La sociedad anestesiada
«El populismo, ese virus que impregna las sociedades contemporáneas, significa ofrecer soluciones fáciles a problemas complejos»
Para la sociedad actual, así en términos más o menos razonables, el sentido común, hoy, es revolucionario; la moderación, una extravagancia del pasado y el hecho de tratar de entender al otro un camino sin vuelta hacia el linchamiento, social, por supuesto. Como «la melancolía es el color complementario de la ironía» (Julio Torri, dixit), nada como Cervantes para ello, bueno será recordar que el mundo de ayer de Zweig, y el mundo de mañana de Philip K. Dick, se quedan, convergen, en el presente, porque nada hay hoy como el ahora. Y, como en la sociedad actual rige aquello que José Zorilla, en sus espléndidas memorias, advirtió: «Aquí en septiembre nadie recuerda lo que había dicho en mayo» (más o menos), la anestesia es el mejor antídoto para contemplar la realidad.
Una sociedad plagada de soledad, populismo, inteligencia artificial, desmemoria, anacronismos, autocensura, amenazas al ámbito íntimo y, sobre todo, miedo. Para algunos la anestesia es parcial; para otros, es total. Rige un papanatismo cultural de rango extraordinario. Los tiempos presentan, en el mundo de la creación estética, un conservadurismo patético que recuerda como se ha olvidado aquella declaración del gran Evelyn Waugh a París Review, sobre la creación: «Hay que alzarse contra el tenor de los tiempos y no dejarse llevar como un pelele, hay que ofrecer resistencia». Resistencia a las audiencias y las proclamas. Ir por libre, salir de la anestesia. Dónde, dónde está, la crítica contra los (h)unos y los (h)otros (Unamuno) de antaño. Estéticamente la situación es decepcionante.
«Lo que está en venta es la vida, el bienestar intelectual y cultural, que no aparece en el PIB de esa sociedad»
Xavier Güell en su recién publicada Shostakóvich contra Stalin (Galaxia Gutenberg) pone en boca de uno de sus personajes: «La democracia en el arte significa ser esclavo de cualquiera, la dictadura ser esclavo de uno solo. No me gusta ni lo uno ni lo otro. Nuestro socialismo es un hervidero en el que se cuela la zafiedad. El fraude siempre se disfraza de autenticidad. Pero a ésta se la reconoce porque no se somete ni al público ni a los gobiernos». El progreso significa ir, siempre, en el arte, en contra de la doxa, de la loa a la opinión dominante en cualquier momento. De ahí, lo de anestesiados, pero, por lo que se ve, felices. Sí. El populismo, ese virus que impregna las sociedades contemporáneas, significa ofrecer soluciones fáciles a problemas complejos. Su correspondencia es el anacronismo; es decir, juzgar con los valores del presente los hechos del pasado. Así, nunca tendremos una opinión cabal de lo que pasó, pero sí de lo que pasa. No es lo mismo. Una vieja maldición china sentencia: «Ojalá vivas tiempos interesantes». Ojo, es una maldición. Y, sin duda, para tiempos interesantes éstos en los que un mundo desaparece y otro no termina de llegar, y en medio, toda una barahúnda de tahúres en busca del mejor precio.
Lo que está en venta es la vida, el bienestar intelectual y cultural, que no aparece en el PIB (como bien señaló Robert Jeneddy en uno de sus últimos discursos de campaña) de esa sociedad. Opacada, anestesiada, incapaz de recuperar los dos elementos básicos de una sociedad que progresa: la crítica y la curiosidad intelectual.
La ruptura, la voladura de todos los puentes que han hecho, hasta aquí, posible la convivencia. Vivimos tiempos que, Juan Luis Suárez destacó de crisis de confianza. Así comenzó el siglo. Crisis de confianza ante la seguridad, atentados a las Torres Gemelas en Nueva York. Crisis de confianza ante los sistemas económicos, derrumbe tras los acontecimientos del 2008. Crisis sanitaria, Covid 19 y, para que no faltara nada, crisis internacional, guerras en Ucrania y Gaza. Todo el paquete servido. Ante ello, la sociedad, anestesiada por el mundo feliz, un mundo de (en)sueño. Y tanto. Y se polariza, busca refugiarse, temerosa, jaleada, en los sentimientos antes que en la razón (columna vertebral de cualquier sistema de convivencia civilizado), y las denuncias. Las censuras se suceden en un vértigo polarizador insoportable, que dinamita la libertad individual, y la propia libertad de expresión (base de cualquier sistema democrático) y se adentra en el ámbito íntimo hasta convertirlo en objeto de escarnio, burla o, mejor, o peor, negocio.