THE OBJECTIVE
Juan Francisco Martín Seco

España, un Estado fallido

«Desde hace algún tiempo lo inaudito aparece como normal, lo irracional acaba por aceptarse como lógico y lo obsceno como honesto y hasta progresista»

Opinión
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España, un Estado fallido

Ilustración de Alejandra Svriz

Parece ser que, con motivo del acuerdo entre Sánchez y Feijóo acerca de que la Unión Europea supervisara la negociación para constituir el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), algunos vocales de este órgano exclamaron con sorpresa: «A este país ya no hay quien lo conozca». Lo cual es cierto. No deja de ser extravagante que la designación por el Parlamento español de los miembros de un órgano constitucional tenga que ser supervisada por la Comisión de la Unión Europea, pero es que desde hace algún tiempo lo insólito, lo inaudito, aparece como normal, lo irracional acaba por aceptarse como lógico y lo obsceno como honesto y hasta progresista.

Sin embargo, hay que distinguir entre causa y efecto. La causa se encuentra en Sánchez. El origen de esta historia de absurdos se sitúa en aquella moción de censura en la que con 85 diputados (el peor resultado de la historia del PSOE desde la Transición) Sánchez se presta a ganar con el apoyo de golpistas, filoetarras y toda clase de partidos independentistas y regionalistas. Desde entonces, el Gobierno de España está condicionado y regido por aquellos que son enemigos del Estado y quieren dividir España. Nada más preciso que el calificativo de Frankenstein aplicable a ese monstruo antinatural y políticamente incoherente.

Lo que se negaba y parecía inverosímil en un Estado de derecho se hacía posible unos días o pocos meses después. A cada suceso que aparecía como desproporcionado e insensato le ha venido sucediendo otro de mayor envergadura. Todo, sin embargo, se ha precipitado tras las elecciones de julio de 2023 cuyos resultados Sánchez, a pesar de haberlas perdido, ha interpretado como si le concediesen una patente de corso para echarse en manos del independentismo más montaraz y radical.

La pendiente se ha hecho mucho más pronunciada, y los disparates se han sucedido sin cesar. Una vicepresidenta del Gobierno que va a Bruselas a tontear con un prófugo de la justicia; la estructura del Estado y su gobernabilidad pactada con ese mismo prófugo en Waterloo; unos políticos que se amnistían a sí mismos de haber dado un golpe de Estado y haber defraudado muchos cientos de millones al erario público; la compra del Gobierno a los independentistas catalanes y vascos transfiriendo cuantiosos recursos de todos los españoles a la Generalitat y al Gobierno vasco; ruptura de la unidad ferroviaria del país, con desprecio de cualquier criterio técnico, transfiriendo las cercanías a dos comunidades, Cataluña y Euskadi. Se privilegia constantemente a unas comunidades frente a otras, estableciéndose para ellas comisiones bilaterales en negociaciones directas con el Estado fuera de las instituciones.

Se ha constituido un Congreso totalmente sesgado en el que, por una abusiva interpretación de una ley ya suficientemente generosa con las minorías, 178 diputados (representantes de esas minorías y ayuntados contra natura por los intereses más dispares) cuentan con seis grupos parlamentarios, mientras que los 172 diputados restantes disponen solo de dos. Y en ese mismo Congreso se constituyen comisiones para procesar a los jueces, al estilo de los tribunales populares propios de otros regímenes dictatoriales. Los delincuentes juzgando a los magistrados. Los continuos ataques a los jueces, por parte de los aliados de Sánchez, incluso en sede parlamentaria, y señalándoles personalmente, acusándoles de ser parciales y de prevaricar.

«Se fija la gobernabilidad del país, al margen del Parlamento y en reuniones semisecretas en Ginebra»

Se fija y se supervisa la gobernabilidad del país, al margen del Parlamento y en reuniones semisecretas en Ginebra con un mediador latinoamericano, especialista en negociaciones de paz. Varias sesiones del Europarlamento cuestionando la coherencia de nuestro Estado de derecho y una misión de este mismo organismo ha visitado Cataluña a efectos de examinar si en esta comunidad se respeta adecuadamente el uso del español, y marchándose escandalizados algunos de sus componentes de que no se cumplan las disposiciones de los jueces.

La colonización progresiva de todas las instituciones por el Ejecutivo, y un Tribunal Constitucional (TC) constituido de forma sectaria y dispuesto a blanquear cualquier acuerdo de Gobierno.

El hecho de que se haya reclamado a la Comisión que sirva de árbitro entre las negociaciones para que las Cortes renueven el CGPJ, aunque en principio y aisladamente pueda parecer una cierta humillación y la señal de que España constituye un Estado fallido, carece de importancia cuando se considera todo el escenario anterior. Es más, por desgracia parece una medida necesaria para que Sánchez no continúe colonizando las instituciones.

En este tema se pone mucho énfasis en si son los jueces los que deben elegir a los jueces, pero el problema no se encuentra tanto en ello como en la forma de aplicar los tres quintos de la mayoría precisa de diputados y senadores a la hora de designar a los nombrados. Y que no solo afecta a la elección del CGPJ, sino también al TC, al Tribunal de Cuentas y al Defensor del Pueblo, y quizás a algún otro órgano.

«En 1985 el PSOE en el Gobierno elaboró una nueva ley orgánica por la que se modifica el sistema de elección de los 12 jueces»

La Constitución Española en el apartado 3 del artículo 122 establece que el CGPJ se compone de 20 miembros. Ocho de ellos deben ser abogados u otros juristas de reconocida competencia, elegidos cuatro de ellos por el Congreso y cuatro por el Senado por mayoría de tres quintos. Los 12 restantes serán seleccionados entre magistrados y jueces de todas las categorías judiciales y por el procedimiento que establezca una ley orgánica. Aun cuando es cierto que para estos últimos consejeros la Carta Magna no dispone la forma de designación, se puede concluir que no estaba en la intención del legislador que fuese la misma que la de los otros ocho miembros, porque, de ser así, no se hubiese establecido distinción entre ambos grupos o, al menos, solo lo habría hecho en lo relativo a su procedencia.

En 1980, durante el Gobierno de UCD, las Cortes aprueban la primera ley orgánica sobre esta materia y en ella se establece que estos 12 consejeros sean elegidos por todos los jueces y magistrados en servicio activo mediante voto personal, igual, directo y secreto. No obstante, la duración de este procedimiento fue efímera porque en 1985 el PSOE en el Gobierno elaboró una nueva ley orgánica por la que se modifica el sistema de elección de los doce jueces, y se determina que ha de llevarse a cabo de la misma forma que dispone la Constitución para los otros ocho miembros, es decir, aquellos que provienen del colectivo de abogados y juristas de reconocido prestigio.

El TC en su sentencia del 29 de julio de 1986 en la que -aun sin declarar inconstitucional este procedimiento, ya que no se oponía de forma directa a la letra de la Constitución- advertía de los efectos negativos que podían derivarse de su aplicación:

«Se corre el riesgo de frustrar la finalidad señalada de la norma constitucional si las Cámaras, a la hora de efectuar sus propuestas, olvidan el objetivo perseguido y, actuando con criterios admisibles en otros terrenos, pero no en este, atiendan solo a la división de fuerzas existente en su propio seno y distribuyen los puestos a cubrir entre los distintos partidos, en proporción a la fuerza parlamentaria de estos. La lógica del Estado de partidos empuja hacia actuaciones de este género, pero esa misma lógica obliga a mantener al margen de la lucha de partidos ciertos ámbitos de poder y entre ellos, y señaladamente, el poder judicial… La existencia y aun la probabilidad de ese riesgo, creado por un precepto que hace posible, aunque no necesaria, una actuación contraria al espíritu de la norma constitucional, parece aconsejar su sustitución».

«Si la Constitución exige esta mayoría cualificada es para evitar toda posibilidad de politización del órgano»

Treinta ocho años después la ley continúa sin modificarse en este aspecto, y, lo que es peor, a lo largo de todos estos años el riesgo del que avisara en su día el TC se ha hecho realidad. Y no solo en lo referente al CGPJ, sino en general a todos los organismos cuyos miembros deben elegir las Cortes y para los que se ha establecido una mayoría cualificada.

Si la Constitución exige esta mayoría cualificada es para evitar toda posibilidad de politización del órgano. En principio, el hecho de que cada consejero cuente con la aprobación como mínimo de tres quintas partes de los diputados o los senadores garantizaría, al ser una persona de consenso, su neutralidad e independencia, sin adscripción partidista alguna. Lo cierto es que, del modo que se ha venido aplicando desde 1985, el resultado ha sido el inverso.

Tal como previó el TC, los partidos se han distribuido los puestos, uno para ti, otro para mí, nombrando cada uno de ellos a los más proclives a su formación política. La conclusión es que los elegidos son los más politizados (en el mal sentido del término) e incluso en algunos casos los más sectarios. Tan es así que se continúa hablando de consejeros conservadores y progresistas.

Es posible que, en este momento, la solución más adecuada -teniendo en cuenta las recomendaciones de la Comisión y del Consejo de Europa, la opinión de la casi totalidad de los jueces y la experiencia, particularmente la de los últimos años- pasa por que sean los mismos jueces los que elijan a aquellos de sus 12 compañeros que vayan a ser miembros del CGPJ. Pero en cualquier caso lo que resulta ineludible y además afecta a todos los órganos constitucionales, es que no se adultere la forma en que se aplique la mayoría de los tres quintos en la elección de aquellos consejeros que tienen que designar el Senado y el Congreso.

A estas alturas es difícil pronosticar cómo terminarán las reuniones del PP y el PSOE con el comisario Didier Reynders para elegir a los miembros del CGPJ. Ciertamente es un escándalo que después de cinco años esta institución permanezca sin renovarse, pero peor sería que se hubiese hecho (o que se haga) desvirtuando los tres quintos establecidos y repartiéndose los nombramientos entre los dos partidos mayoritarios. Ningún diputado o ninguna formación política deberían votar (o estar obligados a hacerlo) a un candidato que piensen que no es el adecuado, por mucho que les aseguren que, en contrapartida, el otro partido aceptará a quien ellos propongan. De lo contrario el Estado resultaría aún más fallido.

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