No es demasiado tarde
«Está en juego nuestra seguridad y, sobre todo, el alma europea de Occidente: un alma que, por primera vez en décadas, parece dispuesta a pelear por sí misma»

Ursula von der Leyen. | Ilustración de Alejandra Svriz
Como en medio de un sueño, Europa despierta para encontrarse con el pasado convertido en un desfiladero y el futuro alzándose como un muro de hormigón. Ningún relato kantiano puede suavizar el fondo trágico de esta historia. El reciente anuncio de la Unión Europea sobre su programa de rearme, con un presupuesto que ronda los 800.000 millones de euros, marca el inicio de una nueva era política. Más allá de las cifras, esta proclama revela una dolorosa verdad: la paz, asumida durante décadas como un legado inalienable, ha sido más bien un espejismo sostenido por la sombra de otros poderes. Hay en ello una ironía amarga que haríamos mal en ocultar: el faro de los valores universales debe ahora hablar el lenguaje más antiguo del mundo, el del poder.
Este giro surge de una necesidad perentoria. El conflicto de Ucrania actúa como una advertencia. Rusia, viejo imperio, no respeta las líneas que Occidente ha trazado con tinta diplomática. Al otro lado del Atlántico, Estados Unidos oscila entre el aislacionismo impredecible de Trump y una mirada estratégica hacia China. La OTAN sigue siendo un pilar pero su solidez depende del Gobierno de Washington, que ya no considera a Europa como el eje de su destino. De este modo, Bruselas asume que la autonomía estratégica es el precio a pagar por su supervivencia y un paso hacia la vida adulta que preferíamos postergar.
«La UE aún debe demostrar que está en condiciones de ser algo más que un foro de debate cuando el peligro llama a la puerta»
Sin embargo, rearmarse no es sólo una cuestión de fondos. Exige una voluntad colectiva que la UE, con sus tensiones internas, rara vez ha movilizado. Hungría, bajo Viktor Orbán, juega a sabotear el apoyo a Ucrania, sospecho que con innegable cinismo. Las naciones del sur –como España o Grecia–, rezagadas en el gasto militar, tienen que afrontar amplias resistencias domésticas que dificultan la alineación de sus presupuestos con la nueva prioridad. ¿Y qué decir del liderazgo? ¿Cómo confiar en que una burocracia supranacional sepa forjar una identidad defensiva sólida? Se diría que una política sofisticada –conservadora en su raíz– no mira favorablemente las utopías; apuesta antes por instituciones que funcionen. La UE aún debe demostrar que está en condiciones de ser algo más que un foro de debate cuando el peligro llama a la puerta.
Pese a estas sombras, si Europa logra rearmarse sin renunciar a su esencia –su fe en la ley, su rechazo al despotismo–, puede aún encarnar un modelo de poder equilibrado, ajeno a la arrogancia de otras potencias. A los conservadores, esto les suena como un eco de la tradición: la fuerza como medio –no como fin– para preservar lo que merece ser preservado. Para los progresistas, supone la promesa de consolidar la cultura política más avanzada que se ha conocido hasta el momento.
Esta encrucijada, además de estratégica, resulta también moral. Europa – históricamente un tablero de ambiciones enfrentadas- debe encontrar en la diversidad su fortaleza. Si fracasa no será por falta de recursos -los tiene y grandes-, sino por la incapacidad de mirarse al espejo y aceptar que la defensa exige sacrificios que trascienden lo material. En este delicado equilibrio, está en juego nuestra seguridad y, por encima de todo, el alma europea de Occidente: un alma que, por primera vez en décadas, parece dispuesta a pelear por sí misma. Confiemos en que no sea demasiado tarde.