México, una política exterior arrastrada por el fango
«El presidente de México es confiable en política exterior: siempre se equivoca»
Hace bien México en romper relaciones con Ecuador después de que su Embajada en Quito fuera allanada por los militares ecuatorianos para detener al ex vicepresidente allí refugiado, Jorge Glas. La medida contraviene la Convención de Viena sobre la inviolabilidad de las sedes diplomáticas y será motivo de una demanda internacional. Todos los países de América han condenado el hecho, incluida la Argentina de Milei. Y hace bien también la audaz candidata opositora Xóchitl Gálvez en cerrar filas con el Gobierno en este asunto. Cualquier matiz entrañaba un suicido político ante las elecciones presidenciales del próximo 2 de junio. Sin embargo, este gravísimo incidente no es sólo responsabilidad de una decisión ilegal del Gobierno de Daniel Noboa, sino producto de la desastrosa política exterior de López Obrador, que ha arrastrado por el fango el prestigio del país en el mundo.
El presidente de México es confiable en política exterior: siempre se equivoca. Por un lado, desdeña los foros multilaterales que tanto han servido a México. En cinco años no ha asistido a ninguna de las reuniones anuales del G20 ni a la conferencia económica de Davos. Tampoco ha asistido a ninguna cumbre iberoamericana, diluyendo la notable influencia mexicana en esas citas, de las que era, junto a España, protagonista y uno de sus promotores originales. Por el otro lado, ha cerrado filas de manera dogmática con los países miembros de la ALBA, la infausta «alianza bolivariana para los pueblos de nuestra América», integrada por dictaduras y democracias en declive. Esto, sin dejar de ser el gendarme de Estados Unidos y operador de su política migratoria, que fuerza a México a mantener en los límites de sus fronteras a los peticionarios de asilo en América.
Si dejamos de lado por un momento la nefasta política de Estados Unidos hacia América Latina, a la que ha visto como su «patio trasero» y en la que ha primado su más desnudo interés, y si olvidamos los efectos igualmente nefastos de la Guerra Fría y Cuba como cabeza de puente de la Unión Soviética en el subcontinente, las cancillerías latinoamericanas han basculado entre dos doctrinas enfrentadas, la Doctrina Tobar y la Doctrina Estrada, curiosamente la primera nombrada en honor del canciller ecuatoriano Carlos R. Tobar y la segunda, del canciller mexicano Genaro Estrada.
La Doctrina Tobar (1906) establece que las repúblicas americanas deben abstenerse de reconocer a los gobiernos que surjan de un cambio violento de régimen político. La idea implícita era poner un freno a los golpes de Estado militares que marcaron el primer siglo de vida independiente de los países latinoamericanos, pero su uso se extendió también a los gobiernos emanados de las revoluciones, Fue invocada por los países de la Organización de Estados americanos (OEA) cuando decretaron, en 1962, la expulsión de la Cuba de Castro de sus filas, con el único voto en contra de México.
La Doctrina Estrada (1930) es hija de la Revolución mexicana y las enormes dificultades que enfrentaron los sucesivos gobiernos revolucionarios mexicanos para ser reconocidos internacionalmente. Y se basa en el respeto a la soberanía nacional y la no intervención. Es una ley endeble moralmente, pero que le permitió sortear a México los dilemas de su autoritarismo y el juego de bandos de la Guerra Fría.
«Cuando México por fin se convirtió en una democracia, no se atrevió a revisar los dogmas de su política exterior»
Cuando México por fin se convirtió en una democracia, no se atrevió a revisar los dogmas de su política exterior, aunque el canciller Castañeda en el gobierno de Vicente Fox o el propio Felipe Calderón durante su mandato criticaran a la dictadura cubana o el golpe de Estado bolivariano en Honduras. Ahora que López Obrador destruye los cimientos de la democracia mexicana en todos los ámbitos (electoral, judicial, institucional y de libertad de expresión), no es casualidad que volviera a la Doctrina Estrada, aunque, como todo en su Gobierno, para cumplirla selectivamente. Así, no se condena a Díaz-Canel en Cuba vía la Doctrina Estrada. Tampoco a Maduro en Venezuela o a Ortega y Murillo en Nicaragua. Al contrario, hace negocios con las tres dictaduras y las legitima en todos los foros. Pero, al mismo tiempo, apoya a Evo Morales, perseguido por corrupción en Bolivia, a pesar de la Doctrina Estrada. Más grave fue su intento, afortunadamente fallido de ayudar a permanecer en el poder al presidente Pedro Castillo, destituido legalmente en el Perú por manifiesta incompetencia.
En estos días de conflicto con Ecuador, la muy nacionalista prensa mexicana enlista los grandes logros diplomáticos de México en el siglo XX, como la protesta en la ginebrina Sociedad de Naciones por la guerra italiana en Abisinia, la anexión de Austria por Alemania, el apoyo diplomático a la II República española, así como su política de asilo, que va de Trotski al sah de Irán y que incluye a los refugiados españoles de la Guerra Civil, los guatemaltecos que huían de los feroces militares de su país o los sudamericanos escapados de milagro de los «gorilatos» de los años setenta y que encontraron todos ellos en México una nueva patria, con páginas tan gloriosas como el rescate de Azaña por Gilberto Bosques de la persecución franquista en la Francia de Vichy o el traslado de la viuda de Allende por el embajador Gonzalo Martínez Corbalá tras el golpe de Pinochet.
Estoy de acuerdo con esos hitos, logrados a pesar de la Doctrina Estrada y no gracia a ella, pero, ¿qué tiene esa historia gloriosa con la protección ilegal de Jorge Glas, vicepresidente ecuatoriano con Correa, acusado de narcotráfico y corrupción y en pleno proceso judicial en su país? La respuesta no está en la política internacional, que López Obrador desdeña salvo en sus filias y fobias ideológicas. De hecho, tiene de mantra la idea de que «la mejor política internacional es una buena política nacional». La respuesta está en que trata por todos los medios de imponer a su candidata, Claudia Sheinbaum, en las próximas elecciones, en una dinámica de poder que recuerda las elecciones de Estado del viejo PRI. Y qué mejor manera de influir en los votantes que apelar al espíritu patriotero y provocar una ola de chauvinismo barato en la población.
A pesar de las arengas de algunos opinadores oficialistas exaltados, que recitan ese verso del himno nacional que llama a las armas –«un soldado en cada hijo te dio»–, no estamos ante tambores de guerra. Estamos frente al ritornello de la demagogia y el pianissimo chivo expiatorio.