Soy un hombre de veinticuatro años soltero al que le han pedido que escriba sobre gestación subrogada. Mi horizonte para experimentar lo más cercano a un embarazo está lejos, o eso creo hoy. Y cuando tenga un hijo, no podré saber lo que es llevarlo en mi interior durante nueve meses. Creo que con honestidad, trabajo y rigor uno es capaz de formarse una opinión de muchas cosas. No me suele gustar limitar los debates solo a la experiencia o la identidad (muchas veces esas identidades son construcciones artificiales); hay gente que cree que hay determinados temas en los que solo es aceptable hablar desde la experiencia, y los demás han de callar. Creo en la capacidad de meterse en la piel del otro. Pero hay cosas que no solo no viviré nunca, sino que nunca podré acercarme a comprender realmente, y una de ellas es ser mujer y estar embarazada. No es lo mismo intentar comprender el sufrimiento de un negro víctima de racismo que comprender física y psicológicamente lo que supone un embarazo. Como escribe Beatriz Gimeno en El País, “las mujeres ponen su cuerpo, pero mucho más que el cuerpo. El esfuerzo, los riesgos, la salud, las sensaciones, el insomnio, la pesadez, los cambios hormonales, físicos y psicológicos”.
En nuestro imaginario colectivo, la ley del mercado es la ley de la selva, la competencia salvaje que alumbra la supervivencia de los más fuertes. Sin embargo, nada más lejos de la realidad. El mercado es un ecosistema delicado que permite que se den intercambios mutuamente beneficiosos entre individuos libres y razonablemente iguales, mediante el mecanismo de los precios.
Si desde hace tres años en España se puede legalizar a esos niños nacidos en el extranjero, ¿por qué no cambiar las leyes para hacerlo en nuestro propio país?