THE OBJECTIVE
Jacobo Bergareche

El truco de una sonrisa

«De repente mi hija era un robot averiado, la sonrisa que me alegra la vida cada día no parecía ser más que una pauta aprendida que podía repetirse mil veces»

Opinión
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El truco de una sonrisa

La famosa bicicleta de Sarajevo. | Annie Leibovitz

No quedan más martes que caigan en un 13 este año, ya tuvimos dos y pasaron. Lo que resta de 2024 está despejado. Fíense de mí, se lo he consultado a Google que de estas cosas entiende porque debemos ser unos cuantos los que le hacemos esta pregunta. Y no soy supersticioso, pero el último martes y 13 tuve una de experiencia aterradora que hizo creíble las leyendas en torno a esta fecha. Cayó en agosto y ese día estaba llamado a ser mi día. Una jornada en la que me entregaría sin pudor alguno al deleite de mi propia vanidad. Por la tarde me entrevistaba en directo el periodista Guillermo Balbona nada menos que en el majestuoso Palacio de la Magdalena de Santander, en un encuentro literario organizado por la UIMP.

No se hablaría de otra cosa que no fuera mi obra, que es algo de la que no he podido hablar hasta el año pasado porque hasta que uno no publica su tercera novela no puede tener la desvergüenza de hablar de su obra –la regla es que si solo tienes un libro, no eres escritor, sino autor de un libro, cuando tienes dos libros ya puedes cacarear que eres escritor, pero no puedes hablar de obra hasta que tienes tres: entonces puedes por fin entregarte a los delirios de la vanidad, que es la escasa recompensa de este oficio de narcisos.

El auditorio esa tarde estuvo lleno, Balbona me entró con preguntas peligrosas, sobre infidelidad, la crisis de la monogamia, mi relación con las drogas y todo tipo de temas especialmente escabrosos para tratar ante un público en el que estaba toda mi familia. Toreé las preguntas más difíciles como José Tomás en una buena tarde. Luego vino una en apariencia sencilla, a la que le di un pase torpe y con poco arte, para salir del paso: «¿Qué opinas de la fragilidad de la vida?» No recuerdo bien que contesté, alguna frase hecha tipo «la vida tiene costuras que no vemos, y que revientan cuando menos lo esperas» o alguna sandez similar. Recuerdo que al terminar la charla, camino del Riojano, seguí pensando en la pregunta y lo deslucida que fue mi respuesta. Después de todo, ¿qué puede decir uno de la fragilidad de la vida que no sea una frase hecha o una perogrullada?

Después de la charla había organizado una cena homenaje a mí mismo a la que invité a 20 personas, entre primos, tías, y amigos de todo tipo que en muchos casos no se conocían entre sí. Reservé para ello el comedor privado de las Bodegas el Riojano, que es un lugar colorido repleto de tapas de toneles pintados por artistas y con una enorme mesa corrida. A este privado se llega por las cocinas, algo que siempre regocija a los comensales, que atraviesan el comedor donde están los pobres mortales y desaparecen por un pasadizo a un lugar lejos de las miradas de los demás, y en ese tránsito hacia el rincón secreto sienten que son distinguidos con el privilegio obtener licencias para el desenfreno que al resto de ciudadanos no se les permite. Allí me ofrecieron tres opciones de menú para el grupo: el menú Reuniones, el menú Fiesta y el más caro de todos, el menú Grandes Celebraciones –quién que desea un homenaje a sí mismo hubiera elegido cualquier otro. 

Cuando depositaron en mi mano la primera croqueta de aquel largo menú empieza a sonar mi teléfono. Es mi hija mayor, compruebo además que hay varias llamadas perdidas suyas. «Papá, Sol se ha caído de la bici y está llegando una ambulancia, se ha dado en la cabeza y no recuerda nada». La camarera me ofrece una croqueta pero el hambre se me ha pasado. La sed también. La escena es una parodia del episodio bíblico que narra el banquete de Baltasar donde en medio del jolgorio aparece en la pared la ominosa frase mene mene tequel ufarsin. Mi cara debió de ser como la que le pinta Rembrandt a ese efímero rey babilónico al que también le reventaron su gran celebración para recordarle en ese momento que la vida es frágil, porque qué otro momento va a escoger Dios –ese grandísimo escritor, autor de la Biblia– para recordarnos algo así. 

«El eco de la pregunta de Balbona sobre la fragilidad de la vida me persiguió durante todo el trayecto»

Abandoné a todos los que había congregado ante la avalancha de platos del menú Grandes Celebraciones, aclarando que mi hija iba en una ambulancia camino de las urgencias pediátricas del hospital de Valdecilla. Me cuentan que la cena se hizo tensa y sombría a partir de ese momento, sobre todo porque muchos de ellos no se conocían entre sí, y cuesta tragar croquetas, chistorras, ensaladillas y bravas cuando aún no sabes si la hija pequeña del amigo al que celebras sobrevivirá.

El eco de la pregunta de Balbona sobre la fragilidad de la vida me persiguió durante todo el trayecto, en el que condujo mi hermano porque yo lo único que podía hacer con las manos era tirarme de la barba o taparme la cara para esconderme del mundo, como hacen los niños pequeños. Sobre ese eco se esparció pronto otro eco más terrible, que es el del recuerdo del desolador cuento de Carver, A small, good thing, que releí en primavera y que narra como unos padres viven la agonía de su hijo Scotty, atropellado en el día de su cumpleaños, que tarda tres días en morir de un golpe en la cabeza. 

En ese estado de pánico, sin poder proferir palabra, y poseído por esos ecos, esperé en la puerta de urgencias y créanme que pocas visiones hay más terroríficas que la de ver a una hija llegar en la camilla de una ambulancia con sus luces girando.

Al verme mi hija, que estaba en un estado de conmoción cerebral y amnesia, se echó a llorar y me agarró de la mano. Tenía buen aspecto, pero a saber qué pasaba en su cerebro, pues lo primero que me preguntó es qué le había pasado, dónde estaba, qué día era y en qué año estábamos. Se lo expliqué todo, le dije que estábamos en Santander y que era el 13 de agosto de 2024. Ella se serenó, y con una sonrisa que le iluminó la cara dijo: «Ah, menos mal, entonces todavía me queda más de la mitad de agosto» y echó a reír. 

«Entramos así en un bucle cada vez más siniestro e insoportable, que duró horas»

Yo me calmé entonces, Sol, que es radiante como su nombre, lucía de nuevo su sonrisa y bromeaba con ese sentido del humor tan suyo que siempre he visto imponerse en circunstancias adversas. Pero duró poco ese alivio, a los cinco minutos, Sol me volvió a preguntar dónde estaba, qué había pasado y qué día era. No era capaz de retener información. Se lo conté todo otra vez: era martes y 13 de agosto en Santander. Ella entonces repitió la misma sonrisa, calcada de la anterior, y repitió con exactitud esa frase llena de humor que tan espontánea me pareció: «Ah, menos mal, entonces todavía me queda más de la mitad de agosto».

Entramos así en un bucle cada vez más siniestro e insoportable, que duró horas. Ella me preguntaba una y otra vez la fecha, y cuando se la contestaba, aparecía la misma sonrisa y hacía el mismo comentario chistoso: «Ah, menos mal, entonces todavía me queda más de la mitad de agosto». Esa amnesia revelaba hasta qué punto aquello que pudiera parecer una sonrisa que expresa el candor de una niña, o una frase espontánea que brota de un particular sentido del humor no son más que respuestas mecánicas, estrategias aprendidas y somatizadas hasta convertirse en engranajes de la mente. De repente mi hija era un robot averiado, la sonrisa que me alegra la vida cada día no parecía ser más que una pauta aprendida que podía repetirse mil veces de manera invariable. 

Como quien conoce ya el resquicio de la chistera donde el mago esconde la carta, la sonrisa de mi hija pequeña dejó de tener magia, y entonces tuve que salir a respirar a la calle, donde no encontré aire suficiente para llenar mis pulmones. 

Entre tanto las enfermeras se llevaron a Sol a hacer un TAC, y pronto nos dieron los resultados: estaba todo bien, no había daños cerebrales. La médica nos explicó que ese bucle en el que estaba la niña era lo normal en una amnesia, al día siguiente todo estaría bien. Y así fue. 

Esa noche, en el hospital de Valdecilla, me fue contestada plenamente la pregunta sobre la fragilidad de la vida que no pude responder bien en el Palacio de la Magdalena horas antes, pero aparecieron otras preguntas más sombrías que prefiero no tratar de responderme, y es si acaso cada gesto, cada broma y cada sonrisa, no son más que el truco mecánico con el que simula la vida un autómata, es decir, un ser sin alma.

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