De todos los argumentos a favor de la inmersión lingüística que han aparecido en los medios de comunicación en los últimos días, hay uno que chirría especialmente para alguien que, por su sensibilidad de izquierdas, considera que la igualdad no debe consistir meramente en animar a que la clase trabajadora se disfrace de burguesa. Resumo el argumento en unas líneas: en Cataluña, el catalán es el idioma que se relaciona con el prestigio profesional y el elevado estatus social; el catalán es el idioma de la burguesía. El catalán, sin ser el idioma mayoritario de los catalanes, es el idioma hegemónico, pues institucionalmente está considerado el “propio” de Cataluña. Por lo tanto, para prosperar socialmente, es imprescindible que uno hable catalán, y si es nativo, mucho mejor. En base a estas premisas se justifica la inmersión: como hablar catalán es una ventaja social innegable, promover el bilingüismo a través de la “normalización” abriría el mercado de trabajo a los castellanoparlantes. Este razonamiento ignora un elemento fundamental: afirmar que el conocimiento del catalán es necesario para superar una barrera social, es naturalizar que exista esa barrera. Las instituciones tienen la obligación de combatir los prejuicios, no de reforzarlos. El reto no es encajar a los ciudadanos en el molde nacionalista, sino romperlo. Por poner un ejemplo, también el acento peninsular goza de más prestigio social en España que el ecuatoriano o el boliviano, pero la solución no está en “normalizar” al inmigrante latinoamericano para amoldarlo a los prejuicios de la sociedad, sino en derrocar el prejuicio, y ampliar el espectro de prestigio.