La guerra interminable
«La paz, en nuestro tiempo, consiste en un equilibrio precario. Se diría que la Historia es una maestra fallida. Ninguna época escapa a su maldición»
Israel se ha empeñado en una guerra imposible de vencer, al menos de forma concluyente. Se puede tomar Gaza y derrotar a Hamás o destruir el entramado subterráneo de los grupos terroristas, pero difícilmente se puede finiquitar un conflicto de guerrillas de mayor o menor intensidad. ¿Sucede lo mismo en la guerra de Ucrania? En cierto modo eso parece, aunque los matices sean muy distintos. Rusia juega con la ventaja del tiempo y del espacio, es decir, que puede y sabe esperar. Como se argumentaba recientemente en medios internacionales, las sanciones occidentales a la economía rusa apenas han mermado su potencial bélico ni han alterado en buena medida su crecimiento económico que, a fecha de finales de 2023, se ha mostrado superior al de la zona euro.
Al parecer, hay una cierta miopía europea, consistente en creer que aún ocupamos el centro del tablero. La verdad es que más bien sucede al contrario y que nos hemos ido convirtiendo en un apéndice de otros poderes regionales: al oeste, de Estados Unidos; al este, de China y de todo el vértice asiático. La producción militar rusa tampoco ha conocido merma, beneficiada por el apoyo iraní y norcoreano. Hablamos de cantidades, no de tecnología punta, puesto que en ciertos contextos —como el actual— los números cuentan. La industria europea, en cambio, no parece interesada en incrementar sus líneas de producción ante las escasas previsiones de futuros pedidos. Ucrania, sin embargo, depende por completo del apoyo de sus socios occidentales.
El acuerdo es muy sencillo, repiten desde Kiev: Ucrania pone los soldados (y las bajas), y nosotros las armas. Mientras se luche en el frente oriental, la amenaza de Moscú no se extenderá a los Estados de la OTAN. Tiene sentido, pero el ánimo de los socios flaquea por múltiples motivos. Si a Rusia le sobra el tiempo, a los europeos nos apremia una victoria que no va a llegar a corto plazo.
Hay muchos motivos para ello: el peso de la inflación energética que asfixia la producción industrial, la ausencia de convicción bélica, la presión electoral en un buen número de países (entre ellos —y de forma muy destacada— las presidenciales americanas, que marcarán un antes y un después en la política internacional de nuestro tiempo) y el innegable malestar que aqueja, como una galería de fantasmas, el debate público occidental.
«Los dos principales conflictos de hoy –y sus posibles derivaciones geográficas– amenazan con eternizarse»
La reciente aprobación en la Unión Europea de un paquete de ayuda financiera de 50.000 millones de euros a Ucrania supone un importante balón de oxígeno para el Gobierno de Zelenski; sin embargo, no se trata sólo de una cuestión de dinero. La edad media de los combatientes ucranianos no para de incrementarse a medida que buena parte de los jóvenes han optado por convertirse en refugiados huyendo de la leva obligatoria y, por tanto, del frente de combate. Una decisión comprensible a nivel particular, pero difícilmente manejable para un ejército necesitado de hombres.
En una frágil situación de equilibrio, los dos principales conflictos de hoy —y sus posibles derivaciones geográficas— amenazan con eternizarse; a no ser que se firme algún tipo de acuerdo de paz o, al menos, una tregua. Y, en gran medida, esto dependerá de los intereses de las grandes potencias: China y Estados Unidos, en primer lugar. De momento, Washington mira hacia las presidenciales de noviembre. Beijing únicamente sonríe y espera. También padece dificultades a nivel interno, debidas sobre todo a un crecimiento económico insuficiente para sus necesidades de desarrollo. La paz, en nuestro tiempo, consiste en un equilibrio precario. Quizás siempre haya sido así. Se diría que la Historia es una maestra fallida. Ninguna época escapa a su maldición.