Sombras en fuga
En este blog el aficionado que soy hablará, una vez al mes, de cine. O sea: de cualquier cosa que tenga que ver con el cine.
Pocas formas artísticas dependen tanto como el cine de las condiciones materiales de producción, difusión y recepción vigentes en cada momento histórico: si no existieran las televisiones ni las plataformas digitales, los aficionados habríamos pasado meses sin poder ver una película durante esta pandemia que tantas salas ha cerrado. Es lo que pasó durante la Gripe Española hace ahora un siglo: hasta 83 cines cerraron sus puertas en Los Ángeles a principios de octubre de 1918, al tiempo que los estudios del joven Hollywood veían mermada una producción ya floreciente. Allan Dwann, brillante pionero que llegó a vivir casi cien años y dejó a Peter Bogdanovich un relato oral apasionante sobre los comienzos de la industria, sobrevivió a la enfermedad; también lo hicieron Mary Pickford y las hermanas Gish. En dos meses de cierre, según cuenta la periodista Hadley Meares en The Hollywood Reporter, los cines angelinos perdieron un millón de dólares a la semana. Cuando se anunció su reapertura, el venerable Los Angeles Times —fundado en 1881— dio por terminada la «funless season» y aseguró a los ciudadanos que encontarían en salas las más brillantes y animadas películas de nueva producción. Tanto las cifras como los titulares dan una idea cabal de la importancia central que iba adquiriendo el cine como medio de entretenimiento de masas; el mundo occidental se poblaba de nuevos espacios de exhibición, algunos de ellos con un aforo hoy inimaginable: al abrir sus puertas en 1918, el Million Dollar Theater de Los Ángeles tenía 2345 asientos. Allí se proyectó durante seis meses el Ben-Hur producido por Louis B. Mayer e Irving Thalberg; ambos, dicho sea de paso, retratados como burdos filisteos por David Fincher en su decepcionante Mank.
Pero no hace falta irse a California para comprender lo que la experiencia fílmica llegó a ser durante la era dorada de las grandes salas, que se extiende desde los años 20 hasta —pongamos— finales de los 70. Nuestro Víctor Erice lo ha contado con maestría en La Mort Rouge, mediometraje que toma su nombre del pueblo imaginario donde se desarrolla la trama de La garra escarlata, película de la serie dedicada a las novelas de Sherlock Holmes que interpretó Basil Rathbone y que dirigió Roy William Neill en 1944. La voz cálida del director vasco relata cómo el niño que un día fue acudió a la proyección de la película en el cine del desaparecido Casino Gran Kursaal de San Sebastián en algún momento de la segunda mitad de 1945, tal como pudo averiguar tras cotejar los periódicos de la época. Los miembros de una sociedad devastada buscaban refugio en el imaginario del cine, nos cuenta: España sufría la posguerra y el mundo contaba sus muertos. Pero el niño tenía apenas cinco años; todo eso lo comprendería más tarde. Para acceder al cine había que atravesar las salas clausuradas del casino, que apenas habían funcionado dos años tras la la prohibición del juego decretada por Primo de Rivera en 1923; en la sala, 800 personas asistían con aparente impasibilidad a la muerte de las distintas víctimas de la temible garra escarlata. Un agujero negro en la trama de la realidad, por el que desaparecía la inocencia del mundo: el Erice adulto resume así la impresión que provocó en el Erice niño el fenómeno de la sala oscura.
Para aquellos espectadores, la experiencia cinematográfica había de resultar abrumadora: como si un campesino medieval contemplase las vidrieras de una catedral. No existían la televisión, ni las tabletas, ni los teléfonos. La imagen en movimiento era proyectada en pantallas enormes dentro de grandes palacios modernos, como aquel Biograph Theater en cuyas puertas encontró la muerte el gángster John Dillinger después de ver un film de gángsters inspirado en sus peripecias. Pero el cine llegaba también a lugares más modestos o improbables, como nos mostró el propio Erice en El espíritu de la colmena: la pequeña Ana Torrent asiste a un pase de Frankenstein en un pequeño pueblo castellano por donde pasa un proyeccionista itinerante y, como el niño Erice en el Gran Kursaal, desconoce la diferencia entre ficción y realidad.
Aquello era el cine antes del cine, podríamos decir: antes de las filmotecas, las teorías, los cinéfilos. Y si bien no estamos en disposición de afirmar que aquellos espectadores gozaban de una posición privilegiada, hay que reconocer la singularidad irrepetible de aquella costumbre exclusiva: el cine estaba en el cine y en ninguna otra parte. Recuerdo que el difunto Ángel Fernández-Santos, crítico irrepetible de El País en los años 80 y 90, escribió en cierta ocasión que no es lo mismo ver una película en casa, con la luz encendida y el jarrón al lado del televisor. ¡Por no hablar de los anuncios o el llanto de algún hijo! Pero digámoslo todo: para quien no viviese en una gran ciudad, aquella era la única manera de ver cine. También es verdad que las televisiones públicas podían hacer cosas hoy impensables, como dejar que el cineasta Antonio Drove programase un ciclo dedicado a Douglas Sirk y viajase hasta Suiza para entrevistarlo; aquella interesante aventura fue contada por el mismo Drove en un libro memorable reeditado hace un par de años. Bien lo saben los miembros de mi generación: TVE nos puso a Hitchcock y a Lang, mientras las cadenas autonómicas programaban western clásicos en la sobremesa para disfrute de los viejos aficionados. Por lo demás, el crítico Jonathan Rosenbaum ya había observado allá por 2004 que si la mayor parte de los espectadores ve cine con más frecuencia en sus televisores que en las salas, la pregunta acerca de lo que sea el cine quizá haya de empezar a responderse de una manera diferente.
Sea como fuere, el cierre temporal de las salas durante la pandemia de la Covid-19 ha venido a acrecentar el miedo a su desaparición en la era digital. Si la televisión ya había ido reduciendo la edad media de los espectadores y provocado el cierre de las viejas salas monumentales, como ese Cine Astoria de Málaga donde llegué a ver el estreno de la tercera parte de El Padrino (esa que ahora Coppola ha remontado y puede verse en Apple TV tras un rápido pase en salas), Internet ha traído consigo inéditas posibilidades de exhibición: no hace ya falta salir de casa y no son ya pocas las obras relevantes —de Cuarón a Scorsese o Sofia Coppola— que se han estrenado directamente en plataformas o han pasado a ellas tras estar un par de semanas en los cines. El confinamiento domiciliario ha reforzado esta tendencia, a la vez que retrasaba el estreno de varios blockbuster (como la nueva película de la serie James Bond) y de alguna que otra película de autor (como The French Dispatch, de Wes Anderson). En tal contexto, la decisión de Warner de estrenar directamente en el servicio de streaming de HBO Max sus nuevas producciones, entre ellas la versión de Dune que ha hecho Denis Villeneuve, ha provocado el enfado de este último y del mismísimo Christopher Nolan: ambos entienden que con ello se pone en peligro el futuro de las salas.
Hay quien discrepa: Richard Linklater ha dicho a Sight & Sound que el apetito por la experiencia fílmica colectiva en la gran pantalla obedece a la necesidad de comunidad del ser humano. En ese mismo número de la veterana revista británica, el crítico Nick Pinkerton se ha preguntado si el cierre temporal de las salas nos permitirá comprender mejor la singularidad de un espacio social en el que personas que no se conocen se ejercitan en un voyeurismo lleno de ambigüedades. Tiempo habrá, en este blog, para reflexionar sobre el lado oscuro del cine. Pero es difícil no estar de acuerdo con Pinkerton cuando expresa su miedo a que esta forma artística termine por ser consumida exclusivamente en el espacio privado de los hogares, ya que algo importante se perdería con ello — a pesar del incordio de las bolsas de patatas o de los espectadores que van comentando la trama según avanza: en los pases veraniegos gratuitos del Cine Albéniz de Málaga he llegado a ver a un hijo contar a su padre la película en voz alta porque este no podía leer los subtítulos. Por añadidura, la pantalla grande ha influido sobre el lenguaje del medio: el cine se habría mantenido en el formato cuadrado 1.33:1 si jamás hubiéramos dispuesto de la posibilidad técnica de proyectar en formato panorámico.
Huelga decir que lo ideal es combinar las ventajas de ambos mundos: ir al cine de estreno, así como a las retrospectivas o festivales que estén a nuestro alcance, mientras aprovechamos las ventajas proporcionadas por la tecnología para el consumo doméstico. Y no me refiero solamente a las plataformas digitales, ya sean grandes (como Amazon Prime Video, HBO o Netflix) o especializadas (como Mubi o Filmin), a las que habría que sumar los canales de streaming creados por instituciones, cines y empresas (si bien aquí el espacio sin fronteras que es Internet levanta muros territoriales: en España no podemos ver las películas del British Film Institute o de los cines de Londres o Nueva York), sino también a las ediciones en DVD o preferiblemente Blu-Ray (cuya calidad de imagen es cosa seria) que pueden encontrarse en el mercado global (con el atractivo de aquellas que contienen extras de alta calidad, como las editadas por Criterion, Arrow Academy o Eureka) y a los proyectores que nos permiten ver cine en casa en condiciones nada despreciables. De hecho, los nuevos lanzamientos de cine clásico y moderno en Blu-Ray son una ocasión excelente para mantener viva la conversación sobre la historia del medio, especialmente cuando provienen de restauraciones digitales auspiciadas por instituciones tan benéficas como la Cineteca de Bolonia. La serie de películas en las que Josef Von Sternberg dirigió a Marlene Dietrich para la Paramount en la primera mitad de los años 30, por ejemplo, resplandecen con brillo propio en la reciente compilación de Criterion; lo mismo puede decirse de la obra de Buster Keaton en los años 20 editada por Eureka. Entrevistado por Manu Yáñez, el director de la excelente Martin Eden, el italiano Pietro Marcello, ha reivindicado la obra de cineastas italianos de la segunda posguerra como Alberto Lattuada o el aún más recóndito Raffaello Matarazzo, cuyos desaforados melodramas están disponibles en una caja de la serie Eclipse de la norteamericana Criterion. He aquí un mercado que solo puede sobrevivir globalmente, como reunión de aficionados dispersos por todo el mundo. Si esa cultura tendrá o no continuidad en el futuro próximo, es asunto distinto; que pueda llegar a crecer todavía se tan antoja tan difícil como que algún día desaparezca: las minorías tienen la palabra. Hay señales ambivalentes: la pandemia se ha llevado por delante a la excelente revista norteamericana Film Comment, que editaba el Lincoln Center, mientras en España Caimán llegaba al número 100 y Dirigido prolonga su larga historia, como lo hacen en Francia Cahiers y Positif.
Echar la vista atrás no solo es imprescindible para dar sentido y contexto al cine de hoy, sino que constituye una fuente permanente de placeres. Entre ellos está el de descubrir la huella de las tecnologías cuyas posibilidades han marcado el paso de productores y cineastas a lo largo del tiempo: el cine de los años 50 tiene unos colores que no están en los 60, mientras que la textura del cine de los 90 desaparece años después. En la edición española de Phantom Thread, una de las obras maestras de Paul Thomas Anderson, hay un breve contenido extra que no tiene precio: el director comenta las pruebas de cámara hecha con distintas lentes, poniendo al descubierto las distintas posibilidades de que disponen los creadores para darnos su versión de la realidad. Naturalmente, la historia del cine es inagotable porque permite —si no exige— distintas angulaciones: el origen y desarrollo de los géneros; la identidad de los estudios; las presiones de la censura; la respuesta del público en cada momento y sociedad; la evolución formal del medio; la trayectoria e influencia recíproca de las distintas cinematografías nacionales; y así sucesivamente. Cinéfilo aburrido: contradicción en sus términos.
Afortunadamente, el cine se mantiene vivo. Es verdad que ya no estamos en la época fértil de los estudios ni en los creativos años 60 de las nuevas olas; los grandes cineastas de la segunda mitad del siglo XX, por añadidura, han dejado de trabajar o ingresan en la senectud. Y aunque es cuestión de gustos, el cine de superhéroes tiene tan poco que decir que sería mejor que no lo dijese. Hay otros peligros, entre ellos el desplazamiento de recursos y talentos al formato televisivo o el imperio de la corrección política que amenaza con transformar el cine dirigido al gran público en una interminable lección de moralidad. Pese a haber hecho él mismo ya distintos esfuerzos por ser más «inclusivo», el gran crítico británico David Thomson ha advertido al respecto en su último libro: buena parte del atractivo del cine ha residido en su coqueteo con lo ilícito y transgresor; si eso desaparece, el impulso redentor del presente quizá termine por provocar un daño mayor del que quiere evitar. Ya veremos. De momento, hay que confiar en la capacidad de los nuevos directores para filmar películas tan desbordantes como Toni Erdmann, First Cow, El lago del ganso salvaje, Lázaro feliz, La ceniza es el blanco más puro, Western, Monos, The Rider, Sin amor, High Life, Tabú, En la ciudad de Sylvia, La Gomera, The Souvenir, El pasado, Eden, Uncut Gems, Phoenix, Atlantics… y tantas otras que, en los últimos años, han reafirmado la potencia expresiva del medio en su estimulante diversidad.
En este blog el aficionado que soy hablará, una vez al mes, de cine. O sea: de cualquier cosa que tenga que ver con el cine. Su título está tomado de aquel western de Fritz Lang de 1952 que cuenta —en un esplendoroso Technicolor— la historia de un rancho que cobija a notorios delincuentes para evitar que caigan en manos de la justicia, a cambio de un porcentaje de sus ganancias pagadero a Altar Keane (Marlene Dietrich) como gestora del refugio. Infiltrándose en una banda de malhechores, el personaje al que da vida Arthur Kennedy encuentra el lugar con objeto de vengar la muerte de su esposa. Siempre me ha parecido que la película es una reflexión metaficcional sobre el western mismo, denunciado aquí como género «encubridor» (el título de la película en España fue Encubridora) de la salvaje realidad del Oeste. Y es que el cine habría creado una historia paralela de la expansión hacia el oeste, suerte de ideología heroica que dejaba en off el genocidio indio o el exterminio de los búfalos, igual que Altar Keane esconde a los forajidos en su rancho. Pero ya el propio western se encargará de criticarse a sí mismo: ya en 1956, Richard Brooks habla del exterminio animal en The Last Hunt y John Ford revisa la cuestión india en Centauros del desierto, abriendo la puerta a un revisionismo que encuentra expresión posterior en obras tan desencantadas como La venganza de Ulzana, Grupo salvaje o el entero género del llamado spaghetti western. Así va el cine: primero crea sus propias mitologías y después las somete a distintos procesos de reapropiación y canibalización, mirando al futuro sin olvidar su historia. Ya lo decía antes: ¡imposible aburrirse!