Los rebeldes de la galaxia
El sur de la bahía de San Francisco alberga la sede de algunas de las empresas tecnológicas más conocidas del mundo, rodeadas de miles de organizaciones más pequeñas que se afanan por emular el éxito de los gigantes digitales.
El sur de la bahía de San Francisco alberga la sede de algunas de las empresas tecnológicas más conocidas del mundo, rodeadas de miles de organizaciones más pequeñas que se afanan por emular el éxito de los gigantes digitales.Este mundo singular llamado Silicon Valley (el valle del silicio, no de la silicona) ha sido durante los últimos años ejemplo de innovación, creatividad y pujanza emprendedora. Ha servido nada menos que como epicentro de una nueva revolución industrial en marcha, un proceso acelerado y de consecuencias globales. Sin embargo, algo está cambiando en los últimos tiempos.
En primer lugar, se ha perdido la diversidad de talento que existía en la zona antes del boom. Ahora dominan la escena ingenieros e inversores y se echa de menos la proliferación de escritores, artistas, ecologistas y librepensadores de las comunidades que en los años sesenta tejían la contracultura. La superación del espíritu transgresor y aventurero californiano y su sustitución por estilos de vida tecnocráticos ha hecho menos interesante el valle. Entre los que tienden a pensar igual es más difícil que la innovación tenga lugar. Como recuerda Walter Isaacson, el biógrafo de Steve Jobs y antiguo presidente de Aspen Institute, la creatividad siempre ocurre en las intersecciones de distintos saberes, por ejemplo entre las humanidades y la tecnología o entre la ingeniería y el arte. Otros lugares de Estados Unidos como Austin, Nueva Orleans, Nueva York o Boston han tomado el relevo y consiguen en nuestros días ser lugares más atractivos para fabricar el futuro, sin tantos encorsetamientos corporativos y financieros, por no mencionar el precio de los inmuebles en el sur de San Francisco.
Como recuerda Walter Isaacson, el biógrafo de Steve Jobs y antiguo presidente de Aspen Institute, la creatividad siempre ocurre en las intersecciones de distintos saberes, por ejemplo entre las humanidades y la tecnología o entre la ingeniería y el arte.
Pero las migraciones del talento digital hacia otros lugares de Estados Unidos o del planeta (Tel Aviv o Londres) es un hecho más comentado que otro asunto de hondas consecuencias, del que tal vez estamos menos pendientes. Se trata de la llamada de atención por parte de figuras destacadas de Silicon Valley sobre los efectos negativos que produce la tecnología digital sobre la persona y la sociedad. Estos rebeldes revisan ahora su propia obra: han dado un paso atrás y, en la mejor tradición humanista, se hacen preguntas éticas y sociales acerca de la revolución en marcha. Tal vez la mejor ventana para observar la forja de dicha contracorriente sea el Centro para una Tecnología Humana. Fue fundado hace unos meses por varios ex directivos de las empresas tecnológicas más conocidas, que abandonaron sus puestos de trabajo frustrados por la dirección en la que se orientaba el negocio.
El propósito de los arrepentidos de Silicon Valley es señalar los riesgos de la tecnología digital y proponer soluciones de índole muy diversa. Su punto de partida es advertir sobre una “crisis de atención digital”, debido a la combinación poco responsable de incentivos empresariales y técnicas de diseño de estas nuevas tecnologías, que pueden llegar a secuestrar nuestro cerebro. Su uso intensivo y continuado, argumentan, fragmentan nuestra experiencia común de la realidad, interrumpe nuestra capacidad de prestar atención y nos hace sentirnos aislados e incapaces de resolver problemas globales como la lucha contra la pobreza, la desigualdad o la polarización ideológica de nuestros países.
Se calcula que en Estados Unidos el 40% de los actuales empleos quedarán automatizados en 2030, con lo que muchas personas se sentirán obsoletas si no han sabido o no han podido adaptarse.
La carrera por monetizar nuestra atención estaría alterando los cimientos de la sociedad: salud mental, democracia, relaciones humanas, educación de la infancia y juventud. Las grandes empresas tecnológicas compiten por nuestra atención limitada, con fórmulas cada vez más persuasivas para atraparnos. No son acciones neutrales, sino que están diseñadas para crear adicción y convertirnos en una audiencia cautiva y dependiente. La inteligencia artificial utiliza nuestro propio comportamiento para aprender qué se puede mostrar en una pantalla de modo que sigamos enganchados a ella. Todo esto provoca resultados negativos para nuestro bienestar, en muchos sentidos, desde el debilitamiento y la fragmentación de las relaciones humanas, el daño a la autoestima, la pérdida crónica de sueño por la no desconexión o la escisión de nuestras comunidades a través de burbujas en las que fácilmente somos presa de noticias falsas o fake news.
Un 15% de las cuentas de Twitter son bots, identidades falsas que actúan como personas reales, e influyen seriamente en la creación de tendencias y supuestos consensos. El modelo de negocio de Facebook se ha basado hasta ahora en vender el acceso a millones de datos personales sin mucho control, algo por lo que está pagando en términos de pérdida de reputación. Pero aún permite a anunciantes que persuadan de forma automática a usuarios vulnerables con argumentos totalmente a medida, como el caso de la venta de cosméticos a adolescentes deprimidos.
¿Qué hacer? Los arrepentidos proponen evolucionar hacia una tecnología que proteja nuestra atención, elimine casi todas las notificaciones y nos permita dar más sentido a la vida. El primer paso sería repensar nuestro propio uso de las pantallas para ser menos vulnerables a la sobre-atención y a la micro-persuasión. Algunos de los más señeros tecnólogos del valle dan ejemplo enviando a sus hijos a colegios donde no se puede usar el móvil ni el ordenador o pactando ‘sabáticos digitales’ en sus familias para pasar unas horas a la semana o un día voluntariamente sin acceso a Internet, recuperando el arte de conversar y relacionarse sin interrupciones constantes de los estímulos digitales. Es «recuperar el control», no en el sentido del eslogan manipulador de Trump o del cántico poco meditado del Brexit, sino para volver a encontrarnos con nosotros mismos y re-humanizar nuestras relaciones.
El primer paso sería repensar nuestro propio uso de las pantallas para ser menos vulnerables a la sobre-atención y a la micro-persuasión.
Junto con estas decisiones individuales, es preciso que nuestras instituciones políticas aborden una mejor regulación del sector tecnológico, basada en fomentar la innovación sin dejar de proteger a los usuarios, facilitando el control sobre sus datos y sus vidas. También en mantener en medio de las mutaciones los mecanismos de igualdad de oportunidades y movilidad social que dan estabilidad y futuro a una sociedad. Se calcula que en Estados Unidos el 40% de los actuales empleos quedarán automatizados en 2030, con lo que muchas personas se sentirán obsoletas si no han sabido o no han podido adaptarse.
El reto de llegar a pactar estándares globales para embridar y humanizar la tecnología dificulta sin duda este propósito reformista. También la duda de si se puede conseguir a estas alturas que las grandes empresas que dominan estos mercados con comportamientos casi monopolistas dejen atrás la anomalía de beneficiarse de una imposición muy baja. Su poder es ya tan grande que el empeño por someterlas a reglas del juego inspiradas por el bien común y hacerles pagar impuestos con normalidad a veces suena demasiado a misión imposible. La Unión Europea, tan frívolamente denostada en nuestros días, es un actor pionero en esta tarea, a la que los rebeldes de la galaxia miran con admiración desde Washington o California. Hasta Vint Cerf, uno de los padres de Internet, imbuido en su día de espíritu libertario, admite ahora que la red debe estar sometida a mejor regulación para que siga inspirando confianza a los usuarios. No se trata solo de maximizar el valor económico de la tecnología, sino de civilizar el cambio para progresar juntos.