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Juan Bonilla

Cómo no hacer una antología

«M. Jull Costa comienza su ‘Libro de Relatos Españoles de los siglos XX y XXI’ recordando que etimológicamente una antología es una selección de flores»

Zibaldone
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Cómo no hacer una antología

Eduardo Parra | Europa Press

Encerrar siglo y medio en una procesión de relatos puede tener varias pretensiones: contar la historia de un país a través de sucesivas ficciones, seleccionar lo más memorable de una producción editorial, oficiar una nómina de cuentistas que demuestre una riqueza -o la disimule. La opción más académica no tiene por qué ser la más justiciera y tiene muchas probabilidades de quedarse en la más cobarde. Es la que ha elegido M. Jull Costa al componer su Libro de Relatos Españoles de los siglos XX y XXI para la casa Penguin y pesar de los estudiantes ingleses. La compiladora comienza recordando que etimológicamente una antología es una selección de flores: quizá lo haga porque es su manera de reconocer que se ha metido en un auténtico jardín. El ramo que nos ofrece es peor que obvio: la abundancia de plástico entre flores naturales caracteriza su muy perezosa selección.

Que España no tiene un cuentista destacado del abundante pelotón de cuentistas como Argentina, Borges, Dinamarca, Dinesen, Francia, Maupassant, o Rusia, Chejov, -la disputa en Estados Unidos tiene aspirantes tan gigantescos que la discusión es imposible de esquivar: Scott Fitzgerald, Hemingway, Salinger, Cheever-, no significa que no haya producido suficientes obras maestras en el género: costosamente encontrará alguna el lector en el amplio volumen impreso en Londres. La sinceridad de la compiladora -siguiendo el criterio de Scotland Yard- nos permitirá usar sus propias palabras en su contra: asegura agradecer el encargo porque no estaba muy puesta en el asunto y ello le dio oportunidad para zambullirse en el relato español, intimidad que a la vez que la engrandece empequeñece el alcance de su zambullida, toda vez que en asuntos como este es complicado confiar en un instinto amateur; asegura dar por probado que el cuento como género está más cerca del poema que de la novela, despreciando a quienes lo ven como meros esbozos de obras mayores, a pesar de lo cual siempre que ha de decidir entre seleccionar a un poeta que escribió cuentos o a un novelista, escogerá a un novelista -y por lo tanto figura un capítulo arrancado del Viaje a la aldea del crimen de Ramón J. Sender, pero ninguna de las miniaturas de Juan Ramón Jiménez. De hecho su nómina abunda en novelistas que si escribieron cuentos fue para responder a algún encargo o para descansar del duro trabajo de extender a 300 páginas una historia que muy bien habría cabido en 10. Incluso echa mano de novelistas que ni siquiera han escrito cuentos, pero en cuyas novelas ha podido sacar algún filete que pase por tal.

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Jorge Luis Borges. | Foto: Europa Press

La procesión empieza con la deliciosa La novela de un tranvía de Pérez Galdós, el mayor de nuestros novelistas, uno de nuestros más insignificantes cuentistas. Se diría que no hay nombre inevitable de nuestra novela que no le sirva a la compiladora porque, al fin y al cabo, parece estar convencida de que un cuento se saca de cualquier parte. A Galdós lo acompañan para cubrir el fin de siglo Pardo Bazán y Clarín, ambos plausibles como cuentistas, pero la pregunta es: ¿por qué en vez de seguir un libro de bachillerato no se ha asomado la antóloga de verdad a las radiantes espesuras de la época? A poco que buscara le hubieran salido los nombres de Silverio Lanza o Alejandro Sawa, que lamentablemente ignora o desdeña (eso por no ir más hondo y encontrarse piezas que diesen sitio a nuestra bohemia, para lo cual podía haber arrancado algún capítulo de La novela de un literato de Cansinos, ya que no ha tenido problema en filetear a otros autores: una vez flexibilizado el género del relato y entendiendo que este se puede esconder en un reportaje o en una novela, no se entiende por qué no sigue tan cómoda y permisiva regla para elaborar un mero libro de fragmentos narrativos).

El modernismo consiente a Azorín y a Valle Inclán, cuentistas leves ambos, pero ni las Luciérnagas de Camilo Bargiela ni las Sombras de Vida de Melchor Almagro ni los Cuentos de Bremón caben aquí, por la sencilla razón de que a ellos se les olvidó escribir novelas que los justificaran como cuentistas. Ya que tiene un concepto tan relajado de lo que es un cuento, no hubiera sido reprobable que hubiera incluido alguna de las admirables páginas de los Heterodoxos de Menéndez Pelayo. El cuidado editorial es, asimismo, manifiestamente inoperante: al presentarse los relatos en orden cronológico no de composición sino de nacimiento del autor, resultan vecinos un cuento de los años veinte de Azorín -que no es sino un capítulo de su novela Félix Vargas– y uno del primer Pío Baroja, lo que no puede sino causar cierta perplejidad, toda vez que el sexto relato de la serie es de 1928 cuando el que le precede es de 1899. No le hubiera sido difícil a la antóloga dar con una obra maestra de pocas páginas de Azorín, como El fin de un mundo, que es de 1901.

Que España no tiene un cuentista destacado del abundante pelotón de cuentistas como Argentina, Dinamarca, Francia o Rusia no significa que no haya producido suficientes obras maestras en el género

Cuando se alcanzan los años veinte del siglo pasado, la incuria de la estudiosa -cuya nota introductoria no da la menor explicación acerca de sus herramientas para erigir su selección- le hace prescindir del cuento de vanguardia, de donde no comparezca ninguna de las cuatro obras maestras que escribió el poeta Dámaso Alonso, ninguna de las piezas de Vísperas del gozo de Pedro Salinas, nada de Benjamín Jarnés, ni siquiera de Luisa Carnés, ninguno de los Cuentos inverosímiles de López Rubio… Esto último sería menos significativo si no indujera inmediatamente a repasar lo leído y notar repentina una extrañeza, como el que siente de espaldas que alguien le está mirando: ¿no está Ramón? En efecto, no está: el más influyente de los prosistas de la época, del que nacen los cuentos de Samuel Ros o los de Neville, no está. Esa ausencia por sí sola ya condena el volumen a la insignificancia y hace crecer la sospecha de si no habrá sido compuesto para que los lectores ingleses caigan en la cuenta de que no se han perdido absolutamente nada por desconocer minuciosamente el relato corto en España.

La presencia entonces de una pieza de Josep Pla, datada en 1967, aunque aún no hemos llegado a la posguerra, abre de nuevo la puerta a la flexibilidad del género para consentir en su territorio la crónica periodística, pero esa puerta queda cancelada inmediatamente dejándonos con la duda de por qué se le da sitio a Pla -acaso para enriquecer el cupo catalán- en una antología de ficciones, y no a Julio Camba o César González Ruano o Magda Donado. También falta, como testimonio de la guerra, Chaves Nogales, cuyo mítico A sangre y fuego es exonerado de comparecer. Falta también Arturo Barea -autor de libro tan imprescindible como Valor y miedo.

Para Margaret Jull Costa el surrealismo no pasó por Canarias, de donde se explique que las piezas que componen Crimen de Agustín Espinosa, tengan excusa para ausentarse. Ni idea de cuál puede ser la excusa para justificar la ausencia, por poner solo un nombre, de nuestro exilio argentino: no está Francisco Ayala, no está esa pieza extraordinaria titulada El hechizado. Pasa con algunos autores que su ausencia hay que multiplicarla por 3: porque echamos en falta el Ayala vanguardista, el Ayala de Los usurpadores -esos relatos presuntamente históricos que en realidad jugaban al realismo mágico o lo fundaban- y finalmente al Ayala realista.

Pero es que también pierde a la compiladora la sinceridad cuando excusa ausencias: excusa a Juan Goytisolo, cuyo peso como cuentista es casi nulo, lamenta no haber incluido a Camilo José Cela -eminentísimo autor de decenas de cuentos malos- o Laura Freixas, lo que ya es digno de dejar libre la carcajada. No le pesa un átomo que también falte -si es consciente de que faltan- Wenceslao Fernández Flórez, autor de una obra maestra como Tinieblas, popularizada por la versión aumentada de José Saramago titulada Ensayo sobre la ceguera, que no se acuerde de ningún relato de Agustín de Foxá, ni siquiera el maravilloso Viaje a los efímeros; que en los años sesenta, entre tanto realismo tremendista o social, se le olvide la alegría del pop que trajeron en español Gonzalo Suárez y en catalán Terenci Moix, lo que indica muy a las claras que para la compiladora el relato español es realista y nada más que realista, lo que multiplica nuestra pobreza escondiendo algunos de nuestros tesoros.

Que entre los cuentistas de la posguerra -todos ellos novelistas reconocidos menos el inevitable Medardo Fraile, a quien de algo habría de servirle haber vivido tantos años en Glasgow- no comparezcan ni Fernando Quiñones ni Daniel Sueiro ya deja ver que la zambullida de Jull Costa en las aguas de nuestro relato no fue ni profunda ni prolongada. Por no dejarse influir por las listas especializadas, ni ha considerado el que -un dislate en mi opinión- la revista Quimera, en su número dedicado al relato español del siglo XX, proclamó como mejor libro de cuentos español: Cabeza rapada de Fernández Santos.

No es mala idea hacer convivir en un mismo volumen relatos escritos en las cuatro lenguas del país, aunque también podía haber aprovechado para demostrar que España no se acaba en España

No es mala idea hacer convivir en un mismo volumen relatos escritos en las cuatro lenguas del país, aunque también podía haber aprovechado para demostrar que España no se acaba en España, que en Cuba se publicaron dos grandes obras del género, Luna nona de Lino Novas y Yemas de coco de Antonio Ortega, que uno de los grandes libros de cuentos de nuestra literatura se escribió y publicó en inglés en los años treinta: Locos de Felipe Alfau. Hacer convivir a las lenguas del Estado aquí sólo sirve para que las ausencias notables se multipliquen -en gallego nada de Ánxel Fole, en catalán no aparece Sergi Pàmies, en serio, Sergi Pàmies no está, alguien que puede decir que debe de ser el único escritor de relatos del mundo que, en su lengua, se coloca en el primer puesto de los libros más vendidos con cada tomo y ahí permanece un año entero, no está- y el resultado final tenga un tono tan gris y monótono que quien juzgue el relato español por lo que en esta antología se le ofrece llevará mucha razón si acaba decidiendo que el relato en España no ha sido un género afortunado o sólo ha sido campo de entrenamiento para que los novelistas practiquen -están Benet, Llamazares, Esther Tusquets, Molina Foix, todos ellos con piezas endebles, que a veces son capítulos de sus novelas. Está Marsé, sí, pero con un cuento que ni recopiló cuando juntó sus narraciones breves en Teniente Bravo. Incluso la selección de novelistas resulta pésima, porque ya puestos se olvida de quienes más han practicado el relato breve, como Muñoz Molina -autor de esas tres páginas magníficas sobre una Brigada de la realidad-, como Martínez de Pisón -autor de esa indiscutible obra maestra que es el relato Perros muertos.

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Camilo José Cela. | Foto: Europa Press

En cuanto a los años recientes, están nombres inevitables como Castán o Tizón, pero se evitan nombres no menos imponentes como Hipólito Navarro, Sara Mesa o Felipe Benítez Reyes. De nuevo probables nombres solventes de nuestra novela, pero no de nuestro cuento, como los de Jesús Carrasco o Javier Montes, saltan al terreno de juego -no se sabe si porque sus textos ya estaban traducidos cuando se confeccionó la antología y la compiladora prefirió ahorrarse el trabajo de trasladar textos que no hubieran cometido la debilidad de haber hecho ya ese viaje.

Hemos deplorado ausencias y puesto en duda la validez de algunas presencias. Sin embargo, ninguna de esas herramientas vale nada para tasar la entidad del libro, que cabría leer para perdonarle sus taras -es decir, valorarlo por lo que ofrece más allá de su condición de representación de un género literario en una geografía determinada y una época precisa, – como si fuera lo único que unos arqueólogos encontrasen un día del lejano futuro: sin operar por comparación con lo que ha quedado fuera, evaluando sólo los textos que se acopian, el resultado es deprimido y mediocre, de vez en cuando cabe la exaltación de un buen pedazo de prosa lírica o una escena risueña, al fin y al cabo están Julián Ayesta, Cristina Fernández Cubas y Quim Monzó, pero que en un libro de 55 relatos gane lo olvidable, no sé si es buena manera de reivindicar un siglo y pico de cuento español.

La ocasión que ha perdido la casa Penguin de ofrecer una buena cartografía de un género que sí ha producido entre nosotros constantes joyas -y en muy variados tonos, del naturalismo al surrealismo, del realismo social al pop-, y que -como quizá solo pase también con la poesía- hubiera permitido juntar relatos magistrales de autores poco conocidos que acertaron alguna vez a componer una pieza memorable -recuérdese el volumen de Javier Marías, Cuentos únicos, donde recopilaba piezas de autores ingleses que después de escribir muchos relatos, una vez al menos consiguieron construir un relato inolvidable- obliga a mirar los libros semejantes que ofrecen panoramas del relato en otros países de los que no sabemos mucho con la mayor de las suspicacias.

Hemos podido consultar dos y cada uno de ellos responde a un tipo de antología muy distinto. Jhumpa Lahiri fue la comisionada por la casa Penguin para que se encargara del relato italiano. La escritora, de origen indio, pero celebrada por sus cuentos en inglés, después de pasar tres años en Italia decidió emprender una carrera literaria nueva como autora italiana, y el libro que publica Penguin recoge los cuentos que la hicieron desear escribir en esa lengua. Así pues, desde la confesión inicial, el libro se nos presenta como una Antología personal, como la que Borges publicó en 1961 y que le sirvió a Primo Levi para hacer la suya propia. La de Lahiri se diferencia en que los textos con que hace su Antología personal no son suyos: es una antología de lectora enamorada, y aunque en el libro llame la atención ausencias clamorosas como la del quizá más grande cuentista italiano, Giovanni Papini, o de Curzio Malaparte, o de Bufalino, o de Paola Capriolo, lo cierto es que el volumen está lleno de obras maestras. Tan personal es la antología que el orden de los relatos no obedece más que a un capricho de la autora; ha optado por el orden alfabético pero empezando por la Z y acabando por la A, y todo para que el libro empiece con Vitorini. No trata Jhumpa Lahiri de hacer condensaciones que junten muchos nombres a cambio de cederle poco espacio a cada uno de ellos, que es uno de los defectos más eminentes de la antología de Jull Costa: aquí si de Buzzatti se prefiere un cuento, va ese cuento, aunque pudiera haberse elegido otro más corto, donde se deja ver que quien le importa a la antóloga es el cuento, no Buzzatti. Como antología del relato italiano -examinado desde un punto de vista histórico o académico- el libro puede tener algunas evidentes fallas. Como libro de relatos, sin embargo, es deslumbrante, no podía ser de otra manera, toda vez que la seleccionadora ha escogido piezas magistrales de autores como Lampedusa, Flaiano, Tabucchi, Manganelli, Palazzeschi, Ortesse o Morante. También ha echado mano de autores -y sobre todo autoras- menos conocidos y celebrados, como Alba de Céspedes, cuya biografía es muy novelera, pero sus piezas no comparecen ahí para hacer bulto sino porque todas ellas son ciertamente magníficas.

Muy otro ha sido el criterio utilizado por John Freeman para realizar la antología de los relatos norteamericanos. Para el antólogo la década de los sesenta marca un antes y un después -es la década en la que deja de publicar Salinger, por ejemplo, y en la que alcanza su esplendor John Cheever-, consecuentemente se impone antologar el relato norteamericano desde los setenta al presente. Al empequeñecer la zona temporal, las posibilidades de cometer imprudencias en la selección son menores, a pesar de lo cual, por alguna razón Freeman no se acuerda de la más potente de las autoras de relatos de los Estados Unidos, Lorrie Moore, y se olvida igualmente de las magníficas A.M. Homes y Alice Nutting. En su favor, hay que reconocerle el valor de cederle sitio a autores casi siempre despreciados por los académicos, como Stephen King, y desde luego no faltan los capitanes del relato breve norteamericano de las últimas décadas: Lucia Berlin, Tobias Wolff, Lydia Davis, Raymond Carver. Llama la atención la presencia de la ensayista Susan Sontag -que abría la puerta a que se consintiese en que el reportaje es un tentáculo más del relato breve, lo que hubiera permitido la presencia de Gay Talese o Tom Wolfe-. Sea como fuere, la antología de Freeman es constatación de que el relato breve sigue siendo un género capital para la literatura norteamericana, y Scott Fitzgerald, Hemingway, James Thurber y Ring Lardner pueden dormir tranquilos: el género al que consagraron sus mejores piezas goza de muy buena salud en los Estados Unidos, algo que difícilmente deducirán que pasa en España los lectores -universitarios o no- de estas antologías de las que hay que decir que están espléndidamente editadas en tapa dura y con elegantes sobrecubiertas.

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