THE OBJECTIVE
Ricardo Cayuela Gally

La Rábida o la inutilidad de impugnar la historia

«Abandonados por sus dioses, los mexicanos vieron en los monjes franciscanos la puerta de entrada a una nueva cosmovisión»

Opinión
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La Rábida o la inutilidad de impugnar la historia

Pirámide en México. | Agencias

Visito el monasterio franciscano de La Rábida en Semana Santa. Ahí, Cristóbal Colón encontró en el padre Juan Pérez, antiguo contador real en la corte castellana y confesor de la reina Isabel, una línea directa con la monarca. También al padre Marchena, astrónomo aficionado o monje “estrellero”, el cómplice espiritual que su empresa necesitaba. Marchena apoyó a Colón en sus deducciones astronómicas —si la Tierra es redonda, Oriente y sus especias están inevitablemente al otro lado el Océano— y le reunió gente capaz de comprometerse con el proyecto antes de su suplicatoria ante la reina, como los hermanos Pinzón. Lugar central de la historia mundial, su aparente modestia transmite una fuerza simbólica arrebatadora: un patio con geranios, un crucifijo de madera, una Virgen en alabastro.

La visita me evoca un sinfín de conventos y templos mexicanos construidos durante el siglo XVI por la misma orden monástica. Una borrasca atlántica que recuerda las feroces granizadas del altiplano mexicano y un camino recortado de chumberas, nuestros nopales, acaban de confundirme del todo y ya no sé si estoy en Palos de la Frontera o en Puebla, en el convento de Huejotzingo, sede de los primeros doce franciscanos que llegaron hace casi cinco siglos a México. Es curioso que las claves artísticas de La Rábida, producto de siglos de convivencia y disputa —artesonado mudéjar, capilla gótica, pinturas al fresco, azulejos portugueses— se trasladaran como una unidad de sentido a América, donde se sumó la mano de obra indígena y su intento de camuflar sus dioses derrotados en los nuevos templos cristianos. Una concatenación sincrética verdaderamente notable. Pienso en el convento de San Antonio de Padua en Izamal, en el lejano y hostil Yucatán, o en el convento de Santa Ana en Tzintzuntzan, en Michoacán, de los hasta entonces invictos purépechas. Cholula, Calpan, Texmelucan, Tlahuelilpan, todos ellos conventos-fortalezas, laboratorios lingüísticos y teatrales, avanzadas misioneras dispersas en el amplio y poblado territorio de la Nueva España, mudos testigos de la verdadera conquista de México, la conquista espiritual.

«El aislamiento del hombre americano lo volvió indefenso ante la bomba inmunológica que representaba la presencia española y africana en América, diezmando su población»

En esos conventos se escribieron las primeras gramáticas y diccionarios de las lenguas indígenas (mixteco, zapoteco, náhuatl…), se transcribieron a caracteres latinos viejas leyendas y mitos y se contaron usando los pictogramas de los viejos códices, pero con el apoyo del alfabeto fonético, las sagas de sus ancestros. Este proceso culmina en el Códice Florentino de fray Bernardino de Sahagún, que recoge las historias de sus viejos informantes indígenas, antiguos tlacuilos de Tlatelolco. Obra indispensable para entender el universo mexica y aún hoy pórtico de entrada obligatorio para quien quiera adentrarse en los misterios “aztecas”. Ya lo dijo Edmundo O’Gorman en La invención de América: México es más hijo de la tau franciscana que de la espada de Cortés. Abandonados por sus dioses, los mexicanos vieron en los monjes franciscanos (y luego agustinos, dominicos y mercedarios) la puerta de entrada a una nueva cosmovisión. Una en la que ya no era necesario sacrificar a los hombres para satisfacer a los dioses, ya que había sido Dios, en la advocación de su Hijo, el que se había sacrificado por los hombres.

La conquista fue cruenta y salvaje, como todas las guerras. Negarlo es inútil. Refugiarse en ese lamento, ridículo y fácil. En la conquista, además, se enfrentaron dos visiones irreconciliables de hacer la guerra, ambas abominables según el cariz del otro. Para los mesoamericanos, la forma de hacer la guerra de los españoles, soldados de la reconquista, era salvaje e inhumana. Se mataba en el campo de batalla, incluido el degüello de los heridos, y se dejaban los cadáveres enemigos yacer sin sepultura, presa de la rapiña de los dogos y mastines que acompañaban al ejército. Para los autóctonos, la guerra era un ritual religioso, con reglas codificadas durante milenios. Se trataba de capturar vivos a los rivales, mantenerlos en cautiverio íntegros y sanos. Y en una fiesta religiosa, determinada por el secreto calendario ritual de 260 días, sacrificarlos en honor de los dioses delante de toda la comunidad, que participaba del rito con una ingesta simbólica del enemigo, humanizándolo. A su vez, para los españoles, la forma de hacer la guerra de los indígenas, soldados de las guerras floridas, era salvaje e inhumana. El sumo sacerdote, en la cima de la pirámide, arranca de cuajo el corazón del cautivo, auxiliado tan sólo de un fatal cuchillo de obsidiana, que ofrenda a Huitzilopochtli mientras el cuerpo se desmiembra pirámide abajo y es repartido entre los asistentes en un festival caníbal de resonancias luciferinas.

A la guerra le sucedieron las pandemias. El aislamiento del hombre americano lo volvió indefenso ante la bomba inmunológica que representaba la presencia española y africana en América, diezmando su población. Este hecho, mucho más cruento que las guerras de conquista, es uno de los datos borrados del discurso ahora que se discute de nuevo y desde trincheras ideológicas irreconciliables la colonización de América por España. La viruela y el cólera, para las que europeos y africanos habían ya desarrollado inmunidad, asolaron el paisaje humano de América hasta volverla irreconocible.

Tras ambas catástrofes vino la morosa labor misionera que levantó de los escombros una nueva civilización, sincrética y mestiza, que tendría mucho que aportar al mundo si los americanos supiéramos reconciliarnos con nuestra propia historia en lugar de impugnarla inútilmente. La salida al “laberinto de la soledad”, la llave de la “jaula de la melancolía” pasa por… una mano me toca la espalda. Dejo mis ensoñaciones. Vuelvo a La Rábida en Semana Santa. “Disculpe, caballero, vamos a cerrar”. En el pórtico de entrada, leo en un mosaico de azulejos: “El español o americano que sienta hondo y eleve el pensamiento, ¿no nos ayudará en nuestros propósitos de convertir en amor y paz la fuerza que irradia de este humilde monasterio?”.

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