Ni la edad ni el poder
«El antiintelectualismo y la perversión ideológica son dos de las principales armas que en el siglo XX sirvieron para destruir a las democracias representativas»
Hay en el reciente y polémico artículo de Jordi Gracia «No es la edad, es el poder» (El País, 3-XII-23) muchas cuestiones que sirven para ilustrar los problemas que colapsan y degradan el debate público en España, y aun en Occidente. Por un parte, Gracia señala y acusa a unos cuantos senadores intelectuales desde la silla curul de la que él cree haberlos desalojado. La evolución ideológica de los descarriados señores se resuelve con un grueso conservadurismo general y sin matices mientras él se reserva la categoría inmaculada de la izquierda, como si fuera el dogma de la infalibilidad. Pero antes que eso sorprende que el propio Gracia se descarte como intelectual, claudicando ante el tópico, tan propio de nuestra sociedad postilustrada, de que los escritores y filósofos crean tener «algún órgano suplementario del que carecemos los demás para erradicar el mal, suscitar el bien y corregir el rumbo errado de la nación, de la sociedad o de la mismísima era geológica». Así parece advertirnos que él escribe del lado de las gentes sencillas, sin pretensiones, en nombre, en definitiva, del pueblo cuyas nobles aspiraciones redentoras son desatendidas por unos viejos mandarines ciegos y resentidos.
Esa primera falacia delata una debilidad argumental que parece inspirada en La desfachatez intelectual (2016) de Ignacio Sánchez Cuenca, un ensayo de vuelo gallináceo cuya embarazosa puerilidad consigue elevar involuntariamente el blanco de su crítica, lo mismo que termina por ocurrir en el artículo de Gracia. La operación que ahí se dibuja consiste en un mero reparto de etiquetas sin que en ningún momento se analice con propiedad qué ha sucedido en el propio ámbito ideológico desde el que se acusa de traición a esos intelectuales. Todo lo que ha ocurrido, al parecer, es que ellos no entienden la natural evolución de la sociedad española y que están muy enfadados por su pérdida de influencia. Gracia decide recurrir a la psicología, esa forma de impaciencia, para explicarse su propio desacuerdo reduciendo la actitud pública de los maestros a una reacción superficial y disolvente que zanje el asunto sin más complicaciones. La simpleza salta a la vista cuando la «deserción de la izquierda» de aquellos se compara con la fidelidad a la causa de una lista de mujeres –para cumplir con el manual de estilo del biempensante– como Maruja Torres, Rosa Montero o Rosa Regás. No words, no comments.
El antiintelectualismo y la perversión ideológica son dos de las principales armas que en el siglo XX sirvieron para destruir a las democracias representativas. Parte del problema que estamos viviendo en España hoy en día, por ejemplo con respecto a la ley de amnistía, se explica por la degradación de ese ámbito epistemológico que en toda polis debe existir al margen de las disputas partidistas. Cuando la discusión sobre la constitucionalidad de una determinada medida ya no gira en torno a nociones jurídicas, sancionadas por la tradición, sino que se acoge solo a criterios improvisados de oportunidad y necesidad ideológica –una servidumbre a la que el propio Gracia se ha prestado sin rubor–, se evidencia hasta qué punto el objeto se ha despojado de toda propiedad analítica para ser entregado sin remisión a la propaganda. De ahí que cada vez haya menos periodistas y más publicistas de uno y otro partido. O que la Justicia se haya convertido en la principal presa de la batida electoral. Y por eso también el Congreso de los diputados ya solo sirve para ganar o perder votaciones, sin que la palabra –el logos– tenga ningún valor.
La consecuencia más dramática de todo ello es que el debate público se ha deteriorado hasta alcanzar niveles insoportables. Sin hacer ninguna reflexión al respecto, Jordi Gracia decide en cambio cargar todas las culpas en las espaldas de Fernando Savater, una figura que ha venido convirtiéndose, de un tiempo a esta parte, en el espejo de Calibán de la izquierda española, que no soporta la imagen que les devuelve. Nótese que aquí la palabra «izquierda» se utiliza en la estricta acepción que le da Gracia en su artículo, que vendría a ser una especie de coto exclusivo del PSOE y del grupo Prisa, al que ahora se ha unido el apósito de Sumar, el partido multinacionalista. No importa que ese negocio esté lleno de intereses espurios, aberraciones legislativas, dislates conceptuales y vergonzosas obsecuencias morales. Lo verdaderamente grave es la deriva reaccionaria de Savater.
Según Gracia, Savater y compañía escriben coléricos contra «la extensión de derechos civiles a minorías maltratadas con ferocidad», «inmersos en la amenaza existencial de la nación» o «arrastrados por una fobia maníaca contra un gobierno de izquierdas». Hablar en estos términos tan triviales resulta más perjudicial para el fiscal que para el acusado. Como todo el mundo sabe, Fernando Savater se enfrentó, en los peores años de plomo, contra las múltiples formas de estupidez que arroparon a la barbarie etarra, desde el marxismo-leninismo de la propia banda hasta la Iglesia católica y sus representantes del PNV –ese partido progresista cuyo lema sigue siendo «Dios y ley vieja» –o incluso contra los dicharacheros cocineros del País Vasco. Basta repasar sus polémicas de la década de 1980, por ejemplo su intercambio con Alfonso Sastre, para comprobar hasta qué punto y con qué lucidez el filósofo denunció el demonio de la teoría bajo el que se amparaba un brutal ataque contra la democracia entendida como vacío común no vinculado a contenidos naturales.
«El Congreso de los diputados ya solo sirve para ganar o perder votaciones, sin que la palabra –el logos– tenga ningún valor»
¿En qué cabeza cabe, por tanto, esperar que ahora Savater, después de haber sostenido la mirada de la razón contra la más depurada forma de totalitarismo que hemos vivido en la democracia, vaya a secundar esa misma ideología pero en su versión bufa? Lo verdaderamente escandaloso sería lo contrario, verle aplaudir sin embozo a Puigdemont en la extorsión a la ciudadanía que está llevando a cabo gracias a la rendición sin precedentes de un presidente disfrazado de socialista. Hace poco, Junqueras y Otegi lanzaron un video desde Irlanda en el que llamaban a una manifestación antifascista en Bilbao –para contrarrestar otra convocada en Madrid por el PP contra la amnistía– y enarbolar, según decían, la bandera de Cataluña, Euskadi, Palestina y decirles al mundo que ellos quieren «una vida de colores y de felicidad para la gente». Ahí está resumida toda la miseria contra que la que afortunadamente ha reaccionado alguien como Fernando Savater.
Porque lo que Gracia llama la «amenaza existencial de la nación» no es un enquistado sentimiento patriótico, ni siquiera una apología acrítica de la Transición, sino la defensa del abecedario de la modernidad política, tan rezagada en nuestro país que hay que explicarla una y otra vez como en un parvulario. Hannah Arendt se negaba a utilizar la expresión «filosofía política» por considerar que, de Platón en adelante, los filósofos se habían mostrado hostiles a la polis. En nuestra democracia, Savater constituye una valiosa excepción a esa regla, puesto que ha contribuido a articular como nadie un pensamiento político contra el nihilismo del terror –la alegría y la jovialidad de su obra son en ese sentido un fundamento ético– y la cerril obstinación de unos nacionalismos que aún creen en las comunidades de sangre y que cincuenta años después de la muerte de Franco todavía encandilan inexplicablemente a todo el espectro de la izquierda, desde la socialdemocracia al comunismo.
La estrategia de Gracia resulta aún más reprobable por la manipulación a la que somete a Ortega, impropia de alguien que ha escrito una biografía del filósofo, aunque José Luis Villacañas, en su reciente y enciclopédico Ortega. Una experiencia filosófica española (Guillermo Escolar) ha señalado con pertinencia las lagunas filosóficas de ese libro, origen probablemente de muchas confusiones. Gracia pretende presentar la actitud de Ortega durante la República como un antecedente de la de Savater hoy con respecto al Gobierno de Sánchez: «No fue la edad la causa determinante de su rechazo herido a la República, fue la frustración por un poder insuficiente, la impotencia ante las demandas de una realidad más ingobernable de lo que creyó y cuyos laberintos de matices y motivaciones se le escaparon a Ortega por una mezcla de egolatría, soberbia, impaciencia y complejo de superioridad anquilosado».
Así, de un plumazo y con un burdo ardid psicológico, se resuelve la compleja e incitante intervención de Ortega, tanto en el ámbito filosófico como en el político y periodístico, durante la Segunda República, simplemente por la convicción de que cualquier rechazo a aquel régimen implica un crimen de lesa izquierda. Se pasa por alto con ello, entre otras muchas cosas, el debate con Azaña a propósito del Estatuto de autonomía de Cataluña en el que el filósofo defendió una idea del Estado basada en la formulación de la polis que ya había expuesto, con inaudita precocidad, en La rebelión de las masas y que se anticipó treinta años a la que analizaría Arendt en La condición humana. Y que es la misma, curiosamente, que ha reivindicado Savater en nuestra democracia.
En su barrido, Gracia pretende nivelar a otros escritores y filósofos con idéntica falta de atención a los detalles. Señala por ejemplo a José Luis Pardo, pero ignora a sabiendas la rigurosa labor de este otro filósofo en el estudio de los orígenes y las motivaciones del nuevo culto a la identidad de la izquierda –germen de su propia devastación– desde que Marcuse, en El hombre unidimensional (1964), decidiera que el proletariado, sujeto revolucionario tradicional, se había aburguesado «por culpa» del Estado del bienestar. Confundir eso con el rechazo a «la extensión de derechos civiles a minorías maltratadas con ferocidad» es otra ligereza. Se señala también a Jon Juaristi, pero nada se dice de la vivisección que el escritor ha practicado, con mayor erudición que nadie, a la mitología en la que se basa el nacionalismo vasco, un indigesto conglomerado, excusa del privilegio y el clasismo, que debería avergonzar a cualquier ciudadano con un mínimo de decencia.
Cuesta mucho sustraerse a la atmósfera de general encanallamiento a la que hemos llegado, sobre todo si uno opina regularmente en la prensa. La frase del ministro Puente del otro día justificando el pacto con Bildu en Pamplona por ser esta una fuerza «progresista» es tan infame como el sueño de Abascal de que algún día il popolo cuelgue de los pies al presidente del Gobierno. Uno y otro extremo expresan la misma indigencia moral e intelectual. Es probable incluso que una respuesta como esta se clasifique olímpicamente como reaccionaria, por mucho que algunos no dejemos de militar, cada vez con mayor desolación, en el partido de los huérfanos, como ha dicho Ignacio Varela, sin dejar de denunciar también la deprimente insustancialidad y la irresponsabilidad de la derecha en tantas cuestiones. Pero de nada servirá tratar con maniquea, injusta e interesada superficialidad a quienes nos enseñaron el significado profundo y la responsabilidad de ser ciudadanos.