THE OBJECTIVE
Ricardo Cayuela Gally

Paradojas del tiempo y la política

«Los hechos cambian, los problemas se reproducen, y entonces las soluciones son y deben ser distintas»

Opinión
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Paradojas del tiempo y la política

Trump y Abascal. | Alejandra Svriz

En la Guerra Fría también competían dos ideas del tiempo. Bajo los gobiernos del así llamado “socialismo real”, el presente era una molesta transición hacia el comunismo, ese paraíso en la tierra que aboliría las clases sociales en un presente entonces sí eterno y magnífico. Todos los medios (las penurias del momento) están justificadas por ese fin (el futuro áurico). La gente, que sufría un día a día horripilante, huía en cuanto podía a Occidente, siguiendo sin saberlo el lamento de poeta Lope a su esquiva amante: “¡Siempre mañana, y nunca mañanamos!”. El tiempo socialista no dejaba de ser una reposición del tiempo cristiano que la Ilustración había cancelado, de ahí el componente fuertemente religioso de las ideas comunistas, pero con la transposición de la vida eterna tras la muerte a la vida plena tras el advenimiento comunismo. Bajo los gobiernos del así llamado “orden liberal”, también había una idea del tiempo que se basaba en una evidencia: el progreso es posible y lo construimos a día a día, mis hijos vivirán mejor que yo, que he vivido mucho mejor que mis padres. No era una formulación teórica, sino una realidad cotidiana. El futuro era la consecuencia del presente

En ambos sistemas, que no equiparo moralmente porque sería una infamia intelectual, había rebeldes contra esta concepción del tiempo. En el “socialismo real” la rebeldía intelectual y política era casi suicida, por ello el legado de los disidentes es una página de honor del espíritu humano, de Sájarov a Havel. La rebeldía social se manifestaba huyendo. Renuncio a ese futuro a cambio de tu presente, clamaban los boat people de Vietnam, los “marielitos” cubanos, las delegaciones deportivas húngaras. El símbolo de ese miedo y de esa derrota del socialismo frente al liberalismo fue el Muro de Berlín. Era una muestra empírica de miles de kilómetros de cemento y alambre de púas de la superioridad de la democracia y el libre mercado. La rebeldía en Occidente contra la idea tácita de progreso fue juvenil y tuvo su gran momento en el movimiento estudiantil del 68 o en el movimiento hippie, que empezó antes y que no terminó ese año, ni mucho menos. La psicodelia, el amor libre, las comunas y el rechazo al servicio militar son parte de las mismas ideas: no queremos un futuro predecible, ¡aunque sea bueno! En Praga pedían un mejor presente; en París, un futuro distinto.

«Olvidan que la ciencia y la tecnología son históricas y evolucionan»

Caído el Muro de Berlín, las sociedades poscomunistas son tremendamente impacientes con el presente. No quieren lentas construcciones democrática, reformas de consenso, deliberaciones parlamentarias y frágiles acuerdos. Exigen soluciones inmediatas a todos los problemas heredados y postergados. Esa promesa solo la pueden esgrimir los populistas y los demagogos (los políticos sensatos saben que se necesita un tiempo para reparar el daño). Por ello votan (o apoyan) a la extrema derecha en la vieja RDA, a Orban en Hungría, a los gemelos diabólicos en Polonia, a Milosevic en Serbia o a Putin en Rusia. Se sientes estafadas y quieren una reparación en vida. Lo peor del comunismo es el post-comunismo, en feliz apotegma de Adam Michnik.

En las sociedades liberales el problema del tiempo es aún más complicado. Los ciudadanos han dejado de creer que sus hijos vayan a vivir mejor que ellos. Y para evitarse el disgusto de comprobar esa hipótesis frágil, han decidido no ser padres. Vaya por delante que cada decisión individual y de pareja es no sólo respetable sino inatacable. Pero, ¿qué implica que toda una sociedad hay decidido dejar de reproducirse? Puede haber razones económicas puntuales que lo expliquen, pero este acuerdo colectivo tácito obedece a otras razones. La más importante, la ideología del cambio climático, que parte de una premisa falsa: los problemas presentes, reales, se van a incrementar en el futuro de manera exponencial pero las soluciones presentes, también reales, van a permanecer igual. Olvidan que la ciencia y la tecnología son históricas y evolucionan. 

Vivimos en un mundo en donde la profecía de Malthus se ha convertido en su envés: la pesadilla de la natalidad cero. Un cambio civilizatorio que conlleva el fin de la civilización. El cisma milenarista se llama ahora “apocalipsis climático”. La crónica de una muerte anunciada. Un mundo postbiológico, más que postmoderno, ya que el impulso básico de la vida es la perpetuación. Sólo en un mundo postbiológico tiene público una pensadora como Judith Butler, por cierto. Y por ello triunfan también los populistas también en Occidente. De derecha y de izquierda. 

Los de derechas con la poderosa arma del pasado: Make America Great Again como símbolo de una corriente que va de Le Pen a Meloni, de Trump a Abascal. Una restauración de la “era del progreso” que es imposible. No sólo porque el tiempo fluye, los hechos cambian, los problemas se transforman y reproducen (ellos sí), y entonces las soluciones son y deben ser distintas. Si no porque nunca fue una solución el proteccionismo, el cierre de fronteras, el nacionalismo de bandera. 

Los de izquierdas (imposible distinguir a moderados de extremistas) proponen otra vez el señuelo del futuro. Pero su utopía verde es un mundo detenido, sin energía para transformar, sin hijos para perpetuarse y sin soldados para defenderse. Hacen, a diferencia de la derecha, una lectura crítica del pasado, pero su mirada es anacrónica: lo juzgan con la moral del presente. Todo lo pasan por el tamiz de la ideología de raza (inmóvil) y de género (móvil). Un mundo que derrumba estatuas, censura libros y cancela reputaciones. El absurdo de ambos populismos hace que se retroalimenten, polarizando a la sociedad en dos hermanos antagónicos. La crítica de la extrema derecha al “universo woke” es correcta y justa, pero sus soluciones son abominables. El miedo de la izquierda a la extrema derecha es, por lo tanto, lógico, pero sus soluciones no menos abominables. Y en medio, el viejo y adolorido liberalismo asiste a la función impotente y mudo. La era de la democracia sin demócratas. No debería. Con sus errores y mentiras, tiene un pasado que presumir: la era de mayor progreso humano de la historia. Y su visión del futuro es más sana: sin miedo, ni utópico ni catastrofista. Reformas y tolerancia: soluciones puntuales para problemas puntuales. Pero, ay, le falta lo más importante: tener algo que decir en el presente.

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