THE OBJECTIVE
Galo Abrain

Termínate el plato, joder

«Plegarse al látigo de la compulsividad consumista de productos culturales y redes sociales es convertirse en esclavo de lo insustancial»

Opinión
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Termínate el plato, joder

Un joven mirando un ordenador. | Europa Press

Estaba yo el otro día flagelándome un ratito, cual fanático opusino, al darme cuenta de los 3 libros, las 2 series y hasta los 2 videojuegos en los que ando metido a la vez. Acostumbro, desde hace años, a sembrar la mesilla de noche con dos o tres tomos entre los que tarzaneo. Fui un pieza de cuidado hasta la mayoría de edad, llegando tarde a la llamada de la cultura -si es que se lo puede llamar así-, lo cual me obligó a desatar el nitro. Debía compensar tanto hedonismo nihilista revienta neuronas, y lo hice engullendo a puñados. En vista de esto, mi promiscuidad presente no debería mortificarme. Salvo que ahora, en mi tradicional ritual poliamoroso, del empacho que arrastro no termino lo que empiezo.

He descorchado esto hablando de los pastelitos a los que doy mordiscos de buffet yendo de picaflor sin coronar, pero no he mencionado que tengo a una pléyade a mi alrededor sufriendo del mismo mal. Un séquito de las medias tintas que repiten, como si se hubiesen reunido en asamblea telepática antes de confesar su inconstancia, los mismos argumentos. No tienen tiempo, solo prisa, se desconcentran con un pedo y padecen la inextinguible sensación nerviosa de estar perdiéndose algo. Ya les digo, justificaciones calcadas recitadas como las preposiciones. Y dado que un fulano hablándole a un colega imaginario es locura, pero unos miles es religión, doy por sentado que aquí hay algo. Un asunto que me sobrepasa, que es sobre lo que de verdad merece la pena escribir.

Dicen los dealers de las pildoritas freudianas y conductistas que la mente da por hecha una tarea recién la ha empezado. Será que el cerebro es muy político. Mandatario total. Disfruta prometiendo cosas que, cuatro amagos después, da por finiquitadas. Que semejante embuste psicológico se apodere de mi mente con los quehaceres domésticos o las gestiones burocráticas, pase. No seré yo quien la cachetee si da el chamizo por apañado con un barrido sin echarle agua al cubo de la fregona. O por no contestar, ¡ipso facto!, al WhatsApp de un allegado. Sí me mueve, en cambio, a darle un par de sonoras collejas, de estas zurras-mariposa en las que eran catedráticas las progenitoras de ayeres menos mirados, que haga lo mismo con los placeres de la cultura.

Todas las artes, se pille la que se pille, deberían estar ahí para alebrestar el espíritu. Tenía razón Borges al decir que lo mejor que se podía hacer con un libro que se atraganta, era mandarlo a hacer puñetas, porque esa obra no es para uno. Sugerencia, dicho sea, largamente aplicable a las novelas de terror humanas que aguantan muchos. Coaching emocionales aparte, una cosa es batirse en retirada a mitad de una película porque bostezas igual que un orangután, y otra bien distinta porque ya estás pensando en que tienes que empezar la siguiente antes de irte al sobre. Contando, claro, con que es posible que hayas perdido más tiempo en la indecisión de cuál va a ser tu menú audiovisual, que disfrutando de sus viandas.

Confieso que yo defendía esto de tener varios frentes abiertos cuando debía justificar mi particular orgía literaria, extrañándose la peña de que encontrara orden y concierto arrimándome a varios ejemplares a la vez. Ahí tiraba yo de Efecto Zeigarnik, explicando cómo el cerebro tienden a deshacerse de la información que da por concluida y retiene, con mayor eficacia, a razón de una tensión continua -como diría su soviética acuñadora de homónimo apellido-, aquella a la que no le ha dado del todo matarife. Verán los más avispados que he empleado el pretérito al inicio de este párrafo. No sólo he desertado de su defensa, sino que, como decía, hasta me flagelo por ello. Porque ahora me cuesta concluir lo que empiezo si no me empecino en consumarlo. Y lo del Zeigarnik, bueno, me acaba sonando a milonga.

«El algoritmo de las redes nos ametralla con cebos hechos a la medida de nuestros gustos para que no dejemos de picotear el anzuelo»

La matriz de estas alteraciones está muy ligada al algoritmo, las redes y los smartphones. El orden no es caprichoso. Voy del corazón al músculo. El algoritmo de las redes nos ametralla con cebos hechos a la medida de nuestros gustos para que no dejemos de picotear el anzuelo del smartphone. La mayoría de los que tienen un teléfono inteligente sufren algún grado de nomofobia. Y esta patología se encarniza especialmente con la capacidad de atención que, a su vez, torna muy difícil sumergirse, como Dios manda, como es debido, en cualquier tentempié creativo.

Disuelto el compromiso con aquello a lo que uno se enfrenta, resta el beneficio. El bisnes de la acumulación. Fardar pública, o interiormente, de haber alcanzado el cometido grabando un check mental por comprar y comenzar un libro, aún abandonándolo a la semana, ver los dos primeros capítulos de una serie, o terminar una peli, a pesar de haber pasado la mayor parte de ella escroleando en X o Instagram.

Necesitamos ser conscientes de que plegarse al látigo de la compulsividad consumista es convertirse en esclavo de lo insustancial. Sin esencia, no hay sabor. Igual que sin médula los huesos se cascan como palillos. Ya lo dice la sabiduría materna, hay que comerse todo el plato. La proteína y la educación, contra la bulimia presente, están en la última ganchada. Hablando de esto, percibo reminiscencias asaltándome… Regreso, inesperadamente, a la infancia. A ese oráculo invertido donde dicen, tiene su residencia la patria del hombre. Y veo a mi madre… Y veo un enorme… un diabólico plato de judías verdes… Y recibo, alto y claro, sus desesperadas palabras tras una hora de forcejeos verbales: «Galo, ¡termínate el plato, joder!». Y concluyo, vaya, que la lección es hoy igual de válida que entonces. Con la salvedad de que ahora es mi turno -quizás el de ustedes- de corearlame bien fuerte.

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