Bambi y la polarización
«Animado por las embestidas de Bambi, el presidente del Gobierno es hoy el rey de la polarización. Si no rectifica, será también su víctima»
[ESTE ARTÍCULO FUE ENVIADO POR JUAN LUIS CEBRIÁN A ‘EL PAÍS’ EL PASADO SÁBADO 6 DE ABRIL PARA SER PUBLICADO EN SU SECCIÓN ‘AL HILO DE LOS DÍAS’. SIN EMBARGO, EL DIARIO DEL GRUPO PRISA HA DECIDIDO CANCELAR ESA COLABORACIÓN TRAS TENER NOTICIA DE QUE CEBRIÁN HA INICIADO UN PROGRAMA DE ENTREVISTAS EN VÍDEO CON ‘THE OBJECTIVE’. ANTE SU INDUDABLE INTERÉS, ESTE PERIÓDICO HA DECIDIDO PUBLICARLO]
«El derecho de autodeterminación es una reivindicación reaccionaria, impropia de partidos o sindicatos de izquierda. Todavía más involucionista si cabe en el caso de los países de la comunidad europea». Esta frase textual no pertenece a ningún militante de la fachosfera, sino a uno de los líderes e intelectuales de la izquierda española que más respeto merece: Nicolás Sartorius. Luchador contra la dictadura y en favor de los derechos sociales desde Comisiones Obreras y el Partido Comunista, fue perseguido y encarcelado repetidas veces durante el franquismo y, como tantos otros, acabó incorporándose durante la Transición española al Partido Socialista Obrero Español.
En los próximos meses van a celebrarse en España tres elecciones democráticas relacionadas entre sí que mucho tienen que ver con su reflexión: las autonómicas en el País Vasco y Cataluña, cuyos eventuales resultados influirán de un modo u otro en las referidas al Parlamento Europeo. Se producen en un momento especialmente conflictivo en el que ya resulta evidente que el jefe del PSOE ha convertido su partido en una secta clientelista orientada hacia su personal beneficio y el de quienes le alaban. Con lo que ha logrado dividir y enfrentar a los españoles entre sí como nunca había sucedido desde la muerte del dictador.
Por supuesto no es él el único responsable del calamitoso estado de opinión en el que la política se desenvuelve. También es obvio que algunas medidas de su gobernación merecen elogio, singularmente las que se refieren a la política laboral, responsabilidad de la vicepresidente Yolanda Díaz, cuyos errores no deberían empañar sus logros iniciales en la concertación entre sindicatos y empresarios. Pero el sanchismo no responde a ningún proyecto político sino a una ambición de poder desmedida, imposible de saciar en un régimen genuinamente democrático.
El decurso de los acontecimientos hace preguntarse a muchos qué está pasando en este país, en el que la polarización política ha pervertido y contagiado a los medios de comunicación y muestra ya preocupantes evidencias en el comportamiento de la calle. La respuesta la ha dado, de manera nada ingenua, el jefe de la oposición. Según él la clase política española es la peor que hemos tenido desde hace casi medio siglo, y no excluye a su partido. Diagnóstico más que demostrado después de escuchar a los portavoces de los dos partidos mayoritarios; analizar el currículum del secretario de organización del PSOE; soportar las soflamas del ministro de Transportes; asombrarnos ante el histerismo elocuente de la vicepresidenta o la ministra de Igualdad y los insultos gratuitos de un buen número de senadores populares; o sufrir la desvergüenza de los nacionalistas, incluidos los que ampararon a vulgares asesinos políticos. Este no es solo un problema patrio. La clase política en general, la de las democracias en particular, es manifiestamente mejorable y lo que está fracasando es el sistema de representación.
Las clases dirigentes no pueden alegar inocencia ante la crispación creciente de la sociedad, animada y promovida por los medios de comunicación, financiados unos, amenazados otros, o financiados y amenazados a un tiempo, por el poder. Las confrontaciones cívicas auspiciadas por este han sido históricamente una de las lacras sociales de nuestro país. El ejercicio de la censura y la manipulación de la prensa, en todas sus formas y categorías, ha caracterizado el comportamiento de nuestros gobernantes independientemente de la etapa histórica a la que queramos referirnos. La falta de diálogo entre los diferentes es el origen fundamental del deterioro de la política, convertida en espectáculo de pésima calidad, cuando no en prácticas mafiosas como los casos de corrupción demuestran. Estos tienen que ver de ordinario con el insaciable apetito de financiación de los propios partidos o los sindicatos, y aún con la liberalidad interesada de los gobiernos, dispuestos a fomentar subvenciones de todo tipo, a personas e instituciones, con el pretexto de combatir desigualdades sociales.
En cuanto a los medios, la pasión censoria e intervencionista de nuestros gobernantes tuvo una limitada tregua al comienzo de la Transición hasta la victoria de Aznar en 1996. La verdadera y casi única liberalización la protagonizó el PSOE de la época, durante el llamado felipismo. El Gobierno se desprendió de la prensa pública, vendiéndola las más de la veces a grupos o empresas de escasa o ninguna conexión con ideologías de izquierda, y concedió cadenas de radio y televisión a empresas privadas. No digo que en esas decisiones no existieran motivos ligados a intereses políticos o empresariales. Es sabido que la entrega a Berlusconi de lo que hoy es Telecinco se debió a las presiones del primer ministro italiano Bettino Craxi, que acabó fugándose a Túnez acusado de corrupción. Pero en conjunto primaron criterios profesionales transparentes y de utilidad pública.
La llegada de Aznar inauguró una época de ataques a la libertad de expresión e intervenciones directas. El famoso caso Sogecable, diseñado para combatir desde el Gobierno la influencia de El País, la SER y el grupo Prisa, llevó a la imputación de delitos tanto a Jesús Polanco, su presidente, como a mí mismo, hasta que recusé al juez instructor que posteriormente fue expulsado de la carrera, condenado por prevaricador. Tras la victoria de Rodríguez Zapatero la relación con los medios cambió de signo pero no de intensidad en su espíritu censor. Bambi, según apodo de sus propios compañeros, llegó a la poltrona presidencial gracias a la estupidez de los populares, que atribuyeron mendazmente la masacre del 11-M a ETA.
Pero ZP, cuyo egocentrismo despuntó en el diseño del logo con sus iniciales, se dedicó a favorecer a amigos y allegados en la concesión de televisiones y amparó las operaciones de la compañía Mediapro, cuyo principal accionista y gestor fue después dadivoso financiador del independentismo catalán. La paranoia monclovita llevó a que el propio secretario de Estado de Comunicación se encargara personalmente de la promoción del diario Público y hasta del reclutamiento de algunos de sus profesionales. Se trataba, según el presidente, de hacer un periódico verdaderamente de izquierdas frente a la supuesta deriva conservadora de El País. Los fundadores de este, siempre quisimos hacer un buen periódico a secas, un diario independiente, afecto a las ideas y a los ideales progresistas, pero nunca un boletín de propaganda de nadie.
«El sentimiento liberal progresista, que sostuvo en el poder a la socialdemocracia durante tres lustros, ha desaparecido en el PSOE»
Ese sentimiento liberal progresista, que sostuvo en el poder a la socialdemocracia durante casi tres lustros, ha desaparecido en el PSOE. Proliferan los intentos de manipulación favorecidos por la crisis de las empresas de medios. Hasta el punto de infiltrarse en ellas a través de fondos de inversión oportunistas, o a cambio de favores y conexiones de todo género. Semejantes operaciones han contribuido y contribuyen a dar altavoz a las chorradas e insultos entre oposición y Gobierno, para no hablar de la endiablada influencia de las redes sociales en la formación de la opinión pública. Hay más periodistas contratados por organizaciones de todo género, privadas o públicas, cuya misión es evitar que se publique algo que moleste a sus jefes, que periodistas dedicados a descubrir y difundir informaciones contrastadas y opiniones rigurosas que algún poderoso pretende silenciar. En este tiempo aciago y difícil es preciso reconocer y apoyar el trabajo ímprobo que tantos colegas míos tienen que llevar a cabo para denunciar las corrupciones que el poder silencia, sin más argumento que la amenaza o el soborno.
Habrá que recordar a Sánchez, que no parece un gran lector, lo que Indalecio Prieto, socialista insigne, dijo hace más de un siglo en un encuentro con militantes del partido: «Acaso en España no hemos confrontado con serenidad las respectivas ideologías para descubrir las coincidencias, que quizá fueran fundamentales, y medir las divergencias, probablemente secundarias, a fin de apreciar si estas valían la pena de ventilarlas en el campo de batalla». Animado por las embestidas de Bambi, el presidente del Gobierno es hoy el rey de la polarización. Si no rectifica, será también su víctima.