THE OBJECTIVE
Joseba Louzao

La corrupción es siempre disolvente

«La corrupción es siempre un golpe a los fundamentos del Estado de derecho, o lo que pueda quedar a estas alturas de mercadeo con un fugado de la Justicia»

Opinión
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La corrupción es siempre disolvente

Ilustración de Alejandra Svriz.

Disculpen que recoja esta extensa cita para comenzar. Pero en estas frases se encuentra todo lo que se puede decir hoy. Léanla con atención:

«La corrupción actúa como un agente disolvente y profundamente nocivo para cualquier país. Disuelve la confianza de una sociedad en sus gobernantes y debilita en consecuencia a los poderes del Estado. 

Pero también ataca de raíz a la cohesión social, en la que se fundamenta la convivencia de nuestra democracia, si a la sensación de impunidad y a la lógica por la envergadura de los hechos que están siendo investigados, la lógica respuesta lenta de la Justicia, se une la incapacidad de asumir las más mínimas responsabilidades políticas por los actores concernidos.

La corrupción merma la fe en la vigencia del Estado de derecho cuando campa a sus anchas o no hay una respuesta política acorde a la entidad del daño que se ocasiona.

Y en último término, la corrupción destruye la fe en las instituciones, y más aún en la política, cuando no hay una reacción firme desde el terreno de la ejemplaridad».

Son las palabras que Pedro Sánchez dirigió a los diputados y, por extensión, a todos los españoles en la moción de censura de la primavera de 2018. El entonces candidato a la presidencia señalaba que iba a profundizar en las palabras del diputado de su partido, José Luis Ábalos. Hay que subrayar esto porque sabemos que no ha sido nunca un político del montón. Ábalos ha estado en el corazón de la maquinaria del PSOE y del Gobierno, al menos, hasta que fue defenestrado. Hasta se le encargaron algunas misiones complejas, como aquella visita nocturna al aeropuerto que desgranó Álvaro Nieto en su Conexión Caracas-Moncloa: Plus Ultra y Delcygate (Ediciones B). Su regreso a la primera línea fue sorprendente y, quizá, ahora comencemos a entender el perdón del líder que lo cesó sin miramientos. 

El asesor que no se separaba del ministro es uno de los principales acusados en esta trama destapada. El posible ciclón del que avisó Emiliano García-Page hace unos días parece hacerse realidad con las últimas noticias judiciales. Tanto es así, que tenemos que volver al discurso del candidato Sánchez. Aunque les cueste comprenderlo a los partisanos, y pese a los intentos para que no sea establezca este discurso en la conversación pública, a los líderes políticos se les debe evaluar a partir de sus promesas. Ese es el auténtico horizonte del quehacer gubernamental. Probablemente esa sea la principal razón de la compleja relación de Sánchez y los suyos con la verdad.

«Sánchez construyó la moción de censura contra la corrupción en el Partido Popular»

La moción se construyó contra la corrupción en el Partido Popular, especialmente en torno aquella frase sobre su caja B que la sala Segunda de lo Penal del Tribunal Supremo descartó. Sánchez se presentó entonces como alguien que iba a limpiar la corrupción. No iba a ser indolente con este tipo de delitos como lo había sido Mariano Rajoy. Por esa misma razón, actuó con contundencia ante las primeras informaciones sobre el ministro Huerta en sus primeros días de Gobierno.

Rápidamente, tuvo que aflojar. Ahí están los malabares discursivos sobre las sentencias de los ERE del socialismo andaluz, el indulto — y posible amnistía— de personas que malversaron fondos para la causa independentista y una gavilla de escándalos. Las sospechas, eso sí, no habían llegado a salpicar directamente a su gobierno. En fin, como es habitual en Sánchez, el problema es que se comprometió —con palabras engoladas— a que esto jamás sucedería con él. Veremos hacia dónde nos lleva esta nueva investigación judicial. Pero no pinta bien para el perfil inmaculado que pretende apuntalar.

La corrupción siempre se cuela por los pliegues de la realidad política. A veces es visible y previsible, en otras ocasiones, pasa silenciosa sin dejar apenas rastro. La ejemplaridad solamente interesa en los discursos políticos por su cualidad connotativa. Poco más. La autocrítica termina por ser una diatriba contra los que están en frente. La corrupción hay que tomársela en serio. Sí, si no es contraproducente a los intereses de nuestras siglas. También sabemos que la corrupción es disolvente —lo recordaba en aquella moción Sánchez— y abre la puerta para que se cuelen por ella los enemigos que quieren derribar la democracia liberal. No solo debilita al gobierno de turno, si no al Estado en su conjunto. 

«Los indicios de corrupción durante la pandemia erosionan la confianza en las instituciones. Aún más si cabe»

Habrá que repetirlo una vez más: no necesitamos culpables, queremos responsables. La búsqueda de la culpabilidad es un acicate para conseguir al chivo expiatorio de turno y permite continuar como si nada hubiera sucedido. La corrupción es siempre un golpe a los fundamentos del Estado de derecho, o lo que pueda quedar a estas alturas de mercadeo con un fugado de la Justicia. La corrupción es una lacra, sobre todo cuando se aprovecha de la fragilidad del momento y de los más vulnerables.

Los indicios de corrupción durante la pandemia erosionan la confianza en las instituciones. Aún más si cabe. También nos permite comprender qué está en juego aquí, y no es precisamente el futuro de los investigados en este caso concreto. Las estructuras de ese capitalismo de amiguetes que ha denunciado en su reciente ensayo Carlos Sánchez (Capitalismo de amiguetes. Cómo las élites han manipulado el poder político, Harper Collins), son la ventana de oportunidad para que estos usos delictivos perduren en el tiempo. En demasiadas ocasiones, ambos fenómenos van de la mano.

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