¿Decrecimiento sostenible? Agenda para perplejos
«El decrecentista ganará la partida si llega a tener el poder como para imponer un ‘cambio de modelo’ con el que no se cumplirá su profecía apocalíptica»
De acuerdo con los datos de la Agencia Internacional de la Energía, en el año 2000 más de 1.500 millones de personas en el mundo carecían de acceso a la electricidad. La mayoría de ellos en el sudeste asiático y en el África subsahariana. Piensen por un momento en su vida cotidiana, lo que considera imprescindible para su bienestar y cuán dependiente es ello de disponer de energía eléctrica. En el año 2023, de acuerdo con la misma agencia, esa cifra ha descendido a los 744 millones de personas. ¿Debemos celebrarlo?
Es difícil no hacerlo si calibramos que hoy son millones de niños los que se han incorporado a un estándar de vida consistente en poder estudiar cuando no hay luz solar, o millones los hogares que pueden almacenar alimentos perecederos en una nevera, o cientos de miles quienes pueden ser conectados a un mecanismo de ventilación mecánica que les permite superar una infección respiratoria o un traumatismo craneoencefálico. Y eso sin mencionar el desarrollo industrial que tal accesibilidad proporciona.
Para la generación de la electricidad que posibilita esos y otros muchos usos hoy tenidos como irrenunciables, hemos empleado, y seguimos usando de modo primordial, combustibles fósiles, carbón, petróleo, gas natural almacenados durante millones de años y con una capacidad energética colosal en relación con otros recursos y de mucho más fácil almacenamiento y distribución. Por ejemplo, ahora mismo cuando escribo esta tribuna, una aplicación llamada electricity map muestra que en Alemania la quema de carbón es la segunda de las fuentes en la producción de la electricidad que allí se consume. La tercera es el gas. En Polonia es la primera, y a gran distancia.
En España apenas quemamos carbón, nuestra generación de «renovables» —eólica y solar— es muy destacable, pero sostenemos nuestro consumo gracias al gas natural, y, sobre todo, a la generación nuclear. Nuestra intensidad de carbono (medido en gCO2eq/kWh) es de 96 g y el porcentaje de producción baja en emisiones de CO2 es del 88% frente a los 304g y el 71% respectivamente de Alemania. Pero en Francia es de 30g y el 96%. ¿La razón? De nuevo: la energía nuclear.
El dióxido de carbono que se emite por efecto del uso de esos recursos para producir energía no es un gas tóxico en concentraciones normales —de hecho el CO2 es necesario para la vida— pero sí produce un llamado efecto invernadero y el ulterior aumento de las temperaturas cuyos efectos sí son preocupantes para la vida humana futura; catastróficos en los más negros, pero más improbables escenarios (de acuerdo con el IPCC), es decir, aquellos resultantes de no haber hecho nada por limitar el ritmo de emisiones. En ese caso la temperatura global se elevaría hasta los casi cuatro grados a finales de siglo y con ello aumentaría el nivel medio mundial del mar en más de medio metro. Ya se lo están imaginando: Nueva York anegada, España desertificada y en el interín sufrimiento atroz.
«Bajo el manto de especies conceptuales de vistosos colores habitan malas hierbas ideológicas»
A partir de aquí, es decir, una vez superado este bosquejo de datos, hechos, fenómenos y realidades difícilmente discutibles y por tanto aceptables, la pregunta es, a la Kant: «¿Qué debemos hacer?». Y la respuesta no es unívoca. Y decirlo no es «negacionismo del cambio climático».
Y es que se impone que, como agricultores prudentes, desbrocemos con cuidado esa célebre «agenda ecológica» pues a menudo ocurre que, bajo el manto de especies conceptuales de vistosos colores y promisorios sabores —«Zero-net», «descarbonización», «emergencia climática», «re-wilding», «transición»— habitan en ella algunas «malas hierbas» y «bichos diversos» con envidiable capacidad de camuflaje en el espeso bosque de las ideas y los hechos, esto es, una «ganga ideológica» que viene fungiendo de «mena ecológica».
La inmensa mayoría de quienes se ocupan de la ciencia del clima hacen bien en advertir que, por razones que tienen que ver con el efecto invernadero, debemos variar el rumbo y hacerlo cuanto antes. La pregunta es, por supuesto, cómo hacerlo y si algunos ritmos para la «desfosilización» son realistas y si al público se le está tratando como adultos. Así como no es realista ni prudente pensar que no haciendo nada no pasará nada o que «la ciencia proveerá cuando toque», puede ser igualmente ilusorio creer que para el año 2050 habremos alcanzado en la Unión Europea las emisiones 0. Y además hacerlo sin costes de ningún tipo para nadie. Y «democráticamente», por supuesto. Conviene recordar, de paso, que la Unión Europea es responsable del 2% de las emisiones globales con lo que su ambiciosa apuesta puede ser la del tonto útil. O más bien inútil si, como en los clásicos ejemplos de la teoría de juegos, al final perdemos todos pese a todo.
Nada de todo lo anterior tiene que ver con otro tipo de preocupación «ecológica», que, como apuntaba antes, aparece entreverada en muchos discursos, planteamientos y programas políticos. Así, el calentamiento global sería un síntoma, no el único, ni siquiera el más importante, de una deriva para cuya corrección no hay «transición verde» que valga. Tal deriva sería sencillamente el efecto de llevar viviendo, y no querer dejar de vivir, en una ilusión afrentosa a las leyes de la termodinámica y a los límites biofísicos del Planeta. Se trata del espejismo del crecimiento ilimitado, una enfermedad que no tiene otro remedio que el de «cambiar de modelo», es decir, abandonar el capitalismo, la sociedad de consumo y la vida urbana.
«No se trata de poner más paneles solares o refinar el uranio más eficientemente sino de ‘decrecer’ con optimismo»
La idea es simple y poderosa: no hay formas genuinamente renovables de producción de energía capaces de reemplazar el uso de los combustibles fósiles en los niveles actuales, y cualesquiera sustitutos que pudiéramos pensar como recursos que nos permitan mantener el crecimiento económico son igualmente finitos. Obvio es decirlo, detrás de todo lo anterior laten problemas conceptuales no pequeños: ¿qué es «crecer» o «crecimiento»? ¿En qué sentido se predica que los recursos son «finitos»? ¿Qué es, en última instancia, un «recurso»?
Sea como fuere, ese planteamiento de claros tintes neomalthusianos llega a tener ribetes apocalípticos —si el Planeta es como el Titanic ya hemos alcanzado el punto de no retorno y solo nos queda esperar que el impacto con el iceberg nos ahorre una muerte con mucho sufrimiento— pero también cuenta con más cabales profetas, algunos, como el físico Antonio Turiel, invocados nada más y nada menos que por la reina Letizia en una reciente intervención pública. De lo que se trata no es de poner más paneles solares, o molinos, o refinar el uranio más eficientemente o construir más reactores nucleares, o dedicar millones de euros al mayúsculo problema de la distribución del hidrógeno verde o los métodos de captura del CO2… de lo que se trata es de «decrecer», y hacerlo con «esperanza» y «optimismo» (de hecho, si el colapso es ya inevitable, mejor no hacer nada y disfrutar sin freno de lo que nos quede).
Y no hay otra, se insiste, hasta el punto de que lo haremos «querámoslo o no», sea porque se imponen las condiciones materiales de escasez por no haber parado la fiesta a tiempo, sea porque los invitados que ya no disponen de una mísera patata frita o cerveza que llevarse al gaznate se rebelan y volvemos, nunca mejor dicho, al «estado de naturaleza»; a ser todos lobos para nuestros congéneres, a que sobreviva el más fuerte. El decrecentista ganará siempre la partida, sobre todo, y paradójicamente, si llega a tener el poder como para imponer ese «cambio de modelo» con el que no se cumplirá su profecía apocalíptica.
«Esta democracia del estómago no está dispuesta a metabolizar tal transferencia de recursos hacia los más pobres»
Y es que aquí radica, a mi juicio, el nudo gordiano sobre el que se nos llama la atención estos días en las carreteras y ciudades europeas atestadas de tractores, calvos y barbudos señoros: ¿qué sostenibilidad «social» y «política» encierra un planteamiento semejante? Y es que, no es ocioso recordarlo, al guateque están llegando invitados rezagados, esos millones de seres humanos que no tuvieron la oportunidad industrial y post-industrial que nosotros sí tuvimos. Y no parece ni que ellos quieran renunciar ahora, cuando ya están a las puertas del local, a disfrutar del festín, ni los que ya estamos en él renunciar a mucho de lo que tenemos para que esa «transición» —sea o no estrictamente decrecentista— sea equitativa. Es más, como también se ha llegado a decir: los que están a punto de aparecer por la fiesta, o anhelan hacerlo, llegarán a poder disponer de «energías limpias» gracias al desarrollo tecnológico que acompaña al crecimiento económico, es decir, si emiten CO2 durante un buen rato más. A no ser, claro, que estemos dispuestos, de verdad, a hacer masivas transferencias de recursos —riqueza al fin— hacia ellos. ¿Lo estamos?
Es más que dudoso, y la mejor prueba es precisamente esta rebelión tractora, cómo nos resistimos y protestamos estos días frente a la competencia desleal que provoca la entrada en nuestros mercados de los productos agrícolas procedentes de aquellos lugares en los que no existen las exigencias autoimpuestas en Europa en aras a la transición verde. Esta democracia del estómago no parece estar dispuesta a metabolizar semejante transferencia de recursos hacia los más pobres.
Exigirles, además, que decrezcan por el bien de todos resulta sencillamente obsceno.