Siete votos y la psicología de la estafa
«En los siete votos de Junts no se puede sostener jamás un proyecto de país. La España del después no será mejor, lo adornen de la forma que quieran»
De escándalo en escándalo, el trumpismo y el sanchismo se van pareciendo cada día más. Permítanme usar semejantes caracterizaciones para que nos podamos entender, porque el presidente Sánchez ya nos explicó que este es un ejercicio deshumanizador en su caso y una descripción certera en el de Donald Trump. Estamos en un momento tan excepcional que la claudicación del Gobierno frente a los intereses de los independentistas del procés es la única forma de silenciar por unos días el goteo cotidiano de noticias que demuestra que muchas cosas estaban podridas en los contornos de Moncloa desde hace años.
Sánchez, como la mayoría de los liderazgos que se pretenden fuertes, va camino de vivir en sus propias carnes el dictum de Enoch Powell: todas las carreras políticas, salvo si se interrumpen en el medio del camino, terminan en fracaso. Aunque Trump nos demuestra que, incluso, las derrotas pueden servir para apuntalar un posible regreso.
Sus partisanos no lo reconocerán nunca, pero el sanchismo y el trumpismo son resultado de un mismo contexto y utilizan herramientas similares. Es especialmente reconocible su proximidad en el gusto declarado por la función performativa de las palabras. Es decir, han llegado a convencerse de que sus discursos pueden crear realidad. Y no tienen duda de ello. Solamente hay que ver las ruedas de prensa de nuestros ministros o del propio Sánchez. Son juez, parte y, ahora, hasta se autoagradecen los servicios al país. Esta intención performativa no deja de ser una variante de las supersticiones de antaño. La realidad siempre está ahí para recordar que no hay que confundir los sueños con lo existente. Este engaño está durando tanto porque hay quien quiere creer.
«La amnistía no es un paso valiente. Tampoco apaciguará ningún conflicto político»
Las estafas en política, como en las otras dimensiones de la vida, apelan a los deseos y buscan cubrir las necesidades básicas. Los estafados suelen tener un perfil transversal. Esto no entiende de género, clase o edad. El sanchismo es algo parecido. A sus votantes les ha pedido pequeños compromisos que ha ido educando conductualmente. Cambiando de opinión y quebrando caderas en cada viraje. Entre los más convencidos nunca hemos identificado demasiados problemas porque la aceptación venía con premio: ¡al menos no gobierna la derecha! Pero no se puede engañar siempre, a todo el mundo y en todo momento. Llega un punto en el que hay que exigir un compromiso final, que deja únicamente tres probables salidas: o seguir con el proceso abierto; o darse cuenta de la estafa, pero continuar por el que dirán de mí; o comenzar a denunciar a los estafadores. Tenemos ejemplos de las tres posibles vías en estos meses.
Los que saben algo de los procesos psicológicos detrás de las estafas recuerdan que el denominador común de los estafados es el escaso control que tienen de sus emociones. En una política dominada por lo emocional imaginen el daño que pueden llegar a hacer este tipo de discursos. Esto sirve tanto para el sanchismo como para el trumpismo. O para cualquier otro aprendiz a demagogo. Los mecanismos utilizados son idénticos, lo que no deja de ser un aviso para los navegantes de la orilla de enfrente. Porque siempre hay otro lado que puede terminar cayendo en las mismas dinámicas denunciadas. De hecho, una parte considerable del antisanchismo ha terminado por ser un espacio donde descontrolar las emociones a troche y moche.
En fin, estos siete votos esconden la única posibilidad de seguir en el poder para Sánchez. Nada más, nada menos. En los siete votos de Junts, por otro lado, no se puede sostener jamás un proyecto de país ni de la posibilidad de reforma. Recordaremos estos días con la letanía de «aquellos siete votos…». La España del después, pase lo que pase, no será mejor, lo adornen de la forma que quieran. Llevamos demasiados años con experimentos de todo tipo, justo cuando más necesitábamos de la prudencia y la responsabilidad.
Como recordaba el maestro Valentí Puig hace unos meses, «tanta imprudencia incentiva las políticas desintegradoras». La amnistía no es un paso valiente. Tampoco apaciguará ningún conflicto político. Ahora mismo hay un huido de la justicia, que no se arrepiente de nada y que lo volverá intentar en cuanto pueda, frotándose las manos por el escenario venidero. Y no sólo por haber conseguido lo que pretendía.