El 9 de noviembre de 1918, el socialdemócrata Scheidemann proclamó la república de Weimar. Se la conoce así porque fue en dicha ciudad de provincias donde se reunió la Asamblea constituyente que en el verano de 1919 adoptó la Constitución diseñada, en gran medida, por el eminente jurista Hugo Preuss.
Las tres décadas que abarcan el nacimiento en 1889 en París de la Segunda Internacional y el fin de la Primera Guerra Mundial en 1918 han sido llamadas por un historiador como «el periodo apostólico de la historia del socialismo». De manera semejante a los cristianos primitivos, antes de que la suya fuera religión de Estado, también los militantes socialistas de entonces, desprovistos de toda culpa posterior, guiados por un idealismo incorrupto y con su crédito moral intacto, se dedicaron a promover y predicar el milenio socialista. En un mundo mucho más injusto que el nuestro, su fe era contagiosa. Su esperanza en el futuro, de una intensidad que resulta difícil imaginar. Tenían profeta, tenían doctrina (y no pocas discusiones teológicas), tenían comunidades de creyentes y corrientes heréticas, tenían apóstoles. Muchos de ellos estaban dispuestos a morir por sus ideas. Tuvieron, por lo mismo, mártires.
Inauguramos año con la misma sensación con la que cerramos el anterior: intuyendo que, al otro lado, no sabemos dónde, acechan los bárbaros. Tomen estos la forma del auge de China, las crisis migratorias, la revolución tecnológica, el aumento de la desigualdad o la degradación de salarios y condiciones laborales. La sociedad occidental parece en guardia en la Fortaleza Bastiani que Dino Buzzati retrató en su novela El desierto de los tártaros. O ante el más reciente Muro de Juego de Tronos que separa Los Siete Reinos de las tierras de los salvajes.
Que la pacifista Suecia haya decidido reactivar el servicio militar es buena muestra, quizá una más, de que los viejos fantasmas se desperezan.
«Un camión embiste» a una multitud en un mercado navideño en Berlín y deja varios muertos.
El telediario muestra el Twitter de Iñaki Ellakuría, el ciudadano español que ha resultado herido en el atentado de Berlín, y veo las leyendas «Independentzia eta sozialismoa» y «Bilbo, Euskal Errepublika». De resultas, el gentilicio «español» echa a temblar, como tiemblan las app en los smartphones antes de tirarlas a la basura. Por un lado, supongo que el interesado repudia la españolidad (y aun me pregunto, ay, si cabría respetar su parecer); por otro, me digo que no la merece, ar. El locutor sigue hablando (tibia, peroné, cadera…) pero hace segundos que el estruendo del perfil ahoga sus palabras, de las que en adelante apenas percibiré voces aisladas, como si un demiurgo alucinado estuviera subiendo y bajando el volumen del televisor. Trato de deglutir el amasijo ‘independencia-atentado-español-herido’ pero no hay manera: el bolo se me ha hecho bola y me resigno a la inexorabilidad de ir regurgitándolo. Al cabo, me justifico, el tal Iñaki es una víctima del terrorismo y parece obligado que esa circunstancia se sobreponga a cualquier otra condición. Una larga adversativa revolotea en mi cabeza, pero no me atrevo a formularla de punta a cabo, pues temo despeñarme por el acantilado de la justicia poética, ese castigo divino con ínfulas de modernidad.
Había escrito y enviado ya esta modesta pieza navideña cuando un atentado ensangrentó la Navidad en Berlín. El mercadillo del que hablo yo se vuelve así abruptamente signo de civilización herida. Y esas «vidas normales» sobre las que reflexiono, regalos divinos ante las vidas rescindidas por la violencia fanática.
No fue un triunfo de la política, fueron los ciudadanos del Este y del Oeste, sin importar sus orígenes, la edad o clase social, los que derribaron esa muralla. Los alemanes son bien conscientes de ello, por eso la celebración del domingo fue hecha por y para la población.
La imagen del soldado Hans Conrad Schumann huyendo de la RDA mientras custodiaba el muro de Berlín es la que cualquier fotoperiodista nos hubiera gustado sacar. Lo tiene todo. No en vano la imagen es un icono histórico.