THE OBJECTIVE
Carlos Granés

Las batallas culturales contemporáneas

«Estamos en tiempos de guerras culturales y cada cual debe vestirse con los símbolos de su bando para demostrar compromiso con la causa»

Opinión
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Las batallas culturales contemporáneas

Javier Milei, Pedro Sánchez y Begoña Gómez. | Ilustración de Alejandra Svriz

Se oyen alarmas, se movilizan seguidores, se cavan trincheras, se levantan muros: estamos en tiempos de guerras culturales y cada cual debe vestirse con los símbolos de su bando para demostrar compromiso con la causa. Aunque hoy se vuelve a hablar de ellas, las guerras culturales no son algo nuevo. Con el declive de la religión, los artistas tomaron el lugar de los sacerdotes y emprendieron cruzadas para crear valores nuevos que transformaran la existencia humana. Hugo Ball, el fundador del Cabaret Voltaire, la trinchera desde donde los dadaístas lanzaron en 1916 una de las más vehementes batallas culturales, decía justamente eso: los artistas se habían convertido en los nuevos sacerdotes, en los nuevos creadores de paraísos. 

En las filas de vanguardia del siglo XX militaron los guerreros culturales originales. Filippo Tomasso Marinetti inventó el futurismo no porque quisiera pintar máquinas o escenas en movimiento, ni porque le gustara la poesía onomatopéyica con rugidos de metralla. Lo hizo porque quería regenerar el anticuado corazón de los italianos con nuevos valores, el dinamismo, la velocidad, la violencia, que lo prepararan para entrar en combate con los detestados austriacos y germanos. En una jugada típica de las batallas culturales, Marinetti le adjudicó al italiano todas las virtudes del genio creador, mientras que al germano lo identificaba la rigidez, el análisis, el plagio metódico, el cretinismo, el orden numismático: el pesado sopor del pasadismo. 

Los futuristas no fueron los únicos guerreros culturales que quisieron sepultar el viejo mundo evidenciando sus miserias. Los compinches de Ball, los dadaístas, se empeñaron en probar que Goethe, Schiller y la Belleza, al igual que todos los valores morales y estéticos que compartían los políticos y militares de principios de siglo, habían sido cómplices de la Primera Guerra Mundial. Si la cultura occidental no había servido para detener la carnicería de jóvenes, entonces no servía de nada. Podía ser negada, y satirizada; era leña para la hecatombe: Goethe, Schiller y la Belleza olían a cadáver.

Hoy vuelven a oírse soflamas similares, aunque con una notable diferencia. Quienes las lanzan ya no son artistas marginales y delirantes, sino políticos que presiden  o aspiran a presidir sus países. La lucha por establecer las escalas de valores, identificar la virtud y el vicio, satanizar a los enemigos y endiosar a los seguidores, ya no es cosa de sectas de poetas que intentaban aniquilar el pasado o a los artistas rivales. Los nuevos valores ya no se anuncian desde la inocente marginalidad, con todo en contra, ni desde los antros de mala muerte o las revistas autopublicadas. Las batallas culturales las promueven ahora los políticos desde el poder, a través de los medios de comunicación, apoyados en las redes sociales y replicadas por los intelectuales orgánicos. Con la misma insania del vanguardista que quería quemar el mundo para que sólo quedara su poema, los políticos contemporáneos colonizan el espacio público para que sólo quede su eslogan. 

«Se cierran filas, se acepta lo que venga de arriba y se asfixia hasta la muerte la única herramienta que salva de la decadencia: la autocrítica, la posibilidad de examinar a los del propio bando»

Los líderes actuales se han convertido en performers y sacerdotes, en moralizadores y demagogos, en sectarios de mentalidad binaria que resuelven todos los dilemas con la misma ecuación simplista: ellos o nosotros. Si caemos nosotros, llegan ellos: el bien contra el mal. En eso consisten las batallas culturales, en aniquilar moralmente al enemigo, demostrando que con él llegarán las plagas y la ignominia. O, en términos menos bíblicos, el fascismo, el neoliberalismo, el colonialismo, la reacción enemiga de los derechos y las conquistas sociales, o en todo caso el satanismo cancerígeno y asesino de los «zurdos de mierda», el colectivismo liberticida o el populismo  empobrecedor y demagógico. En la guerra todo vale. Lo que menos importa son la verdad, la cordura y el matiz.   

Hay una razón adicional por la que a los políticos les interesan las batallas culturales. En medio de una guerra, nadie cuestiona a su general. Se cierran filas, se acepta lo que venga de arriba y se asfixia hasta la muerte la única herramienta que salva de la decadencia: la autocrítica, la posibilidad de examinar a los del propio bando. Las batallas culturales les garantizan a los líderes sumisión y aplauso, un rebaño ansioso de zafiedad y exabruptos, de performances agresivas, burlas ramplonas y agresiones gratuitas. En eso se han especializado los políticos contemporáneos. No en políticas públicas, ni siquiera en repartir pan y circo. Ahora ofrecen performance y moralismo, una parcela en la orilla correcta de la historia. 

La lucha por cambiar, deslegitimar o crear valores es inherente a las sociedades laicas y abiertas, donde no hay doctrinas inmutables ni dogmas inviolables. Para eso está la cultura: allí se experimenta y se gestan nuevas actitudes vitales, nuevos gustos, nuevos estilos, nuevos valores, y funciona como un espacio libre mientras la política no la controle. Pero ahora que los políticos se comportan como artistas, las fronteras entre las dos actividades se difuminan y todo se convierte en espectáculo, en gesto simbólico, en performance transgresora, en guerra de posiciones, en cancelación moral del enemigo. Nada de eso nos hace más libres, más sensibles, más perspicaces o más listos. Nos hacemos más sectarios, emotivos y dóciles.   

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