The Objective
Miguel Ángel Quintana Paz

Burgueses, meapilas y progres: sociología de la Iglesia actual

«Los poderes mundiales pueden sentirse tranquilos ante el catolicismo ‘woke’, como también en el fondo, ante los católicos burgueses o los meapilas»

Opinión
Burgueses, meapilas y progres: sociología de la Iglesia actual

Unsplash

Hoy estamos habituados, si pensamos en la sociología, a que nos vengan a la mente imágenes de encuestadores, excels y gráficas de color. No fue así hace un siglo, siglo y medio. Fue una época que los sociólogos actuales desprecian, pero los apasionados por la literatura ensayística amamos.

Por aquel entonces, los grandes sociólogos (Émile Durkheim, Georg Simmel, Max Weber…) nos legaron libros ya clásicos sobre las metrópolis, sobre el suicidio, sobre la religión, sobre el dinero. A veces se diría que quien desee entender los tiempos modernos tiene dos opciones: si prefiere la novela, puede elegir alguna obra de Zola, Clarín o Galdós; quien prefiera el ensayo, puede escoger alguno de los sociólogos clásicos citados. El resultado será similar: nos comprenderá mejor.

Una herramienta que nos legó Max Weber para lograrlo son los llamados «tipos ideales». Hablamos ya de ellos hace unos años, cuando escribimos aquí en THE OBJECTIVE sobre quién narices vota aún al PSOE. Un «tipo ideal», explicábamos entonces, no es un señor muy amable, muy correcto, muy ideal. En realidad, los tipos ideales nos los encontramos en cualquier otra ciencia. Cuando la matemática habla de un punto, en verdad se refiere a algo que no existe en el mundo real, sino solo como idealización (cualquier punto que dibujemos o imaginemos es siempre demasiado «gordo», mientras que se supone que el punto ideal no tiene dimensión alguna: es un mínimo ideal). Tampoco un caballo en el campo o una hiena en la ciudad son jamás el caballo o hiena ideal con que trabajan los manuales de zoología. Y el concepto geológico de terremoto, como mero ideal, no mata a nadie, pero nos permite entender los terremotos que por desgracia lo harán.

Weber pensó que si acertaba a pensar esos tipos ideales podía entender mejor la sociedad que le rodeaba. Así, habló del protestante ideal, aunque no se correspondiera con ningún fan de Lutero existente; habló del capitalista ideal, aunque no fuera ningún señor adinerado concreto que pudiera donarle emolumentos contantes y sonantes.

Y bien, aquí vamos a inspirarnos en Weber para trazar un pequeño mapa de cómo se presenta la Iglesia católica hoy en España. Por supuesto, no gozaremos de la extensión con que contaba Leopoldo Alas Clarín, para describir la Iglesia decimonónica en La regenta; tampoco disfrutaremos de las muchas entregas que le concedió cierta revista parisina a Flaubert para representar, en Madame Bovary, a la burguesía de provincias. Nuestro análisis será mucho más esquemático. Dejaremos fuera a muchos feligreses.

Pero creo que hay tres tipos ideales que nos ayudarán a orientarnos si queremos sobrevivir en mundillos parroquiales, eclesiales y episcopales. Vamos a hablar de los católicos burgueses, los perennes meapilas y también de cierto catolicismo woke, ciertos progres, que abundan en los citados andurriales. Dios nos perdone si resultamos un tanto burdos. Ya nos gustaría poseer su omnisciencia para saber dibujar este panorama mejor.

Los católicos burgueses

Para entender este tipo ideal de católicos hay que volver a unos personajes que hace tiempo me obsesionan: los moderaditos. Esos seres que hace ya cuatro años retratamos aquí en THE OBJECTIVE, y que ahora producen libros con ese mismo título. Moderaditos. Esos individuos que no buscan lo bueno, sino lo moderado. Que no rechazan lo malo, sino con moderación.

Los católicos burgueses son moderaditos porque piensan que lo más importante en la vida es evitar sobresaltos y mantenerla como siempre ha sido. Lo decía el gran Mingote en una viñeta de hace ya décadas. En ella, dos señoronas hablan entre sí, y una tranquiliza a la otra: «Al cielo, lo que se dice ir al cielo, iremos los de siempre». Al católico burgués eso le apacigua: si uno llega al cielo y se encuentra a los mismos amigos que conoció en su colegio privado católico, a los mismos vecinos de su urbanización de gente bien, las cosas se vuelven mucho más tranquilizadoras.

Nos hemos topado aquí con un segundo rasgo del católico burgués. Está convencido de que eso del cristianismo es algo que cultivar en privado, que el mundo es muy complicado y ya bastante cuesta mantener un estatus como para, encima, complicarse con cosas de misa y religión y Dios. El católico burgués, por tanto, tratará de que en su vivienda (o chalé) haya cosas católicas; que en el colegio (privado) de sus hijos haya cosas católicas; que en la parroquia de al lado de casa haya, cómo no, cosas católicas. Uno va a misa los domingos, de copas los sábados y se pone su Barbour en otoño: todo con orden, como deben ser.

«Nuestro burguesito votará a partidos blanditos, un poco como las nubes del cielo ese al que ya sabemos quiénes irán»

Ahora bien, de lunes a viernes, en la vida pública, el panorama cambia. ¡Ya hemos recalcado la importancia de ser moderadito! Los católicos burgueses evitarán toda crispación —tienen, por algún extraño motivo, la vaga noción de que Jesús de Nazaret no molestaba a nadie—. Así que nuestro burguesito votará a partidos algodonosos, blanditos, un poco como las nubes del cielo ese al que ya sabemos quiénes irán. De hecho, si nuestro burgués católico llega a puestos de gobierno, mantendrá esa actitud.

Pongamos el caso del alcalde de Madrid, José Luis Martínez Almeida. Nuestro Almeida, cuando tiene que casarse, se casa en la bonita parroquia de los jesuitas, en pleno barrio Salamanca; cuando era (más) pequeño y tuvo que ir al cole, fue al cole del Opus Dei. Lo que hay que hacer.

Ahora bien, llegas al gobierno y no vas a complicarte y a crispar y a ponerte contundente con pequeñeces como el aborto: Almeida abjura incluso de cosas pequeñitas (pero que enardecen mucho a las abortistas). Y por eso se niega a contar a las mujeres lo que le puede ocurrirles tras matar al feto que llevan en su seno: el síndrome posaborto. Esas cosas, según Almeida, mejor para los domingos y las misas y las homilías; no para cambiar leyes, reglamentos o la vida de a pie.

Abramos un pequeño paréntesis: algún lector atento habrá observado que, de reciente, hablamos en estos articulitos míos con frecuencia de Martínez-Almeida. Y aquí hay que reconocer cierto defecto de un servidor. Pues empecé afirmando, al inicio de este artículo, que los tipos ideales weberianos no tienen un reflejo exacto en la realidad. Pero, la verdad, alguien como el alcalde madrileño hace que uno vacile en sus convicciones: ¿no será él, sí, el tipo de católico burgués por antonomasia? Desde luego, no cabe culpar a Weber de no haber previsto la existencia de Almeida; pero bien podría acusarse a un servidor de no captar esta evidencia, que reconocemos con humildad aquí.

Con todo, no es Almeida el único que puede ayudarnos a entender los rasgos típicos del burguesito católico. Si el lector necesita más ejemplos prácticos, sintonice algún día los medios de comunicación episcopales. Dado que esos medios están consagrados a alabar al Partido Popular, en vez de a Dios, pero los poseen nuestros queridos obispos, la combinación no podía sino producir lo que ha producido: un festival de burguesitos católicos como contertulios. Muy moderaditos todos. «No he venido a traer la paz, sino la espada», afirmó en su día Jesucristo. Pero, claro, a Él no le tocaba dirigir una televisión.

Los meapilas

El meapilismo atesora una luenga historia a sus espaldas, si bien el término como tal, según nos cuenta Google Ngram, no es probable que tenga más de un siglo de existencia. Con anterioridad, por lo tanto, simplemente se usaron otras palabras para el mismo tipo de personas. Vocablos como como santurrón, mojigato, fariseo, gazmoño, chupacirios, puritano. La abundancia de léxico testimonia la necesidad de señalar con frecuencia esa realidad.

Hoy, un meapilas es una persona muy preocupada por todos aderezos de lo religioso: vestimentas litúrgicas, cánticos de misa, libros piadosos, autores con certificado católico, un tonito al hablar como ese típico de las homilías. Ya saben, cosas de curas. Lejos de nuestra intención aseverar que se trate de cosas insignificantes. (Tampoco, al hablar del burguesito católico, hemos pretendido denigrar los colegios privados o los abrigos Barbour).

Pero el meapilas anda tan ocupado por esos atavíos, que a menudo olvida lo que debería estar por debajo de ellos: un inasible amor. San Pablo, en su primera Carta a los Corintios, ya criticó a los santurrones de su tiempo: «¿De qué me sirve hablar de parte de Dios, conocer sus secretos y poseer la más profunda ciencia? ¿De qué me vale tener una fe que mueva montañas […], darles todos mis bienes a los pobres, e incluso entregar mi cuerpo al fuego? Si me falta el amor, de nada me sirve».

«Un meapilas suele preocuparse de cosas sin importancia»

Un caso extremo de meapilas es esa cuenta cualquiera en redes sociales, anónima, con una imagen de la Santísima Virgen como avatar, que te suelta un «¡Hijo de la gran puta!» si lo que has dicho no le cuadra con su idea de la fe. En este sentido, el meapilas podría parecer lo opuesto al burguesito católico: ¡no resulta nada moderado! Sin embargo, las diferencias entre ambos grupos no resultan, a la postre, tan enormes. El burgués tapa, día a día, su catolicismo; el meapilas que ejerce de Savonarola por redes sociales se tapa, también, bajo su anonimato inquisidor.

No todos los meapilas son tan belicosos; sí resultan, en cambio, tan cansinos como la citada cuenta anónima de internet. Un meapilas suele preocuparse de cosas sin importancia. Un servidor, que es de mente abierta, ha invitado a veces a meapilas a su casa. Resulta divertido. Un día, un meapilas me criticó que yo tuviera, en mi biblioteca, libros poco católicos, como el Corán, algún texto de Apollinaire, la propia Regenta de Clarín. Otro meapilas me criticó la imagen de la diosa Atenea que preside mi entrada: ¡paganismo! Son comentarios que me enternecen. Aunque, lo reconozco, tras responderlos, ninguno de esos meapilas me ha vuelto a visitar.

Un buen número de meapilas son neoconversos: gente que hace uno, tres, cinco años llegó a la fe. Esto les vuelve en especial intensos. Muchos de ellos están siempre un poco enfadados. Un amigo mío, Diego, me dio un día la clave: ¿por qué están siempre tan irascibles? ¡Porque no supieron lo que era ser niño y tener fe! En efecto, la niñez es buena etapa para aprender que se puede ser feliz, estar abierto a todo lo maravilloso de la vida (lleve o no la etiquetita de “católico») y, aun así, vivir con una confianza de fondo en Dios.

¿Qué diremos sobre los meapilas y la política? En principio, de nuevo, parecen lo más opuesto posible a los burguesitos que antes describimos. Pero, otra vez, se trata de una simple apariencia. Me explico.

«No resulta extraño que el meapilas acabe votando, o incluso colaborando, con los moderaditos del Partido Popular»

El meapilas suele optar por visiones políticas extremas: o bien añora el Antiguo Régimen, o bien denigra por completo nuestras democracias liberales, o bien echa pestes del capitalismo —sí, también del «capitalismo bien entendido» que a san Juan Pablo II se le ocurrió elogiar en Centessimus annus, 42—. Algunos meapilas han dado incluso algún pasito más y cabe toparse en redes sociales con meapilas nazis —no lo que la izquierda llama nazi, que es a personas como un servidor; no, no, me refiero a neonazis de verdad—.

Ahora bien, ese extremismo del meapilas al final se convierte en una mera posición estética: de tan quimérico que es, pierde todo contacto con la política del día a día. Y no resulta extraño que el meapilas acabe votando, o incluso colaborando, con los moderaditos del Partido Popular. De hecho, a menudo acaba en las mismas tertulias que el burgués católico. Por no hablar de que a veces, de puro delirante que es su pensamiento político, al meapilas le invitan incluso a medios izquierdistas. Él va encantado, pero más encantados están sus anfitriones: esa es justo la imagen, calenturienta, que quieren dar a su audiencia sobre lo que constituye la Iglesia católica hoy.

Los progres, o el catolicismo ‘woke’

Con la palabra woke ha sucedido algo curioso: hasta hace pocos años, todavía le criticaban a uno, acerbos, si se le ocurría usarla. «¡Es una palabra nueva, es una palabra inglesa, no se entiende!», te soltaban en cuanto se te ocurría echar mano de ella para explicar lo que ocurría a nuestro derredor.

Luego, de repente, un buen día, todo el mundo la empleaba, hasta Esperanza Aguirre. Pero duró poco. La palabra se desgastó, como el amor, de tanto usarla. Y desde hace unos meses, desde que Donald Trump gobierna, para muchos la palabra vuelve a sobrar, también de modo súbito: ¡ya se ha superado el wokismo, se le ha derrotado, estamos ya en una etapa nueva, deja de hablar de él!

«Un católico ‘woke’ está convencido de que su ideología (inclusiva, tolerante, progresista) es el nuevo mensaje divino»

Por desgracia, no es así. Cierto que aquí o allá nos llegan noticias de grandes empresas que abandonan el wokismo; pero estos hechos resultan noticiosos justo porque la mayoría del poder económico sigue obsesionado con el feminismo, las identidades de género, los miedos climáticos o promover la inmigración masiva. Qué decir del poder político. O del mundo de la comunicación. O de la educación.

O de buena parte de la Iglesia católica en España. A quien no conozca esta faceta, le recomiendo sobre todo volver sus ojos hacia Cáritas diocesana. También hacia los sacerdotes o teólogos de más de 70 años. No digamos las teólogas. O las oenegés eclesiales que reciben proficuos ingresos gracias a la inmigración. Se trata de sujetos todos ellos que hasta hace nada eran progres; y que hoy han adoptado, por tanto, la versión actual de esa ideología: el wokismo. O, por ser más precisos, el catolicismo woke.

Un católico woke está convencido de que su ideología (inclusiva, tolerante, progresista) es el nuevo mensaje divino que viene a perfeccionar las (reconozcamos que a menudo un tanto ariscas) Escrituras o Tradición cristianas. En efecto, en el Antiguo Testamento, e incluso en el Nuevo, salen a menudo cosas que parecen poco feministas, poco respetuosas con las identidades de género, incluso poco respetuosas con el medio ambiente —a Jesús, sin ir más lejos, se le ocurrió un buen día desecar una higuera sin fruto (Mt 21,19); atentado ecologista que hoy le habría acarreado algún multazo, con razón—.

No digamos ya si contemplamos la historia de la Iglesia, tan poco woke ella. Resulta, por ejemplo, que llamamos santo a un rey como Fernando III, que se dedicó a reconquistar tierras a nuestros hermanos musulmanes. Y quedan por ahí figuras elevadas a los altares, como la de Santiago Matamoros, que resultan también de lo más ofensivas para los inmigrantes que, siempre según el catolicismo woke, deberíamos acoger en nuestras naciones sin ningún tipo de limitación.

«Si Jesucristo viniera en carne mortal a nuestros días, se sentaría, como el padre Ángel, detrás de Sánchez en los mítines del PSOE»

Para el católico woke está claro que Jesús vino solo a darnos un mensaje que, por fin, es el wokismo, a estas alturas de siglo XXI, el único que lo ha sabido comprender bien. De hecho, si Jesucristo viniera en carne mortal a nuestros días, seguro que se sentaría, como el padre Ángel, detrás de Pedro Sánchez en los mítines del PSOE. Seguro que evitaría siempre, como también evita el padre Ángel, criticar nada que hagan los políticos de izquierda, aunque promuevan abortos, eutanasias y demás desazones. Dicho en pocas palabras: Jesús tuvo mala pata y se encarnó en el siglo I, cuando aún faltaba mucho hasta nuestros brillantes tiempos wokistas; hoy día, en cambio, Cristo habría tenido excelentes relaciones con todos los poderes woke del mundo (económicos, políticos, mediáticos). Y, mira tú por dónde, se habría ahorrado eso de la crucifixión.

Por lo dicho, pues, creo que queda claro que esos poderes mundiales pueden sentirse tranquilos ante el catolicismo woke, como también ocurría, en el fondo, ante los católicos burgueses o los meapilas. Todos ellos, más que escuchar lo que Jesús ordenó a sus discípulos, ser sal del mundo, parecen más bien un agradable azúcar que endulza lo que nos va ocurriendo.

Y este artículo, en que los he descrito, puede contar, sin duda, con muchos defectos. Pero creo que nadie podrá acusarme justo de eso: de haber resultado en exceso dulzón.

Publicidad