en la historia de la idea de la constitución republicana no debe significar exclusivamente un viaje hacia el pasado, sino que debe fortalecer en nosotros la fe y la confianza en que las fuerzas a partir de las cuales fue creciendo originariamente dicha idea nos indican también el camino hacia el futuro y que podremos guiar ese futuro si cooperamos por nuestra parte con esas fuerzas.»
Cuando se habla de la Constitución de 1978, ya sea para ensalzarla o para denostarla, muchas veces se olvida que, más que un símbolo de la Transición, nuestra ley fundamental es la expresión de la pervivencia de una tradición filosófica y democrática que bebe de las mismas fuentes que recordó Cassirer aquel día, también de todas las que supimos aprovechar de nuestro patrimonio político más luminoso, sin olvidar la experiencia de los totalitarismos, que en la posguerra europea dotaron a la doctrina constitucional de una trascendencia inédita. A la vista de nuestra trágica historia reciente y de lo que ocurrió en Europa después de 1929, todos deberíamos tener muy en cuenta la reflexión de Cassirer y ser capaces de seguir haciendo presente ese pasado antes de que sea, otra vez, demasiado tarde.