THE OBJECTIVE
José Rosiñol

¡Gramsci vive!

«No estamos ante una guerra entre culturas, estamos ante una guerra entre la libertad y el autoritarismo, ante la democracia y el dogmatismo»

Opinión
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¡Gramsci vive!

Antonio Gramsci. | Wikimedia Commons

Para empezar, lo fácil, me sorprende la sorpresa de lo que es más que previsible. De hecho, parecemos no entender que estamos en un juego estratégico, en un campo de batalla que, como en casi todas las guerras, competimos descarnadamente por tiempo, territorio y recursos. El tiempo es directamente proporcional a tu poder para impactar en los marcos mentales de la ciudadanía, el territorio es el espacio mediático y virtual necesario para ello, el objetivo es desmantelar la narrativa del contrario y llevarlo a una situación defensiva. Las armas son el lenguaje, el relato y la narrativa, se usan como arietes para poner dilemas al contrario, desgastar sus fuerzas, arrinconarlo ética y moralmente frente al ciudadano. Hay que desmovilizar al contrario y movilizar a los propios.

Como esquema general, hasta aquí, bien. Pero yendo, al aquí y ahora, de nuestra patria sometida a los envites de la ileliberalidad, como decía, me sorprende la ingenua capacidad de sorprendernos ante las maniobras de Sánchez y los suyos. Ya saben que nosotros, los seres humanos, tenemos el llamado «cerebro reptiliano» que, ante momentos de peligro, de forma instintiva, luchas, huyes o pierdes el conocimiento. Parece que los que practican la política no iliberal, frente a los ataques, dilemas e inversiones de la realidad varias, de forma casi automática se activa la tercera opción del reptiliano. Parecen quedarse noqueados y prefieren la parálisis a la acción. El desconcierto es dejar espacio al contrario, es legitimar la narrativa que trata de dañar tu imagen y reputación.

No solo eso, la capacidad de no prevenir escenarios probables. Parece que exista una especie de fobia hacia la prospectiva o es que no entienden el juego al que se está jugando o, peor aún, se juega al juego que te hace jugar el contrario. Es como un domador de leones, Sánchez y los monclovitas saben que reacción habrá a cada latigazo, con cada maniobra. Fijémonos en lo sucedido con el «apaleamiento» del muñeco de Ferraz y con los pellets de las costas gallegas. Lo segundo era más que previsible, lo vimos con el Prestige, la posición defensiva por parte del Gobierno gallego es una especie de rendición por anticipado, como una retirada innecesaria, un reconocimiento implícito de una culpabilidad inexistente, es ceder, otra vez, el relato al contrario.

Lo del muñeco de Sánchez en Ferraz es más sintomático, creo que sintetiza una problemática más profunda de lo que parece, va más allá de esa posición de debilidad estratégica que demuestran los partidos no iliberales, especialmente los adscritos a la derecha. Siguiendo con el inicio del artículo, ¿de veras es alguna sorpresa para alguien que Sánchez utilizase este episodio para la victimización y para lanzar la enésima alerta «antifascista»? Desde luego más ingenuos no podemos ser, más irresponsables tampoco porque si algo necesita el sanchismo son este tipo de movimientos que cimentan el relato de una democracia asaltada por no sé que ultraderecha. Aunque no sea verdad, se lo ponemos fácil.

Sin embargo, creo que la pregunta fundamental a responder sería ¿cuál es el motivo último de los promotores de acciones como las de Ferraz (jugando inconscientemente a colaborador necesario del sanchismo)? Escuchando a uno de los líderes de la iniciativa decía que «por fin la derecha se movilizaba y hacía la guerra cultural a la izquierda». En la misma frase encontramos la clave del desconcierto narrativo y estratégico de la derecha, está en esa «guerra cultural». Concepto al que se acogen, es la hiperventilación frente a los reveses por la propia incapacidad, la trampa dialéctica que tan bien le va al populismo, un populismo que, ante la complejidad sociopolítica de nuestra modernidad, medra necesariamente en la polarización.

«Es curioso ver la influencia de autores marxistas como Gramsci en el ideario de todo el arco político de nuestro país»

El problema es que nos enfrentamos a los posos que el marxismo ha dejado en el sustrato cultural de las sociedades democráticas. Es curioso ver la influencia de autores marxistas como Gramsci en el ideario político y social de todo el arco ideológico y político de nuestro país. Las tesis del italiano son un posicionamiento en profundidad frente a la acción y el pensamiento político, condicionan la realidad porque la percibimos de forma, a mi parecer, errónea. En concreto, para el caso que nos ocupa, el concepto de «hegemonía cultural» está directamente relacionado con la actual «guerra cultural», sin embargo, partimos de una premisa falsa, asumimos la estructura mental del marxismo primigenio: existe una lucha entre sistemas antitéticos, entre el «capitalismo» y el comunismo.

La paradoja es que, una vez que el comunismo se ha desintegrado en multitud de opciones identitaristas, la visión de una «hegemonía cultural» y la lucha para alcanzarla está más viva que nunca. Pero ¿cuál es el problema? Básicamente, ya en tiempos de Gramsci, no había una guerra entre dos ideologías, había una guerra entre la libertad y el totalitarismo. La relación de la Unión Soviética y su industria cultural es prueba fehaciente de lo que digo. Confundir capitalismo como opción económica con ideología política es la trampa que permeó en el inconsciente colectivo, pero choca con el capitalismo que promovió el Partido Comunista chino. Esto es, si creemos que la lucha actual es por una «hegemonía cultural» volvemos al cliché marxista, hacemos el juego a la lógica polarizadora del populismo.

Y es que aquí se complica un poco más la historia, si aceptamos que existe una «guerra cultural» por la «hegemonía cultural», en democracias complejas y (afortunadamente) diversas como la nuestra ¿qué cultura es la que se enfrenta a la otra? ¿Qué ideología se enfrenta al populismo de origen marxista? Pues lo vimos en Ferraz, en nuestro país, el movimiento natural es enarbolar una especie de fusión de propuestas de derechas con moral católica. Con ello ya tenemos el caldo gordo para el populismo, ya estamos dónde querían que estuviéramos, en un juego de suma cero dónde desaparece la diversidad ideológica y política, dónde se va al blanco y negro, al rojo y al azul, dónde perdemos mayorías sociales no adscritas a esa moral cristiana y nos conformamos con las minorías. Volvemos, una vez más, a errar el diagnóstico y el verdadero sentido de la situación: no estamos ante una guerra entre culturas, estamos ante una guerra entre la libertad y el autoritarismo, ante la democracia y el dogmatismo.

Claro está que los más avezados podrán sacar a colación cuestiones como las «corrientes woke» como justificación de la existencia de la «guerra cultural», pero esta posición solo sirve para la autosatisfacción. Porque, como decía, este enfoque por parte de la izquierda populista es instrumental, es estratégico, es un medio para alcanzar un fin: el poder. El resto debemos defender la libertad, la democracia como fin, el individuo como soberano, las libertades positivas y negativas. Cualquier otro posicionamiento de respuesta siguiendo la lógica «guerra cultural a la guerra cultural» es solidificar un escenario de polarización y de juego al contrario. La pluralidad, la libertad y el progreso social son las banderas. La posición moral de las personas, del individuo, del ciudadano es algo que solo les atañe a ellos y ninguna fuerza política o social tienen porque inmiscuirse en ella.

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