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José Lázaro

En nada hay que creer. Apostillas a Félix de Azúa

«La fuerza pasional de los creyentes, unida a sus intereses materiales, es tan poderosa que asusta»

Zibaldone
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En nada hay que creer. Apostillas a Félix de Azúa

Feligreses durante la misa al Cristo de Medinaceli. | Europa Press

Con su costumbre habitual de dar en el clavo, aunque tenga que meter el dedo en la llaga, Félix de Azúa señala que en nuestra época «muchos de los felices esclavos del nihilismo son, además, damas y caballeros de la fe. Una fe en nada distinta a la de los primeros cristianos» («Los creyentes»). Pero el ejemplo que inicialmente usa es perfectamente laico: la Ilustración dio pie a la creencia en el progreso, basado en los adelantos científicos y técnicos a los que siguió la fe progresista en el marxismo para acabar en la sociedad soviética. 

Sin embargo, en el resto del artículo Azúa vuelve a la fe de toda la vida para recordar (siguiendo a Renan) cómo las visiones de María Magdalena dieron lugar a la creencia en la resurrección de Cristo y fundaron sobre esta la Iglesia Católica. Su conclusión es clara: «Así nace una creencia y así se forma la nube de creyentes cuya fe les presta una fortísima unidad. Luego ya es inútil cualquier crítica, intento de demostración, argumento científico, razonamiento. Cuando el cuerpo de creyentes está formado es casi imposible deshacerlo, como se ha visto con el islam. Luego viene el reparto de poderes y beneficios, pero eso es más tarde, cuando el grupo de creyentes ya ha ocupado la maquinaria del Estado». De lo que tenemos que curarnos ahora mismo es de una cultura que tiende al antipluralismo de opiniones y pluralismo artificial de identidades. No hay una sola palabra en su texto que apunte explícitamente al Estado español en el año 2023.

La comparación entre un sistema de creencias basado en la resurrección milagrosa de un profeta de estirpe divina y otro construido a través de una teoría racional y materialista sobre la deseable evolución socioeconómica de la sociedad es tan pertinente como desafiante. Cristianismo y comunismo tienen tantas diferencias aparentes como afinidades profundas, y es importante centrarse en las segundas (las primeras son obvias) si se quiere llegar a entender el núcleo que realmente determina los efectos reales de un sistema de creencias. Y eso es fundamental porque, con muy diversos matices y en muy distintos grados, sistemas de creencias son todos los que llevan el sufijo «-ismo»: fascismo, animalismo, racismo, nacionalismo, ecologismo, islamismo… Todo «cuerpo de doctrina» es un sistema de creencias en la medida en que asume que sus afirmaciones básicas no son discutibles. Y si no lo asume en lo absoluto es difícil que se pueda considerar cuerpo de doctrina o denominarse «-ismo».

El creyente y el pensante son personajes radicalmente opuestos, incluso aunque se manifiesten, como es frecuente, en diferentes momentos de una misma persona. El catedrático de filosofía que analiza en clase los argumentos a favor y en contra del escepticismo puede ir después a una reunión con otros militantes de ultraderecha (o ultraizquierda, da exactamente igual a la hora de establecer su carácter de creyente). Lo esencial es que pensar es cambiar de ideas mientras que creer consiste en congelarlas. Un creyente no puede admitir que todas sus convicciones, hasta las más básicas, son cuestionables. Un pensante no puede admitir que haya convicciones incuestionables. Para el primero, la simple argumentación contra sus creencias fundamentales es una agresión personal. Para el segundo, todo argumento ha de ser contrastado con un contrargumento, porque demoler una profunda convicción que tenía hasta entonces es un triunfo personal. Por eso es tan plácido el universo mental del creyente y tan inhóspito el del pensante. Casi todos los humanos somos en parte una cosa y en parte otra: la cuestión es decidir de parte de cuál queremos ponernos. 

«Un creyente no puede admitir que todas sus convicciones, hasta las más básicas, son cuestionables. Un pensante no puede admitir que haya convicciones incuestionables»

Un amplio grupo de humillados y ofendidos ocupa siempre el estrato más bajo de toda sociedad. Sus condiciones económicas son paupérrimas, pero además han de cargar con las peores tareas, obedecer sabiendo que nunca podrán mandar y soportar todo tipo de humillaciones. Un día reciben la promesa de la liberación, la posibilidad de una vida digna, el proyecto de disfrutar todo lo que envidian a sus opresores. Poco a poco el sueño empieza a hacerse realidad, la nobleza de su causa va ganando nuevos adeptos, la justicia de sus logros iniciales despierta el entusiasmo de las masas. Llega el día de la victoria definitiva y los antiguos siervos se convierten en los nuevos señores. ¿Primeros siglos del cristianismo? ¿La revolución francesa? ¿Rusia en 1917? ¿La Alemania sometida al tratado de Versalles? ¿Cuba en los años cincuenta?

La fuerza pasional de los creyentes, unida a sus intereses materiales, es tan poderosa que asusta, sobre todo cuando los argumentos que esgrime para justificar sus actos son veraces. La nobleza inicial de cualquier movimiento regenerador es un motor poderosísimo para llegar a construir la tiranía final de los antiguos oprimidos. Y su torrente emocional ha de ser tan impetuoso que solo una fe firme, unas creencias sagradas, y por tanto intocables, es capaz de alimentarlo. Y una vez puesto en marcha es muy difícil detenerlo.

En un artículo previo, Félix de Azúa se había acercado al mismo tema con un ejemplo diferente: la reaparición este verano de naves extraterrestres en el testimonio ante el Congreso de un alto exfuncionario de inteligencia norteamericano. Relacionó el caso con uno similar ocurrido hacer años en Bélmez, un pueblo de Jaén muy propicio a fenómenos sobrenaturales en que el alcalde tuvo que reunir a la población para decirle: «¿Pero vosotros creéis que si hubiera marcianos elegirían precisamente este pueblo para manifestarse?». También en este caso la conclusión de Azúa es sustanciosa: «El proceso de implantación cada vez más acentuado de la ciencia y lo científico en nuestras sociedades como única verdad verdadera, no impide que las gentes sigan manteniendo una credulidad agraria y medieval. Bien comprenden que la verdad científica es lo en verdad verdadero, pero no pueden renunciar al sueño de que unos seres inmateriales, a la manera de los ángeles de la guardia, nos custodien desde las esferas celestes».

El papel esencial y las gravísimas consecuencias de las creencias en la vida social y política deben hacernos al menos respetar la diferencia entre tres tipos de convicciones: conocimientos, ideas y creencias. Quizá se puedan denominar de otra manera, pero la diferencia entre las tres es clara. 

Los conocimientos son científicos, se basan en pruebas y experimentos objetivos, que se pueden repetir para confirmarlos o refutarlos; tienen pleno valor de verdad hasta que un experimento mejor demuestre lo contrario. «La Tierra gira alrededor del Sol».

Las ideas se apoyan en observaciones sólidas y razonamientos lógicos cuya coherencia y solidez se puede discutir. No siempre alcanzan la unanimidad de los conocimientos, pero tienen un amplio grado de aceptación en la comunidad de personas razonables. «Una democracia liberal es preferible a una dictadura».

Las creencias son afirmaciones infundadas cuya fuerza reside en la carga emocional con que las invisten los creyentes. Su contenido puede ser más o menos pintoresco, pero no son compartibles fuera del grupo que las adopta ni son criticables dentro de él. Su contenido puede ser extremadamente variopinto, pero siempre se diferencian claramente de los otros dos tipos de convicciones en que ni son refutables empíricamente ni argumentables lógicamente.

Uno de los problemas del verbo «creer» es la cantidad de cosas diferentes que puede significar: «Yo creo que mañana va a llover, que Félix de Azúa escribe muy bien, que a Manolita le caigo simpático, que me reencarnaré en una cucaracha si cometo el sacrilegio de comer lacón con grelos en agosto…». Las tres primeras son opiniones probabilísticas, juicios estéticos o inferencias sobre sentimientos ajenos, más o menos razonables e imprescindibles para la vida, además de beneficiosos cuando son acertados. La última pertenece al tipo de creencias extremas que incluyen extraterrestres en Jaén, muertos resucitados, curaciones milagrosas y conversaciones con los espíritus celestiales. Pero probablemente las más peligrosas son las creencias intermedias con efectos dañinos en nuestra vida social: creer que se pueden financiar todo tipo de ocurrencias políticamente correctas aumentando una deuda pública con la que cargarán las próximas generaciones; creer que el nacionalismo catalán de un Puigdemont es muy distinto del nacionalismo español de un Abascal, y, sobre todo, el huevo de la serpiente, la madre de todas las creencias nocivas: creer que en algo hay que creer.

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