Izquierda woke (y II)
«El vacío común se ve ahora como un abismo amenazante que hay que llenar a toda costa con el contenido natural de la identidad»
En Izquierda no es woke (Debate), el ensayo que empezamos a comentar en el último artículo, Susan Neiman dibuja una genealogía del movimiento identitario que a su juicio ha terminado por desvirtuar a la izquierda. Para tratar de definirlo, la filósofa dice que lo woke «arranca con la preocupación por las personas marginadas y termina reduciendo a cada una de ellas al prisma de su marginalización».
Esa ideología post material se habría ocupado sobre todo de negar cualquier legitimidad a los intentos de formular una noción universal del ser humano, acusando a la Ilustración de ser una especie de colonialismo filosófico. Pero Neiman demuestra que los ilustrados fueron los primeros en dotarnos de las herramientas críticas para impugnar el eurocentrismo. En lugar de aprovechar y culminar ese legado –la Ilustración fue un proyecto incompleto, pero no por ello fallido–, en Occidente nos hemos dedicado a desmontar la casa y a desconfiar tanto de la tradición como del propio lenguaje.
Para tratar de concretar los orígenes de ese proceso, Neiman recuerda un debate que en 1971 mantuvieron en la televisión holandesa Michel Foucault y Noam Chomsky. El video está en la red y no tiene desperdicio. Hacia el final, los dos pensadores se enzarzan en una discusión acerca de la diferencia entre justicia y poder. Para Foucault, el proletariado debe asaltar el poder y vencer a las clases dominantes, sin preocuparse por la justicia de su causa y ejerciendo a su vez un poder violento, sangriento y dictatorial.
Al escuchar esto, Chomsky se apresura a manifestar su desacuerdo. Para él, la revolución solo está justificada si en el horizonte hay alguna esperanza de justicia. El estadounidense incluso se atreve a hablar de «bondad y amor». A Foucault por poco se le escapa la risa y remata la cuestión sentenciando que todas esas ideas se han creado en el seno de una civilización burguesa que hay que destruir. La cara de seminarista azorado que se le queda al pobre Chomsky es un poema.
Foucault, diría más tarde, era la persona más amoral que había conocido. La postura del filósofo francés, típica de la época, ejemplifica muy bien lo que Roger Scruton llamaba «la estructura negativa» propia de la izquierda radical. Esa estructura acaba por determinar su forma de concebir el poder y dificulta por ello cualquier acción afirmativa o consensuada.
El incomprensible prestigio, por ejemplo, que el nacionalismo vasco y catalán conserva aún en toda la izquierda española se explica en parte porque el carlismo ha constituido desde siempre un elemento de disrupción en el pacto de igualdad. Aunque Neiman no lo cita, también se podría hablar del caso de Herbert Marcuse, que en El hombre unidimensional (1968) concluyó que el Estado de Bienestar había aburguesado al proletariado y que ya era hora de buscar nuevos sujetos revolucionarios en las etnias oprimidas.
Como la propia Neiman concede, el movimiento woke se basa en la denuncia de injusticias reales e incontrovertibles, pero la respuesta a ello parece estancada en una constatación del agravio que solo admite la venganza como solución. Si no hay una idea universal de justicia y solo se alienta una guerra entre poderes, las sociedades están condenadas a darle la razón a Carl Schmitt en su convicción de que la la dialéctica del
amigo y el enemigo es el fundamento de la política y aun de la vida.
Hay que ser muy cínico para despreciar los beneficios que en el siglo XX trajo consigo el Wellfare State o para denigrar la doctrina constitucionalista de la escuela de Kelsen, inspirada en las lecciones que nos dejaron los totalitarismos y que parece que estamos a punto de olvidar.
Al mismo tiempo, Neiman acierta al señalar la responsabilidad que en el problema tiene el neoliberalismo, que ha abandonado al individuo a una especie de nihilismo económico. Margaret Thatcher estaba convencida de que sus políticas iban a «transformar las almas», convirtiéndonos a todos en lo que Ferlosio llamó el Homo Emptor, el hombre que consume. Ello ha terminado por generalizar una concepción de la existencia como inversión que está resultando insoportable. Nada de malo ni de perverso hay en el comercio, connatural al ser humano, como ya estudió Antonio Escohotado en su enciclopédico tratado, pero sin una educación que preserve cuestiones intangibles, la imaginación difícil o el saber intempestivo, la producción, el beneficio y la deuda se convierten en la única definición del ciudadano y por ende de la polis.
Desde hace tiempo sostengo que la gran conquista de la democracia, que es el vacío común no vinculado a contenidos naturales –eso es la ciudadanía, eso es la igualdad ante la ley– se ha vuelto para muchos insufrible porque el resto se ha abandonado a la ley del mercado. El gran triunfo de la modernidad se ha convertido así
en la principal causa del malestar. El vacío común se ve ahora como un abismo amenazante que hay que llenar a toda costa con el contenido natural de la identidad. Y por eso ser catalán, vasco, pertenecer a un pueblo oprimido o enarbolar la bandera del género constituye un signo de rebelión y sabotaje contra la misma idea que hizo posible la superación de la diferencia.
Ese descomunal uróboros –la pescadilla que se muerde cola– es lo que hoy estrangula la vida civil. Thomas Piketty, en una cita que Neiman trae a colación, parece estar de acuerdo: «Cuando a la gente le dicen que no existe una alternativa creíble a la organización socioeconómica y la desigualdad de clase que existe hoy en día, no cabe sorprenderse de que a cambio ponga sus esperanzas en defender sus fronteras e identidades.» La
autora concluye entonces que «parecemos abocados a elegir entre dos tipos de irracionalidad, ninguna de las cuales nos permite ser felices, o siquiera sobrevivir.» Por una parte, la «estructura negativa» propia de la izquierda más nihilista impugna una y otra vez los consensos en torno a la educación y el derecho, librándonos a una perpetua manifestación de la diferencia. Y por otra, el liberalismo, devorado a su vez por un nihilismo mercantil, propugna un statu quo sin alternativa posible.
«La gran conquista de la democracia, que es el vacío común no vinculado a contenidos naturales –eso es la ciudadanía, eso es la igualdad ante la ley– se ha vuelto para muchos insufrible porque el resto se ha abandonado a la ley del mercado»
Así las cosas, la tentación autoritaria es cada día más atractiva para muchos dirigentes e incluso para muchas sociedades que no ven otro camino que el estado de excepción como norma de las democracias superpobladas e hipertecnificadas del siglo XXI. Y ahí volvería a tener la razón Schmitt, aunque sería un triunfo de infausto
recuerdo. En El Salvador, Nayib Bukele ha solucionado el problema de la extrema violencia generada por la pobreza con un control militar de las calles, pero ello a costa de desvirtuar la Constitución y deteriorar las instituciones. Y mucho me temo que tampoco así se va a solucionar la miseria.
Si empezamos diciendo que el derecho es solo fuente de represión y que la idea universal del ser humano es una falacia colonialista, entonces estamos condenados a ese estado de excepción en el que de nuevo cualquier monstruosidad será posible. Neiman termina su ensayo contando una conversación que tuvo recientemente en Berlín con el activista indio Harsh Mander, candidato al Premio Nobel de la Paz.
Neiman le explicó el libro que estaba escribiendo y que se podía resumir en la denuncia del progresivo abandono de tres principios esenciales para la izquierda: el compromiso con el universalismo, una distinción clara entre justicia y poder y el reconocimiento de que muchas cosas han mejorado y pueden seguir haciéndolo. Mander se mostró de acuerdo y añadió otro principio propio: el compromiso con la duda. Al parecer, algunos colegas marxistas le habían preguntado por qué no se hacía comunista. A lo que él había contestado que nunca podría suscribir ningún movimiento que le exigiera dejar de cuestionar las cosas.
Frente a las religiones abrahámicas, comentó, el hinduismo tiene una ventaja: todos sus dioses y diosas transmiten la necesidad de la duda. Un dios que duda es lo más parecido a lo que Kant pidió para la razón. Por eso su metafísica terminó siendo una ética que, como vio Ortega, se carga de la emoción religiosa vacante en una filosofía sin teología. Gracias a ello fue posible no ya la verdad sino la búsqueda de la misma. Renunciar a ese legado nos está llevando a un mundo gobernado por el odio y habitado por gente que solo reconoce lo que nos separa. Resistirse a ese abandono va a ser la gran tarea política de las próximas décadas.