THE OBJECTIVE
Josu de Miguel

Brexit: una visión optimista

El Parlamento Europeo ha sellado finalmente el acuerdo para formalizar la salida del Reino Unido de la Unión Europea. El referéndum de junio de 2016 tuvo un impacto emocional enorme en todo el mundo: quizá fue el primer acto serio de desglobalización al que asistíamos más allá del bilateralismo anunciado por Trump tras su victoria electoral. La historia es así. Los frenos existenciales de las sociedades han sido habituales cuando aquella se acelera, cuando el tránsito desde los horizontes de experiencia a los horizontes de expectativa se produce de manera muy rápida y la política es incapaz de ordenar fenómenos tan complejos como la inmigración, la liberalización de la economía o el cambio climático.

Zibaldone
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Brexit: una visión optimista

El Parlamento Europeo ha sellado finalmente el acuerdo para formalizar la salida del Reino Unido de la Unión Europea. El referéndum de junio de 2016 tuvo un impacto emocional enorme en todo el mundo: quizá fue el primer acto serio de desglobalización al que asistíamos más allá del bilateralismo anunciado por Trump tras su victoria electoral. La historia es así. Los frenos existenciales de las sociedades han sido habituales cuando aquella se acelera, cuando el tránsito desde los horizontes de experiencia a los horizontes de expectativa se produce de manera muy rápida y la política es incapaz de ordenar fenómenos tan complejos como la inmigración, la liberalización de la economía o el cambio climático.

Los británicos decidieron frenar ya en 2004, cuando por primera vez se propuso ratificar una Constitución para Europa. Qué sentido podía tener que el Reino Unido tuviera su primera Constitución codificada, realizada por un actor político externo, si se había presumido durante siglos de no necesitar una Norma Fundamental escrita para regular la relación entre el Estado, la sociedad y los individuos. El Tratado Constitucional incorporó, de esta forma, una cláusula de secesión en el art. 50 TUE, ante la previsión de que algún país –estaba claro quién podía ser- decidiera dejar el club comunitario. Es importante entender esto: la integración europea ha sido tan potente, ha afectado tanto a las estructuras de los Estados miembros, que en algún momento de la construcción de la federación supranacional algún socio ejercería su derecho de salida.

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El acuerdo del Brexit se vota en Bruselas. | Foto: Virginia Mayo | AP

El Reino Unido es el país que más papeletas tenía. No solo por su habitual euroescepticismo, sino porque si hay una sociedad donde el pasado, el presente y el futuro están tan entrelazados en su modo de existencia institucional, esa es la británica. Y aquí hay que reconocer algo importante: el Reino Unido fue un socio pejiguero y puntilloso, que matizaba todos los acuerdos relacionados con la formación de las normas comunitarias, pero ha sido siempre un socio leal y cumplidor. En 2014 era el noveno mejor país en el informe anual de la Comisión sobre el respeto al derecho de la Unión, mientras que España ocupaba la posición vigésimo sexta de veintiocho Estados. En 2013 – 2017 el Tribunal de Justicia comunitario estimó que el Reino Unido había violado el derecho de la Unión en tres ocasiones; en ese mismo periodo nuestro país, el campeón del europeísmo, fue condenado en diecisiete ocasiones (tomo los datos de Araceli Mangas).

La Unión, por lo tanto, pierde a un país crucial. En primer lugar, porque a pesar de las evasivas y los vetos, los británicos eran la pieza clave de la política exterior y de seguridad común. Su potencia nuclear era y seguirá siendo decisiva en un mundo multipolar y desordenado. Pero miremos las ventajas: la Unión deberá empezar a hacerse responsable de su propio destino, dejando atrás al actor que muchas veces servía como disculpa para no realizar avances más profundos en esta y otras materias. En el ámbito de cooperación judicial y policial se necesitará un arreglo de entidad para que se innoven instrumentos tan eficientes como los que ya existían (EuroJust y Europol). El acuerdo de salida ha sido largo y lleno de obstáculos, pero la Unión ha mostrado una firmeza y eficacia desconocidas, lo que en mi modesta opinión augura un Tratado final que articulará las futuras relaciones con el Reino Unido en condiciones ventajosas para las dos partes.

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Un grupo de personas se manifiesta a favor del Brexit frente al Parlamento británico. | Foto: Frank Augstein | AP

Resulta un tanto paradójico que dicho Tratado, pasado el tiempo de transición (31 de diciembre de 2020), pueda colocar al Reino Unido como un país receptor de normas externas acordadas por una organización de la que ha renunciado formar parte. Los caminos decisionistas son inescrutables. Pero el Brexit[contexto id=»381725″] es la culminación de una crisis constitucional interna que se expresa cada vez con más fuerza desde la década de 1970. No resulta casual que la pérdida del Imperio empujara a los británicos a entrar en la Unión, a regañadientes, en 1973. Tampoco que por aquellos años Lord Hailsham popularizara la expresión “dictadura electiva” para quejarse de la subordinación del Parlamento con respecto a los partidos y el Gobierno de la Nación. El conjunto de convenciones, normas escritas, jurisprudencia y teologías doctrinales (Blackstone, Dicey y Bagehot) no parecía suficiente para ordenar la vida política británica y se necesitaba una nueva Constitución.

Fueron los laboristas, en la década de 1990, quienes intentaron dejar atrás la época jurídica victoriana. La devolución a Escocia y Gales, la reforma de la Cámara de los Lores y la Ley de libertad de información y Derechos Humanos, permitieron introducir al Reino Unido en una senda de modernización constitucional (Bogdanor). Dicha modernización me ha parecido incompleta, en gran medida porque existen vacíos institucionales importantes que han intentado ser restañados con el extraño recurso al referéndum, fórmula que corre en dirección contraria a la soberanía parlamentaria tantas veces proclamada. Desde 1975 se contabilizan tres consultas populares nacionales y diez regionales, que no son pocas. En el caso del Brexit, no me parece ocurrente señalar que la salida de la Unión ha servido para completar la modernización constitucional iniciada por los laboristas: el Tribunal Supremo se ha convertido, después de varias sentencias de gran calado, en el intérprete último de la Constitución británica en formación.

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Foto: Virginia Mayo | AP

El pasado nunca vuelve. Tampoco volverá, porque era un mito, el espléndido aislamiento cultivado por Disraeli o el marqués de Salisbury. Quizá estemos ante el declive definitivo británico, pero tampoco podemos rechazar de forma altanera las decisiones del sistema político que convirtió al mundo en democracia. Tuvo que ser Martin Kriele, un jurista alemán, quien nos recordara en aquél formidable libro que la democracia constitucional sin soberano fue la consecuencia de trasladar al parlamento las reglas del common law labrado desde los tiempos del juez Coke. Debemos, no lo olvidemos, a los británicos una forma de vida en común imperfecta pero pacífica, tolerante y tendente al empirismo. La Unión sale reforzada del Brexit, abocada a una concepción instrumental y pragmática pero que solo puede tener éxito si no abandona el camino de los valores acuñados por pensadores como Hobbes, Bacon, Locke o Mill.

Es probable que no vivamos una hora de luz para el Reino Unido ni para Europa. En su año más difícil -1940- las siempre lejanas islas lograron mantener el respeto y la pasión por los ideales que representaban lo mejor de la civilización mundial. Nos lo recuerda Ignacio Peyró en el final de la introducción a su indispensable enciclopedia (Pompa y circunstancia) de la cultura inglesa: “algo ha de quedar de ese legado, aunque solo sea porque –británicos y continentales- los europeos siempre hemos sabido alzar, sobre las grandezas del pasado, un nuevo ideal para la vida”. No veo por qué ahora debe de ser diferente.

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