THE OBJECTIVE
Miguel Ángel Quintana Paz

O tu nación o Cosmopolistán: el domingo decides

«Elegiremos si el Parlamento va a ser otro ente bruselense que siga absorbiendo poder para sí. O si debe más bien empezar a devolvérnoslo a nosotros»

Opinión
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O tu nación o Cosmopolistán: el domingo decides

Europa Regina | Sebastian Münster

¿Para qué votar en las elecciones europeas del domingo? ¿Tiene sentido preocuparse de elegir a unos eurodiputados que —caso insólito entre los parlamentos del mundo, al menos entre los «democráticos»— no pueden siquiera proponer leyes nuevas? ¿Hemos de mirar a Europa como el lugar desde donde nos llegará la salvación? (Ya se sabe, aquella famosa frase de Ortega y Gasset sobre que España es el problema y Europa la solución… emitida en 1910, es decir, justo cuatro años antes de que tal «solución europea» aportara 20 millones de muertos, por la masacre también conocida como Primera Guerra Mundial). ¿Es, por el contrario, Europa la fuente de todos los males, de todas las degradaciones, de todas las perversiones que atribulan la, de no ser por ella, impoluta patria hispana?

Para responder estos interrogantes, permítame, amable lector, que le sugiera emprender juntos una excursión, aunque de momento sea solo mental. Se trata de un viaje en el tiempo: retrocedamos 73 años y un poquito, hasta el 17 de abril de 1951. Se trata también de un viaje geográfico: desplacémonos hasta una abadía renana, la de Santa María Laach. Si efectuásemos ambos traslados, nos encontraríamos con que a ese monasterio acaban de llegar un francés, un italiano y un alemán. Pero, tranquilo, no se trata del principio de un chiste. Se trata del principio de la futura Unión Europea.

Esto es así porque el francés no es un gabacho cualquiera, sino Robert Schuman, ministro de Asuntos Exteriores de su nación. El italiano tampoco es un mindundi, sino nada menos que Alcide De Gasperi, primer ministro desde 1945. Por último, el alemán ejerce asimismo como primer ministro («canciller», lo dicen en su tierra) y responde al nombre de Konrad Adenauer. Los tres son, pues, gente importante y, para más información, los tres son católicos. ¿Qué hacen, pues, en la susodicha abadía?

No es que vayan a acordar nada, o al menos no allí. De hecho, sí que hay una firma relevante en sus mientes, pero está prevista para el día siguiente. Y a nada menos que 450 kilómetros de distancia. Será el famoso Tratado de París, que funda la Comunidad Europea del Carbón y del Acero. Hoy quizá esta no nos suene mucho, pero será el embrión de lo que luego devendrá la Comunidad Económica Europea, que luego a su vez devendrá en la UE.

¿Por qué no acuden, pues, directos a la capital parisina? ¿Por qué pierden el día en un monasterio? Justo porque saben que el mejor modo de ganar el tiempo es perdiéndolo. Por ejemplo, rezando. Nuestros tres dignatarios oraron juntos aquel día en aquel retiro benedictino. Dos de ellos conservaban además gratos recuerdos de aquellos parajes: Schuman estuvo meditando allí de joven, tras la temprana muerte de su madre, si hacerse clérigo; Adenauer halló en aquellos claustros cobijo para escapar de los nazis. Y es probable que un tercer recuerdo acomunara a los tres líderes: el recuerdo de que, si existe Europa, es gracias a monjes de esa orden de San Benito, que protegieron los textos antiguos y a los campesinos inermes en los inciertos tiempos medievales.

«Pocos saben que el círculo de 12 estrellas de la bandera europea procede del apóstol san Juan»

Ahora bien, ¿es esta peregrinación de los padres de Europa (ahora no se les puede llamar «padres», perdón, que resulta machista: me corrijo)… es esta visita de «los pioneros» de Europa a Santa María Laach una mera anécdota pía? ¿Un parvo consuelo meapilas cuando uno luego comprueba en qué se ha acabado convirtiendo la UE hoy? Bien podrá parecerlo solo medio siglo más tarde, durante la redacción de la Constitución europea. Será entonces que su coordinador, el siempre oscuro Giscard d’Estaing, se negará con uñas y dientes a incluir en ella referencia alguna a la fe cristiana. Se limitará, tan solo, a hablar de la religión: como si cristianismo, sintoísmo y mormonismo tuvieran un peso en nuestra historia similar.

Aun así, recordemos que, en cualquier caso, aquella Constitución acabó muriendo (y Giscard D’Estaing también). Mientras que en el proyecto europeo inspirado por los tres mandatarios citados, aquellos tres que rezaron en Santa María Laach, pervivirán varias reverberaciones cristianas. Reverberaciones que no conviene olvidar.

Están, desde luego, los ecos simbólicos: pocos saben que el círculo de doce estrellas de la bandera europea procede del apóstol san Juan, en concreto del capítulo 12 del Apocalipsis: «Apareció una gran señal en el cielo: una mujer vestida del sol, con la luna bajo los pies, y que sobre la cabeza tenía una corona de doce estrellas». Se trata de una imagen donde los católicos a menudo han visto reflejada a la virgen María: basta mirar cualquier cuadro de la Inmaculada Concepción para comprobarlo.

Está, también, el legado moral de los padres (perdón, «pioneros») fundadores. ¿Cómo es posible que vencedores y vencidos de una terrible guerra, con 40 millones de muertos, y que no hacía ni un lustro que había terminado, creyeran posible emprender algo juntos, y menos aún emprender un proyecto de integración? Consideremos además que ni Schuman, ni Adenauer, ni De Gasperi ignoraban las crueldades bélicas: los tres habían pasado por la clandestinidad, por el arresto, por la pérdida de seres queridos. ¿Cómo pudieron entenderse?

«Tanto De Gasperi como Schuman llamaban la atención por su disposición a pedir disculpas cuando se equivocaban»

Una clave quizá nos la da cierto discurso de Schuman en 1948, donde (desde el lado vencedor en que se hallaba como francés) propone «tender la mano al enemigo de ayer, no sólo para reconciliarse, sino también para construir juntos la Europa del mañana». Hay mucho de cristiano en esa voluntad de perdonar.

Pero una segunda clave (de seguro más potente) nos la proporciona asimismo el carácter de estos tres padres (o progenitores A). Cuentan que (cosa rara entre políticos) tanto De Gasperi como Schuman llamaban la atención por su disposición a pedir disculpas cuando se equivocaban. El primero, que se fue dando un portazo de una reunión de la Unión Católica Italiana, volvió pidiendo perdón por su orgullo (y no, como se estila ahora, solo «si alguien se había ofendido»). El segundo, que también había dado un portazo a sus contertulios en una reunión política de 1940, tornó a ella no solo con dolor de sus pecados, sino también con propósito de enmienda y dispuesto a cumplir su penitencia: de modo que invitó a todos sus interlocutores a cenar.

Pero más allá de los símbolos, de las frases, del carácter de estos líderes, hay algo aún de mayor peso que supieron legarnos. El nombre quizá no sea tan hermoso como la corona de 12 estrellas, ni tan estimulante como irte de cena con el bienhumorado Schuman. Pero es una de las ideas políticas de inspiración católica más potentes de cuantas hoy sobreviven por ahí.

Estamos hablando del denominado principio de subsidiariedad —ya advertimos que el nombre no era del todo sexy—. O, por decirlo en palabras de uno de sus promotores, el jesuita italiano Luigi Taparelli, estamos hablando del «derecho hipotáctico» —cuando uno cree que los filósofos han hallado un nombre lo bastante feo, siempre llega algún otro capaz de superarlo—.

«La idea de subsidiariedad tiene raíces cristianas, los católicos Schuman, De Gasperi y Adenauer la insuflaron en su idea de Europa»

¿En qué consiste tal principio de subsidiariedad, incorporado a la Doctrina Social de la Iglesia desde Pío XI, pero inspirado en autores tan antañones como Juan Althusio (s. XVII) o santo Tomás de Aquino (s. XIII)? La idea es muy simple: a la hora de repartir competencias de gobierno, no demos a ninguna instancia superior ningún poder que puedan ejercer las instancias inferiores. Dicho de otro modo: si un individuo puede hacer algo por sí mismo, no dejemos que ningún gobierno absorba para sí ese poder; si los vecinos de un barrio pueden llevar algo a cabo, no lo deleguemos a un lejano Ayuntamiento; si los Ayuntamientos son capaces de ejercer alguna función, no la desplacemos hasta consejerías o ministerios ajenos. Que lo que pueden realizar las comarcas no lo succionen para sí las regiones; que lo que cumplen las regiones no lo engulla el Estado; que lo que corresponde a las naciones europeas no se lo apropien las instituciones de Bruselas.

Esta vieja idea de subsidiariedad tiene raíces cristianas bien reconocibles, pues, que los católicos Schuman, De Gasperi y Adenauer insuflaron en su idea de Europa. Bien es verdad que consagrada, lo que se dice consagrada, no quedaría en las leyes europeas hasta los Tratados de Maastricht (1992) y Lisboa (2007). Pero también es cierto que fue justo en esos años, tras allí haberla inscrito, cuando las instituciones de la UE empezaron a desobedecerla de manera más sistemática. Sabido es que, a menudo, el mejor modo de incumplir un principio es dejarlo escrito en un papel. Y mejor aún si ese papel es el de una ley.

En efecto, a muchos sorprenderá que hablemos de subsidiariedad ante una Europa que, hoy día, cada vez se autoadjudica más y más atribuciones. De la idea originaria (ser un espacio con libertad de comercio y movimientos, bajo el imperio del Estado de Derecho, y poco más) hemos llegado al Leviatán bruselense actual. Ese Leviatán que quiere obligarnos a llenar nuestros barrios de inmigración (mientras sus políticos y funcionarios viven en urbanizaciones de lujo). Ese Leviatán que quiere decidir cuántas drag-queens impartirán educación sexual a nuestros niños (mientras sus políticos y funcionarios van a colegios trilingües de pago). Ese Leviatán que ansía santificar el aborto como derecho humano fundamental (aunque se entiende que no será tan fundamental para el niño abortado, que derechos pocos va a tener).

De hecho, podríamos decir que a las elecciones del domingo estamos convocadas 27 naciones europeas… y un extraño artefacto más, que el portugués Miguel Nunes Silva ha denominado, con tino, como Cosmopolistán: esa extraña no-nación de intelectualitos, asesores, políticos, funcionarios, desenraizados y activistas, todos los cuales no se sienten ligados a ninguna nación europea concreta, por lo que solo aspiran a engullir más y más poder para las instituciones bruselenses. Instituciones que están convencidas, pese a su lejanía (geográfica y moral) de que sabrán gobernarnos mejor que nosotros mismos. Instituciones que están empeñadas en anular todo principio católico de subsidiariedad (y, con toda lógica, empeñadas ya de paso anular también la herencia católica de poner belenes o felicitar la Navidad).

Una de tales instituciones es el Europarlamento. Y es la única que nos dejan votar cada cinco años, de forma directa, a los europeos. Este domingo decidiremos, pues, desde cada nación de Europa, si queremos seguir poblando tal cámara con cosmopolistaníes. O si preferimos, en el caso de España, enviar allá mejor a españoles. (De hecho, en nuestro país somos tan peculiares que también damos a la gente la posibilidad de poblarlo de antiespañoles). Elegiremos si el Parlamento va a ser otro ente bruselense que siga absorbiendo poder para sí. O si debe más bien empezar a devolvérnoslo a nosotros. Elegiremos, en suma, si responder a los rezos por una Europa libre que tuvieron tres hombres, allá en una abadía alemana, hace 73 años. O si preferimos más bien traicionar aquella oración.

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