Qué hacer con los tiranos
«Si entre 1945 y 2001 el número de dictaduras no dejó de descender, hace más de 20 años que esa tendencia se estancó. Hoy son mayoría los gobernantes tiránicos»
Hay tres motivos por los que me gustaría participar en un tiranicidio. El primero es solo personal: superar por fin mi miedo natural a las armas.
El segundo tiene más calado. En tiempos en que todos repiten, como el croar de las ranas, la simpleza de «la violencia no está nunca justificada», parece oportuno agitar ese estanque. Con una vara muy sencilla: la de la razón. La frase entrecomillada es idiota porque todos sabemos, todos mantenemos un mundo en que claro que justificamos algunas violencias: la legítima defensa, por ejemplo. O la de las fuerzas del orden. Algunos, incluso, siguen justificando esta última violencia cuando sobrepasa con mucho los límites que tiene asignados: se cumple ahora un año de las protestas antigubernamentales de Ferraz, que nos dejaron sucios ejemplos de tales excesos policiales.
Convendría, pues, recuperar también esa rica tradición de pensamiento que asimismo justifica (con ciertos límites, claro, ¡todo tiene límites en esta vida finita!) la violencia que derroca a los tiranos. Y deberíamos hacerlo sobre todo en España, sospechoso foco, hace cuatro siglos, semejantes ideas. Fueron aquellos los tiempos en que el verdugo de París quemaba los libros del padre Mariana que defendían el tiranicidio; tiempos en que los países protestantes perseguían semejantes asertos; y tiempos (hasta el siglo XIX) en que los papas los incluían en el Index librorum prohibitorum.
De hecho, no es solo en España, sino sobre todo en la Iglesia española donde deberían remozarse estas nociones. ¿Qué es la Iglesia si abandona su tradición de dos mil años? Basta mirar a una clase de Religión hoy típica para comprobarlo: unos cuantos murales «por la paz del mundo» que preparan a los alumnos para responder a las preguntas que les harán en la final de miss Universo; unas cuantas canciones que dicen que viva la gente porque la hay dondequiera que vas; todo ello azucarado con frases empalagosas en que camina abrazado el Jesús de los evangelios con Míster Wonderful.
Es a la Iglesia a la primera, pues, a la que mucho le convendría conservar lo mejor que ha heredado: edificios en que se cristalizó la fe de los antiguos; arte que invita a llegar a la belleza sin fin; y una tradición de pensamiento antidespótico que va desde san Agustín («no me parece que sea ley la que no sea injusta») a santo Tomás de Aquino («puede el pueblo deponer de modo justo y refrenar la potestad del rey que use mal y como un tirano de su poderío», «merecerá más graves castigos el tirano, que por todas parte roba a todos y a todos procura quitar la libertad»).
«Nuevas tiranías han venido a engrosar el listado de la opresión: Venezuela y Nicaragua nos son a los españoles en especial cercanas»
Sé que no parece esta la orientación actual de nuestros obispos, lo sé; sé que hoy se lee más en los seminarios al hinduista Gandhi que al jesuita Mariana. Pero he comenzado este artículo defendiendo el valor del tiranicidio: no me voy a refrenar ahora al aspirar a logros menos contundentes, como que la Iglesia no olvide su inmenso legado de pensamiento político-moral.
Avancé al empezar, por cierto, que eran tres los motivos por los que me gustaría participar en un tiranicidio. Y me falta por detallar el tercero. Es muy simple: me gusta romper con la moda. Y ¿cuál es la moda reciente entre las tiranías? Que estas nunca se acaban.
Quizá alguien lo haya notado durante la reciente celebración (quizá «celebración» sea una palabra excesiva; dejémoslo en efeméride) de un trigésimo quinto aniversario: el de la caída (más bien derribo) del Muro de Berlín. En aquel 1989 muchos esperábamos —hubiésemos leído o no a Fukuyama— que al desplome de tantos autócratas europeos siguiese pronto el de otras tantas dictaduras aquí, allá y acullá. ¡Cuba no podía ya durar mucho! (Y, sin embargo, ahí la vemos, maltrecha pero resistente, cual cepa de un virus maligno). ¡China tendría antes o después que caer! (Y, empero, ahí está, desafiando con su tecnodespotismo la hegemonía mundial). ¡Lo de Lukashenko en Bielorrusia solo podía ser un percance momentáneo! (Y, no obstante, ahí sigue gobernando tras 30 años lozano —o, al menos, con toda la lozanía que le permiten sus 70 años de edad—).
No ocurrió nada de aquello. Y, de hecho, nuevas tiranías han venido a engrosar el listado de la opresión: entre todas ellas, Venezuela y Nicaragua nos son a los españoles en especial cercanas. Esta gráfica de Visual Capitalist resulta significativa: si entre 1945 y 2001 el número de dictaduras no dejó de descender por doquier (hasta llegar a ser minoritarias en el globo), hace más de 20 años que esa tendencia se quedó estancada. O que, incluso, se ha revertido: hoy, de nuevo, vuelven a ser mayoría los gobernantes tiránicos que dominan el orbe. Coincide en ello el último informe de Freedom House: la salud de la democracia en el mundo empeoró en 2023 por décimo octavo año consecutivo. Hace tiempo que no se precipitan los déspotas al fango. Hace tiempo que triunfa la sumisión.
«Podemos reírnos hoy de tales esperanzas con solo echar una ojeada a la charca en que se han convertido las redes sociales»
Este panorama resultará aún más decepcionante a quienes recordemos todas las esperanzas (un poco bobas, a cuanto se ve ahora) que florecieron en los últimos años 90 y primeros años 2000 en torno a internet. La web mundial nos iba a traer más libertad, se nos decía; iba a facilitar que corriese la información y el control a los gobiernos, se nos afirmaba; iba a facilitar las revueltas contra los opresores, se nos vendía. Hubo incluso gente que soñó con democracias mucho más participativas, en que todos deliberásemos y votásemos desde nuestras computadoras los asuntos de interés público. ¡Iba a ser todo tan trasparente y razonable!
Podemos reírnos hoy de tales esperanzas con solo echar una ojeada a la charca en que se han convertido las redes sociales; pero, en este caso, rieron mejor quienes rieron los primeros. Y eso hicieron pensadores como el italiano Gianni Vattimo y el bielorruso Evgeny Morozov.
Vattimo escribió en 1989 un libro cuyo título ya era irónico: La sociedad trasparente. Aún no se había inventado YouTube, pero Vattimo profetizó que pronto nos dispersaríamos viendo miles de canales distintos de contenido por completo diverso. Aún no se habían creado los podcasts, pero Vattimo auguró que pronto nos disgregaríamos escuchando millares de emisiones por completo dispares. Con lo que aquel diálogo común entre todos los ciudadanos, aquel diálogo basado en unos mismos hechos válidos para todos los participantes, aquel diálogo que postulaban los tecnooptimistas, los creyentes en la próxima venida de una Inmaculada Democracia, resultaba, se reía Vattimo, improbable. Al contrario: íbamos hacia un mundo más fragmentado, con menos deliberación común, con menos verdades donde apoyarnos que nunca.
Basta fijarse en la España de hoy día, en la abatida España de hoy, para comprender la razón que tenía Vattimo. Ante una tragedia natural y letal que, como diría el papa, nos ha golpeado «a los pueblos de la península ibérica», los españoles ni siquiera nos ponemos de acuerdo con cómo llamarla. Los que quieren resaltar que es algo novedoso, consecuencia del reciente cambio climático, usan un término también flamante, el neologismo «DANA». Los que preferimos (se ha visto ya en este artículo) fiarnos de la sabiduría de toda la vida, preferimos emplear la expresión de siempre, «gota fría». Esa discrepancia se multiplica al buscar responsables: para la izquierda, el Pedro Sánchez del «si necesitan ayuda, que la pidan» es un ejemplo de virtud servicial; para el resto, un irresponsable incapaz de lanzarse motu proprio (como le permiten de sobra las leyes) a ayudar, pues prefirió calibrar (como siempre ha calibrado) su propio beneficio político antes que el mero bien común.
«La pandemia fue un campo de juego excelente para comprobar la eficacia de esos medios digitales de control»
El diagnóstico de Evgeny Morozov no resulta menos iluminador. Ante los que pensaban que el mundo digital nos iba a dotar de cientos de recursos para ser libres, Morozov anunció una pésima noticia: que también dotaría de miles de recursos a los gobiernos y a las grandes corporaciones para controlarnos.
Es probable que el amigo lector piense ahora en China, con su tecnología punta en reconocimiento facial (mil millones de rostros almacenados en sus servidores). China, con sus 600 millones de cámaras de vigilancia, es decir, una por cada dos habitantes (más de la mitad de esos ojos intrusos del planeta está en la República Popular fundada por Mao). China, que lleva años acumulando datos genéticos (a veces, de gente de otros países que, ingenua, se somete a los test «gratuitos» que ofrece a las embarazadas). China, en suma, cuyo sistema de crédito social clasifica a sus súbditos en función de cuán buenos súbditos a su régimen son: cuán bien separan la basura, cuántos «me gusta» dan en las apps adecuadas, cuántas reservas de hotel han dejado sin utilizar.
Es probable, decíamos, que el amigo lector piense en China; pero más probable aún resulta, dado que nuestro amigo lector es avispado, que cavile sobre terrenos mucho más cercanos. La reciente pandemia fue un campo de juego excelente para comprobar la eficacia de esos medios digitales de control. El aún más reciente anuncio de un pajaporte fue otro ejemplo de que, a veces, incluso algunos liberal-conservadores (más conservadores que liberales en este caso) estarían encantados de ofrecer a nuestro bondadoso Gobierno millones de datos comprometidos de millones de ciudadanos. Datos que luego —¡por supuesto, cómo podríamos ser tan mal pensados!— el Gobierno jamás usará para avergonzar y silenciar las voces que le resulten incómodas en la vida pública. (Al fin y al cabo, seguro que lo de que un cargo tan respetable como el Fiscal General del Estado ande ahora imputado por relevar secretos contra rivales políticos se queda en una mera excepción).
Estas reflexiones de Vattimo y de Morozov nos han traído, pues, a un paraje curioso. Hablando de tiranías (y tiranicidios) ubicados en tierras lejanas (Cuba, China, Venezuela), hemos acabado de vuelta en nuestra España; hablando de autores de siglos pretéritos (san Agustín, el Aquinate, Juan de Mariana), hemos acabado de vuelta a nuestros días.
«Este sería el momento de evaluar la salud de nuestra política, en teoría ‘democrática’, y preguntarnos en qué medida lo es»
Este sería el momento, pues, de evaluar la salud de nuestra política, en teoría «democrática», y preguntarnos en qué medida lo es. Ya haya salido el nombre de un Fiscal del Estado que actúa como mero peón de Pedro Sánchez; podríamos también citar a un Tribunal Constitucional que ya actúa como mero alfil de Sánchez; cabría sacar el caso de una radiotelevisión pública completamente servil a Sánchez; sería posible citar tantas y tantas instituciones, en principio «independientes» (CIS, Banco de España, INE, CGPJ…), pero hoy sometidas también a Sánchez. Por no mencionar a todas esas instancias, del IBEX a los medios de comunicación, de las universidades a las oenegés, que se comportan dóciles bajo el miedo (o con la complicidad) a nuestro muy democrático presidente del Gobierno.
Este sería el momento de hacerse esas preguntas. Pero uno solo debe plantearse las preguntas que se atreva a contestar.
Porque, pongamos por caso, imaginemos que la respuesta a esos interrogantes nos llevara, amigo lector, a colegir que vivimos en algo más semejante a una tiranía (todo lo dicta-blanda que se quiera) que a una sociedad libre. Sería, convendrá usted conmigo, una deducción terrible. Porque hemos empezado este artículo afirmando que habría tres razones por las que me gustaría participar en un tiranicidio. Y a nadie convendría, ¡sería de tan mal gusto!, que una cuarta razón, nuestro despótico presente, se convirtiera en la cuarta.