El otro día me compré un sombrero. Esto es muy típico del verano, comprarse sombreros. Lo malo es que en el verano madrileño nunca me los puedo poner, porque dan un calor espantoso. Así que como ahora estoy en Brighton, un lugar fresco y marino, es mi oportunidad. Me compré un sombrero de paja perfecto para ir sencilla, pero al tiempo, arreglada. Me compré un sombrero para salir pasear por la playa o para tomar el té como mi hijo mayor, que tiene diez años y adora la tarta de frambuesa.
En ‘Un andar solitario entre la gente’, Antonio Muñoz Molina dedica una página muy bonita (la 55) a la edad de la amada. Una página celebratoria. Y es verdad.
Hace dos semanas, cuando comenzaba unas vacaciones de ensueño que acaban con las presentes horas, aplaudía un artículo en estas páginas del ensayista Juan Claudio de Ramón, del que destacaba la atinada certeza de quien atesora y no acumula en vano los años perecederos: “parece como si el verano fuera algo que acontece siempre en el pasado”. Al poco, el autor replicaba a mi comentario: “¡En tu caso no, Andrea! ¡Tú, tan joven que eres, todavía los vives en tiempo presente!”.
Su recuerdo será efímero, pues no son los calendarios los que garantizan ese pedazo de inmortalidad con la que soñamos. Nuestra trascendencia viene más bien de nuestras obras, hechos y legados.
Acogerse a la hipocresía farisea, en términos cristianos, es lo que normalmente hacen y promueven desde la cúpula del Estado. Y para ejemplo, nada más cercano con lo que sucede en el ámbito de la educación pública española
Hay dos formas de vivir: apasionadamente o dejando los días pasar. Eso para los que tenemos capacidad de elección aunque sea pasajera. Yo soy de los que decidí vivir, al menos hasta mis 47 años, de forma intensa y apasionada.